La venganza de Karl Jaspers, por Mario Amengual
28/ 11/ 2014 | Categorías: Lo más reciente, OpiniónEl tajante título de estas páginas obliga al posible lector a pensar que el filósofo alemán que nos deparó Genio y locura fue capaz de un acto tan condenable como la venganza. ¿Acaso el sabio Jaspers que tan bien estudió y analizó la vida de Strindberg, Van Gogh, Swendenborg y Hölderlin, que al final de ese libro presenta uno de los retratos más honrados y profundos de la humanidad del siglo XX y aun de nuestros días, se haya contaminado de la locura de aquellos y emprendiera en un desvarío una acción aborrecible contra algún semejante? Por respeto a la reputación del señor Jaspers, muerto hace más de cuarenta años, lamento decepcionar muy pronto al lector que esperaba asomarse al lado oscuro de un intelecto respetable. Supongo que a más de uno le hubiese gustado encontrar aquí los detalles nefandos de una vida dedicada a la filosofía, a ciertas elucubraciones pormenorizadas del alma humana, y con ello regocijarse, no sin morbosidad, como alguien que descubre que un vecino tenido por santo tiene extrañas y perturbadoras inclinaciones sexuales o resulta un redomado estafador.
Nada más lejos de ello que estas páginas con un título travieso. La verdad sea dicha, poco sé de la vida de Karl Jaspers, salvo lo que puede arrojar una semblanza de contraportada o de un diccionario enciclopédico. Debo a Jaspers la satisfacción de haber leído muy joven su Genio y locura, gracias a la poeta Hanni Ossott por uno de los cursos que ella daba en los años 80 en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Sólo trato de exaltar la amistad y el intercambio de libros entre dos buenos amigos, con los beneficios y las inconstancias que un comercio así supone. Claro que no deja de ser insidioso que para homenajear algo o a alguien me haya valido de lo que pudo parecer el reluciente título de un best seller. Y en este punto también lamento propinar tan grande decepción y confesar mi absoluta incapacidad para pergeñar un escrito que se venda como pan caliente, lo que, dadas las reglas y condiciones del mercado editorial, es un vergonzoso defecto.
Pero, como dijo un caballero a una dama en un lugar de discutible reputación, apurado por los tragos y la nocturnidad: vayamos a lo que vine.
Una invitación duradera
Nada más triste para alguien acostumbrado a compartir con los amigos, rodeando una mesa, compartiendo unas cervezas o una botella de ron o de güisqui, que estar un viernes en la tarde con dinero en el bolsillo pero sin tener con quien tomar. Así estaba yo un viernes de los tantos días del mundo en mi época de estudiante de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, ya pasadas las siete de la noche y casi resignado a buscar el bar más cercano para perderme en mis elucubraciones y en el humo de los cigarrillos, cuando a la entrada de la Escuela, al final de la rampa por donde se sube a ella, estaba un reciente condiscípulo al que asalté con una pregunta insospechadamente perdurable:
-Poeta, ¿usted bebe?
No he de explayarme en los detalles de la farra de aquella noche, como en las de otras que le siguieron. El hecho es que desde entonces iniciamos una amistad, que aparte de incluir la muy venezolana costumbre de “caerse a palos”, ha tenido como punto de encuentro y alimento la lectura e intercambio de muchos libros, el comentarlos sin ínfulas de doctos, el reconocer la inmensa deuda espiritual con sus autores, el saber que sin ellos nuestra vida carecería de uno de sus más firmes sustentos.
Debo confesar que he sido yo el mayor beneficiario en cuanto al préstamo recíproco de libros, pues mi amigo posee desde hace mucho tiempo una mejor y más dotada biblioteca; en cambio, mi desordenada colección de libros, que cabe en unas diez cajas, cuando mucho, sería una necia arrogancia llamarla biblioteca. Al ser aventajado en ese intercambio, he podido leer unos cuantos libros fuera del alcance de mis ingresos; pero, además de eso, he sido favorecido por el buen juicio y el atinado gusto de mi amigo, y es como si él me hubiera presentado otras personas que vale la pena conocer o hubiese ratificado con su opinión el parecer mío acerca de otras que ya yo conocía.
Es bueno advertir que no ha sido la nuestra una amistad libresca, en el sentido que suele darse en los mundillos intelectuales la relación entre afiebrados lectores: siempre parecen estar a la caza de un interlocutor para deslenguarse sobre sus últimas lecturas o la última novela de Fulano o el último poemario de Mengano. Si algo hemos aprendido, cada quien por su cuenta y también como resultado de nuestras conversaciones, es que, por supuesto, los libros no sustituyen a la vida, pero nos hubiese resultado imposible sobrellevarla con más brío, con mayor goce y menos estulticia. Más hemos bebido en aguas reposadas, poco recordadas u olvidadas. No nos han inquietado las novedades, no tanto como nos han atraído prosas y versos que están por allí desperdigados, tal vez pomposamente reeditados, pero poco leídos y menos aún acendrados en el espíritu de la mayoría de los lectores que conocemos.
