Glenn Miller y la importancia de los animales domésticos, de Daniel Pradilla

13/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

Glenn Miller, Daniel PradillaLa noche del dieciocho de diciembre llegó el turno de Belrose, Salerno, Neil, Iacuzio, O’Brien, Toth, McDaniel, Myers, Kurtzman, Hunter, Ferrazzano, Pollak, Oppel, Stoltz, Scott y Roeller; dieciséis ciudadanos que, después de año y medio de entrenamiento, hasta hacía unas semanas no se habían dado cuenta de que el combate real no es un asunto que puede ser resuelto con la misma distancia que en las películas. En el momento en el que mis compañeros dejaban de respirar en cualquier parte sin importancia del bosque de las Ardenas, era invierno en Manhattan y en medio del blackout un boom económico comenzaba, cientos de bares abrían sus puertas a soldados y sus respectivas parejas como si ya hubiésemos ganado la guerra.

En esa parte del mundo también era invierno, pero a diferencia de los muchachos de ciudad, no teníamos abrigos, ni dobles pares de medias, ni botas impermeables, ni suéteres; sólo nuestros gastados uniformes de otoño, nuestras cazadoras de Septiembre. Mil cañones disparando a la vez nos habían puesto de sorpresa en combate. Cinco divisiones alemanas habían cruzado el río y penetrado la línea justo frente a nosotros.

Teníamos balas, eso sí. Pero no contaban, no había un kraut a la vista. El barrido de artillería era tan salvaje que prácticamente estábamos sentados esperando a ser volados por 88s. Maldecíamos por encima de las explosiones, no a los alemanes que después de todo estaban luchando contra un ejército invasor, sino al genio que se le había ocurrido enviarnos a las Ardenas para apertrechamiento y recuperación.

Veníamos de once días en el bosque Hürtgen. La 28º división de infantería, «Fuego y Movimiento», había perdido seis mil hombres ahí, incluyendo todos los oficiales de las compañías de rifle. En la compañía B, 1º Batallón, 112º brigada, fueron sesenta y dos —de noventa y tres que fuimos— los que murieron tratando de capturar un trecho de tres kilómetros con minas cada metro y medio. Estábamos acostumbrados a los peligros del combate a través de pueblos, puerta a puerta; al menos eso aparentaba algún valor estratégico. Pero la pelea en el bosque de Hürtgen por un montón de madera pulverizada, contra un enemigo que visiblemente estaba en control de su territorio, no había tenido sentido alguno. Fue allí que sentí por primera vez desde el desembarco que lo que decía la propaganda en radio Berlín podía ser cierto. Fue allí, en el infierno verde de Hürtgen, viendo las inalcanzables torres de la catedral de Colonia en la distancia, que me convencí de que jamás llegaría vivo a Berlín.
Tres semanas después estábamos recibiendo una dosis parecida. La 112º cuidaba 10 kilómetros de frente cuando en la madrugada del 16 de Diciembre la furia de una buena parte de quinientos mil alemanes se nos vino encima. La orden que nos dieron fue detener la ofensiva como pudiésemos con todo el personal disponible. La orden que seguimos fue la de iniciar una lenta y costosa retirada.

Durante la tarde y parte de la noche del 19 cavamos una doble línea de trincheras tan profundo como pudimos. La mía hubiese llegado hasta el centro de la tierra, pero el suelo estaba congelado. Don Mitchell y yo terminamos oliéndonos los pies húmedos en un agujero de 30 centímetros de profundidad. Habíamos usado ramas para mejorar nuestra cubierta, pero era evidente que teníamos el trasero en el aire.

Nadie podía dormir, excepto Crandall, que dormía, según contaban, inclusive teniendo sexo. De eso hablábamos con Bauer y Young, que estaban con él en la trinchera de al lado, a diez metros. El bosque impenetrable, silente y anciana madriguera de horrores, devoraba nuestros comentarios en la oscuridad.

Cerca de la una de madrugada, el teniente Milby, OC comisionado de la compañía vino a callarnos.

