La canción del ciempiés, de José Pulido
18/ 01/ 2013 | Categorías: Capítulos de novelasVanessa camina distraídamente por el bulevar agarrándose la falda que una brisa fuerte despega de sus rodillas. Jaime y Ernestico Torrentes están a sus flancos. Los dos jóvenes vestidos con bluyines nuevos y franelas pintadas con el rostro del Che Guevara, canturrean y bromean. Ernestico le dice que suelte la falda para que se le vea la pantaleta.
—Estupido… —responde.
—Debes ser lesbiana ¿no lo has pensado? —comenta Jaime.
—Si lo he pensado pero no —responde ella.
Ernestico la palmea por la espalda.
—Me gustaría hacer el amor con una lesbiana como tú —le dice.
—Estoy muy preocupada por Rogelio —comenta mostrando por donde andan sus pensamientos. Sabe que ellos le preguntarán el porqué. Entonces cuenta todo el embrollo de la casa.
Ambos se ríen por lo insólito y divertido. Un hombre con la camisa abierta cuyo pecho oscuro exhibe una cadena de caracoles les ofrece habanos.
—Nosotros somos de aquí, cámara —dice Ernestico y le guiña un ojo. El hombre los sigue un instante y Ernestico vuelve a guiñarle un ojo y se detiene con él. «No queremos comprar», enfatiza mostrándole disgusto. Luego sigue caminando.
—No he vendido nada hoy. Es un día de mierda —se queja el hombre y se devuelve hacia una esquina.
Jaime se detiene en medio de la calle y los obstaculiza.
¿¿Por que no hacemos algo para ayudarlo? —pregunta.
—¿Para que quieres comprar tabaco? —tercia Vanessa.
—Digo ayudar a Rogelio, chica ¿por qué no fastidiamos al gusano de alguna manera?
—¿Quieres ir preso por lumpen? Ese pleito es entre ellos y además: no llegará a ninguna parte. Es que me preocupa que Rogelio se enferme con esa comemierdería…
—¿Rogelio? No jodas. Mama dice que Rogelio comía lagartijas asadas en la sierra y largaba plomo el sólo como un batallón. Era tan duro que hacia llorar en las reuniones del partido a los estalinistas. Cada vez que ella ve un cuadro de Rogelio canta lo mismo: «Ay Jaimito: me parece un milagro que Rogelito sea pintor» —aduce Jaime imitando a la madre.
—¡Coño! no he debido decir nada. Ustedes están locos de remate. Dejemos quieto el tema. No hablen mas. No les he contado nada. Con ustedes no es posible ninguna confidencia.
—¿Sabes lo que tenemos en casa, Vanessa? —salta Ernestico. Su boca se deforma a veces en una mueca viciosa.
—¿Ratas mas grandes?
Ernestico bate palmas y canta: «¡quiero acostarme contigo en la yerbita, en la yerbita, en la yerbita!».
—¡Ay muchachos! ustedes van a terminar mal. ¿Cómo consiguen eso? ¿quién se los vende?
—No te lo vamos a decir. Tu trabajas en el Ministerio de Cultura.
—Bueno, vamos, pero no me puedo quedar mucho rato.
En la esquina siguiente se detiene un autobús.
—Vámonos en la guagua —dice Ernestico.
—No seas flojo. En unos minutos caminando llegamos a tu casa —opina Vanessa.
Avanzan mirando ventanas, pateando piedras, pellizcándose, correteando, hasta que llegan a una casa antañona pintada de gris. Pasan por el zaguán y se topan con una mujer gorda derramando un balde de agua jabonosa en un desagüe.
—¿Qué más, muchachos? —saluda.
—Hola, Clotilde ¿y mama? —pregunta Jaime. Ernestico le acaricia la cabeza y la mujer dice «¿dónde va a estar? en el Ministerio».
Al final del zaguán abren un candado y entran a una habitación. Adentro hay montones de cajas y de archivos rotos. Mas al fondo hay dos habitaciones pequeñas y una cocina.
Vanessa conoce el lugar. Se encamina directamente a una silla que esta frente a un ventanal y se dedica a ver lo que ocurre en los solares traseros. Hay dos gallinas picoteando y un gato agazapado.
Jaime se aparece con un cigarro burdo. Lo enciende y chupa varias veces seguidas. Luego se lo pasa a Vanessa.
—¿Me das un poco de ron? —le pide ella.
—Tengo brandy también.
—¿Brandy? ¿a quien robaste?
Vanessa fuma cerrando los ojos. Ernestico se ha puesto unos pantalones cortos, quedándose sin camisa.
—¿Por qué hemos llegado a ser tan incrédulos y degenerados? —pregunta de repente Vanessa.
—A mi que me registren —responde Jaime.
—Yo lo único que quiero es ser cantante —alega embobado Ernestico chupando un segundo cigarro. Ambos se acercan a Vanessa y se sientan en el piso. La miran con la misma insistencia de siempre, sabiendo que la muchacha no se ablanda ni con agua hirviendo.
La canción del ciempiés (Alfa, 2004)
Número de lecturas a este post 3078