La literatura nos llevó azarosamente a los tragos y éstos nos llevaron de nuevo a la literatura y así sucesivamente como el agua de la fuente de una plaza, sin que se contamine ni se descomponga, aunque haya padecido por rigores del tiempo, que a cada quien ofrece otros rumbos, y de los defectos que cada uno lleva consigo.
¿Prestar o no prestar libros?
Convertido en devoto lector de Hölderlin, me dediqué después a leer cuanto a mi alcance se hubiese escrito sobre él. Recuerdo ahora las páginas que Dilthey dedicó a Hölderlin en Vida y poesía, las de Heiddegger en Hölderlin y la esencia de la poesía y a ellas se sumaron las de Jaspers en Genio y locura, en las circunstancias que ya referí. Comenté entusiasmado a mi amigo ese libro y al poco tiempo se lo presté. Siguió mi amigo prestándome otros libros suyos, cuya lista sería muy larga y poco recuerdo de ella, e ignoro por qué me han venido sólo tres títulos como rayos en la memoria: Tener o ser de Erich Fromm, Francois Villon: estudiante, poeta y ladrón de Robert Louis Stevenson y La conquista de la felicidad de Bertrand Russell.
Pasaron los días, semanas, meses y años hasta caer en cuenta de que mi amigo había “secuestrado” a Genio y locura. No pocas veces me sentí víctima de un dicho famoso entre los lectores: “Pendejo es el que presta un libro, y más pendejo el que lo devuelve”. Pero ello no ensombreció para nada nuestra amistad y yo me resigné a dar mi libro por perdido, y se avivó la inmensa curiosidad de saber con exactitud qué de ese libro enganchaba a mi amigo, al punto de negarse a devolvérmelo.
Supuse que algunos pasajes de Genio y locura lo habían (a falta de mejor término) conmovido. Eso pude comprobarlo mucho después, cuando se dignó a devolvérmelo y, por ello, ser más pendejo que yo.
Lectores apasionados
Sin ánimo de clasificar a los lectores, que para ello sería mejor leerse “Defensa de la lectura” de Pedro Salinas, hay un tipo de lector, casi en extinción, que guarda celosamente y ejerce en propicia soledad el más depurado espíritu de la lectura. De ellos podrían nombrarse muchos y muy famosos en el mundo occidental, pero yo prefiero conformarme con uno relegado por la desmemoria venezolana: J. F. Reyes Baena.
¿Por qué él?
No es puro capricho mío; es que sin haberlo conocido personalmente supe de sus devotas y apasionadas lecturas en el tiempo en que su biblioteca fue donada a la Biblioteca Nacional, donde justamente yo trabajaba en la División de Canje y Donaciones. Fue ahí, en el depósito de esa División, donde pude hojear algunos de sus libros y leer las abundantes notas suyas en letra pequeñísima y comprensible. En El hombre unidimensional de Marcuse podían leerse, a uno y otro lado de muchos párrafos, las preguntas, las aprobaciones y las discrepancias de Reyes Baena. Sin duda era un lector cuidadoso, atento, inquisitivo y de los que vuelven una y otra vez a la misma línea o a la misma página, y supuse que si cerraba el libro quedaba en su pensamiento, interpelándolo o discutiéndolo consigo mismo. Luego, conjeturo, volvía al libro, tomaba el bolígrafo y escribía al margen aquello que no podía guardarse, que lo inquietaba: ese era su diálogo con el autor, así Reyes Baena practicaba y exaltaba la dialéctica. Hoy considero un regalo que el azar me haya dado la oportunidad de asomarme a esa intimidad de un lector apasionado, ilustre lector, del cual, sin haber nunca cruzado una palabra con él, aprendí tanto.
Eso significa que puede saberse mucho de una persona, de un lector, si podemos enterarnos qué destaca o no destaca, o qué anota al margen, en un libro que haya leído. Y por ese modesto procedimiento pude saber (algo, por lo menos) en qué puntos de la geografía espiritual Genio y locura había dejado huellas en mi amigo. Los muchos párrafos y líneas subrayados o señalados con dos o tres rayas verticales paralelas o asteriscos, me permitieron saber a cuales páginas volvió una y otra vez mi amigo durante años, y prescindiendo de aquellos que reseñan un hecho o una vivencia particular “de esos dementes de elevada talla intelectual”, sólo citaré los que a mi juicio son los más significativos, incluidos algunos ya subrayados o destacados por mí.
Una frase tomada de una carta de Hölderlin: “No vivimos en el clima de la poesía; por ello, apenas si una entre cada diez plantas llega a florecer”. Pocas páginas más adelante, éstas de Jaspers, en el análisis de la vida y obra de Hölderlin: “La contraposición entre la vida, creadora y tumultuosa, y el espíritu ordenador que trata de disciplinarla, racionalizarla y darle forma, es común a todos los seres pensantes: en todos nosotros se manifiesta algún vestigio de esta dualidad”.