—Soldados, silencio absoluto es la orden. ¿Dónde está…?

—El sargento Voyles está haciendo rondas, señor.

—Bien.

«Silencio absoluto», que chiste, los alemanes sabían exactamente dónde estábamos. Supongo que intentaba calmarnos, y calmarse él. Milby era veterano del desembarco en Italia, había sido transferido al 1º de la 112º luego de que desbandaran a su compañía por falta de personal mientras él estaba hospitalizado. En todo el teatro de operaciones europeo se comentaba que el camino a Berlín por el norte estaba despejado, y que los Alpes se convertirían en un reducto Nazi que le quedaría de regalo al quinto ejército subiendo desde Italia. Se comentaba que en el norte había regimientos fuertemente golpeados como el nuestro que no entrarían en combate hasta la primavera. Convenientemente, el teniente Milby había solicitado una transferencia y a los dos días de haberse incorporado a la compañía B de la 112º, el infierno se alzó de pronto en medio del bosque. Durante el primer día de la contraofensiva alemana, los tenientes que habían llegado de reemplazo, Durbano, Hrabovsky, O’Donnel y Sagges, creo que se llamaba, murieron. El teniente Szimansky estaba DEA, así que Herbert Milby quedó a cargo, fresco del hospital y sin ni siquiera saberse los nombres de los suboficiales.

Mientras el teniente se alejaba crujiendo en la nieve, el silbido de un obús marcó el inicio de un nuevo ataque. Disparaban a los árboles. Millones de astillas volaban como clavos en el despliegue de pirotecnia más impresionante que he visto en mi vida. Moonlight Serenade comenzó a sonar en mi cabeza, cada estallido un compás mientras me preguntaba cuántos cuerpos tiernos habrían sido discretamente acariciados esa noche con esa canción, cuántas sonrisas regaladas.

Desprovistos de cualquier forma de contraatacar, intentamos enterrarnos aún más en el suelo, apretando los dientes y empujándonos el casco. Voyles pasó corriendo:

—¡Quédense en sus trincheras!

La artillería hizo una pausa. Un procedimiento habitual para hacernos salir y reanudar el bombardeo mientras recogíamos a los heridos. Milby gritó la orden de retroceder a la segunda línea y todos corrimos en retirada mientras empezaban las explosiones de nuevo. Mis compañeros y esos reemplazos de diecinueve años, cuyos nombres nunca quise aprender, fueron desintegrándose entre fuego, madera y tripas. Para calmarnos mientras nos arreaba por el bosque, Milby gritaba que si podíamos escuchar el silbido de los obuses, estábamos a salvo. En momentos como ese, sólo deseas que todo termine, no importa cómo. Creo que todos, en miedo y carrera, secretamente aguardábamos ese brillante momento de liberación que sería el impacto directo, el último silencio bajo el bombardeo.

Caí en las trincheras de retaguardia con una explosión. Acostado me toqué el cuerpo revisando mis heridas, estaba ensordecido, pero con las partes donde debían. Los alemanes se cansaron de dispararnos luego de unos minutos. Levanté la vista y me topé con las suelas del teniente, que estaba boca abajo fuera de la trinchera. Lo tomé por los tobillos y halé. Me traje al agujero sus dos extremidades inferiores y una parte de su torso. Pasé el resto de la noche congelándome, escuchando gemidos en la oscuridad, acompañado por la sangre, las tripas y el olor a mierda, último legado del oficial comandante de la compañía B.
Cuando amaneció, estaba rodeado de troncos. Los gemidos que había escuchado toda la noche provenían de una trinchera cercana. Entre las ramas encontré a uno de los cocineros del batallón, aferrado a un rifle. Los habían puesto en el frente la noche anterior, junto a los mensajeros. Tenía una herida desagradable en un costado, había sangrado casi todo el uniforme.

—Tranquilo, estamos bien. ¿Cómo te llamas? ¡Médicooo!

—Baker —Una calibre—50 también contestó

—Malditos krauts.