Comenzó mi avivada curiosidad a tener alimento y ya vislumbraba la ruta de las inquisiciones de mi amigo. Sin embargo, me asediaba una pregunta cargada de sentido común: ¿por qué no fue a una librería y compró su propio ejemplar de Genio y locura? Y la respuesta no demoró en salir de mis adentros: los subrayados míos, los de él y las palabras de Jaspers nos sentaban en una misma mesa, en una conversación intemporal y a su antojo. Bastaba con que mi amigo reabriera el libro y estábamos los tres “leyéndonos”.
A medida que iba releyendo pude apreciar la cabal articulación de pareceres compartidos y algunas afinidades. Por ejemplo, refiriéndose a Van Gogh, escribe Jaspers: “…parece no tener ninguna finalidad en la vida, y, sin embargo, está animado por un sentimiento profundo, que no puede denominarse sino fe”. En un capítulo dedicado a examinar la obra de Van Gogh, teniendo en cuenta la evolución de su enfermedad: “Los cuadros pintados a partir de esta época (1888) producen en el que los contempla una impresión muy particular, que afecta incluso a la visión del mundo del espectador, el cual se siente casi dijérase que metafísicamente sacudido por estas obras”. Y más adelante, una impresión que una vez tuve al mirar un libro de reproducciones de obras de Van Gogh y que creo coincidente con la de mi amigo, por la forma tan vistosa de resaltar estas líneas: “En los paisajes, la tierra parece viva, elevándose y hundiéndose por todas partes, como en un oleaje geológico; los árboles flamean como antorchas, todo se retuerce atormentado, el cielo palpita”.
Si ese ensayo patográfico comparativo sobre Strindberg, Van Gogh, Swedenborg y Hölderlin es bastante esclarecedor y desmitificador respecto a la locura y al potencial creativo de los seres humanos, Genio y locura culmina con seis páginas (capítulo VI, “La esquizofrenia y la cultura actual”) en las que el acercamiento, las coincidencias, los descubrimientos y la conversación entre Jaspers, mi amigo y yo llegan a su apogeo. Salvando las ingentes distancias con Jaspers, más de una vez mi amigo y yo, en largas horas de diálogo, hasta el amanecer en cualquier bar de Caracas, buscamos, sin saberlo, hasta encontrarlas en la obra de Jaspers, palabras como éstas: “Vivimos en una época de imitaciones y de artificiosidad, donde toda espiritualidad se mercantiliza o se burocratiza, donde la voluntad no persigue sino obtener un determinado género de vida, donde todo se hace con vistas a un lucro, donde se simulan histriónicamente las emociones; en una época en que el hombre no pierde jamás de vista lo que es; en que hasta la misma sencillez es deliberada; en que la embriaguez dionisíaca se simula; en que la disciplina que la traduce en formas es fraudulenta; consciente y satisfecho a la vez el artista de esa simulación y ese fraude”.
Fue esa búsqueda de ambos, la mayor parte del tiempo, por separado; como también lo fue cada quien por su rumbo, aunque en las mismas páginas, el hallazgo. Igual podría decir respecto a páginas de D. H. Lawrence, de Joseph Conrad, de Alfonso Reyes, de Mariano Picón Salas… y la lista podría seguir.
El caso es que las afinidades se descubren, se encuentran, y también se cultivan.
La venganza en pie
Al cabo de esta temeraria incursión en el territorio del ensayo, más parecido a materia de anecdotario, no puedo dejar de insistir en excusarme por el uso atrevido del nombre del filósofo alemán y reiterarle mi admiración. Y ya es hora de decir que hace más de un año (o quizás casi dos años) vi en la biblioteca de mi amigo una obra extraordinaria y bastante beneficiosa para mi ejercicio docente: Historia de la lectura en el mundo occidental. Escrita por varios autores, la compone un tomo de seiscientas páginas, que viene ajustado en un estuche de cartón. A duras penas persuadí a mi amigo de que me la prestara, y la he leído toda y he releído muchas de sus partes, y he subrayado y destacado muchos pasajes, y aún no he cometido la pendejada de devolverle a mi amigo ese tomo útil y esclarecedor.
Es hora de decir que ésa es la venganza de Karl Jaspers. Ciertamente el libro que sirve para consumarla no contiene las mismas agudezas y asertos sobre el alma humana asentados en Genio y locura, pero me ha llevado por los caminos apasionantes del inicio y evolución de la lectura, y sobre ellos me han ilustrado.
Entonces, ¿por qué la venganza de Karl Jaspers y no la mía? Jugando (no engatusando) con las palabras, venganza, que viene de vengar, a su vez familia de vindicar, y ambas provenientes del latín vindicare, apelo a la Academia: vindicar es también, en Derecho, recuperar uno lo que le pertenece, reivindicar. Es decir, recuperé lo que me pertenecía, “recuperé a Karl Jaspers”. Y ya saliendo de estas aclaraciones, que más parecen trabalenguas, valgan la disquisición y el relato para exaltar las bondades de la lectura, el valor de la amistad y la fuerza ambigua de las palabras, que pueden ser regalo inmensurable o cuchillo para nuestra garganta.
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