Pasé el torso de Baker por encima de mi hombro y lo levanté. Cargué con ese negro de Louisiana por un trecho interminable de suaves lomas blancas, sembradas de árboles truncados por la batalla. Era como llevar un oso, cada paso una lucha insostenible por balancear nuestro peso combinado y arrebatarle a la nieve una bota militar de ciento sesenta kilos. Su sangre y el viento helado habían formado una costra en mi axila cuando hicimos la primera parada.

—Maldita sea, n—no pue—puedo más —Baker sangraba por la boca, quizás por la posición en la que lo cargaba, quizás porque de verdad no podía más. Ni siquiera traté de calmarlo. Comenzó a toser, irradiando salivazos que trazaron surcos carmesí en la nieve. Estábamos perdidos y solos, envueltos en el sonido metálico de las orugas. A lo lejos un rugido de batalla, un breve espacio de convulsión, interrumpía cientos de vidas.

—N—No pue—pue—do, no puedo, busca un me—médico, no pue s—seguir.

—Quedémonos aquí, los alemanes llegarán en algún momento.

—¡No! ¡Lo—Los alemanes no! —Sujetó la bayoneta de mi rifle —Mi—Mierda. Prefiero… antes de… a los a—alema n—no le gu—gustan los

Tosió, hizo un gesto de dolor y trató de taparse la herida. Sus vísceras protestaron mientras intentaba ponerlas en su lugar. La realidad es que probablemente moriría antes de que llegara alguien. No le contesté.

—Du—Duele. Mi mamá se lla Geo, e—en Ami—Amit, en —Tosió varias veces, escupió en la nieve. Intentó retorcerse pero no pudo. El uniforme de cocinero, alguna vez blanco, estaba totalmente cubierto de manchas pardas y negras. Seguía mirándome, su mano sangraba en la hoja de mi bayoneta.

Como si los cañoneros hubiesen presentido algo, la batalla a lo lejos se detuvo por un instante para que los latigazos de mi rifle hicieran eco en medio de la devastación.
En las afueras de Vielsalm conseguí a los restos de la compañía E, George Crandall estaba con ellos. No nos saludamos. Parecía ser el consenso general que en esos cuerpos que caminaban hacia la retaguardia no quedaban almas que saludar. Más adelante nos cruzamos con los de la 82º aerotransportada y me sorprendí gritándoles que se devolvieran, que eran demasiados alemanes, demasiada artillería. Me miraron con asco, con el desprecio de los valientes. Esos muchachos, mis mayores pero todavía niños, no hicieron caso, sólo nos pidieron municiones y ropa, pues aunque eran elite, estaban peor preparados que nosotros. Los habían lanzado al combate casi en calzoncillos.

Cerca de Mormont cruzamos un claro que había sido devastado por la artillería, alemana o nuestra. Al llegar a la línea del bosque, nos encontramos con un caballo que daba pequeños brincos. Cabizbajo, relinchaba con cierto desgano, agitando sus crines, su hermoso pelaje entre miel y nuez. Una de sus patas delanteras colgaba de apenas unos jirones de cuero. Sus ojos estaban inyectados pero tenía una mirada de desconcierto, como buscando una amenaza de la cual huir. Suficiente con el horror de los cuerpos como para tener que soportar también la impotencia de los animales domésticos. Ese caballo alguna vez hermoso, quizás acicalado con cariño por un oficial alemán, era incapaz de intuir que los hombres, todos, éramos culpables de su agonía.

En el momento en el que Crandall levantó su M1 contra la testuz del animal, seguía siendo invierno en las Ardenas. En el resto mundo, cientos de miles de parejas copulaban y otros tantos jóvenes derramaban su semilla como Onán; Paris seguía siendo una fiesta y seguramente en radio Berlín, la banda de Glenn Miller interpretaba In the Mood, acompañando a los cañones del Reich en un gesto festivo y morboso que decía «Bienvenidos a la Alemania Nazi, pueden deambular por nuestros bosques, pero no llegarán vivos a las ciudades.»

 Del libro: El estilo de vida de ricos y famosos (SACUMG, 2004)

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