Las hogueras de San Juan, de Luis Nouel Trenard
12/ 05/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteTardamos media hora en recorrer la calle San Fernando. Atravesar aquel denso fluido humano parecía imposible. La música sonaba a un volumen inaudito y creaba olas de cabezas que saltaban al ritmo de un frenético «bacalao». El alcohol, el hachís y el éxtasis se mezclaban con las hormonas liberadas por el inicio del verano alicantino y producían una niebla de contagiosa inconsciencia. Tomé a Ana de la mano e intenté guiarla a través de los miles de cuerpos sudorosos que se frotaban contra el nuestro. ¿Cuántas veces habíamos terminado? ¿Cuatro? ¿Cinco? Hay cuentas que es mejor no hacer: el resultado no es un número sino una burla que ridiculiza la firme voluntad con que le había espetado a Ana el día anterior: «¡Aquí acaba esto!».
Era la noche de San Juan. Toda esa semana había transcurrido con fiestas al pie de los gigantescos monumentos que no tardaban en arder. Tras haber recorrido la ciudad en vano buscando una caseta que nos quisiera acoger, decidimos enfilar hacia la Hoguera del Mercado. Ya pronto sería la hora de la cremá. No sé como quedé a solas con ella, pero aún dudo de las distracciones que lograron separarnos del grupo. Los cuerpos se agitaron a nuestro alrededor con más fuerza cuando se oyó cantar a «Los Rodríguez» por el altavoz:
«Hace calor,
hace calor.
Estaba esperando que cantes mi canción,
y que abras esa botella,
y brindemos por ella
y hagamos el amor en el balcón…»
Yo iba adelante abriendo paso, y ella se adhería a mí con la excusa de no perderse. A través de mi camiseta podía sentir sus senos libres de sujetador. Sabía que eso me enloquecía; pero necesitaría mucho más para resquebrajar mi voluntad. Todos mis amigos me lo habían dicho: «¡Esa mujer te roba la personalidad! ¡A ver cuando vuelves en ti!». Pues había vuelto en mí y esta vez ella no podría estropear este momento de lucidez. Ana me pidió que la esperara un momento, y entró en un pub. Volvió con un enorme vaso lleno de una bebida verde.
—¿Quieres? —gritó.
Bebí para no responderle. El líquido reptó desde mi garganta arañando todo el camino hasta el estómago.
—¿Qué es eso? —pregunté asqueado.
—Le dicen «Quítame las bragas»—respondió muerta de risa.
—Puta —murmuré, y bebí otro trago.
Continuamos con el recorrido y dejé de oponer resistencia a sus senos. Si había un centenar de desconocidos tocándonos, no tenía sentido evitar que lo hiciera Ana. De hecho me agradaba ese calor. Sus pechos siempre me gustaron: pequeños y firmes. Sus pezones, dispuestos a elevarse, por el más mínimo roce se clavaban en mi espalda cada vez que me daba el vaso. Su aliento tibio cosquilleaba en mi cuello y orejas.
La primera vez que terminamos, Ana lloró, suplicó y hasta amenazó con suicidarse. Yo estaba harto de sus reclamos tan furibundos como inoportunos que habían logrado ridiculizarme ante todos, de su odio hacia cualquier persona cercana a mí, de su necesidad de abarcar todos mis espacios. Sin embargo no duró mucho mi determinación, y después de una semana fui yo quien corrió hasta su casa a pedir perdón por ser tan estúpido como para dejarla ir.
Mi decisión se repitió muchas veces más, pero nunca sus súplicas. A los tres días siempre terminábamos en la cama. Tenía un poder sobre mí; cuando estábamos juntos mi cuerpo obedecía al suyo sin importarle lo que mi mente opinara. Pero esta vez sería diferente. No pasaría de este inevitable contacto con sus pechos.
—¿Recuerdas Las Hogueras del año pasado? —me dijo al oído.
Asentí. Por supuesto que me acordaba. Después de la cremá estuvimos bebiendo una botella de cava por todo Alicante. Al llegar al portal de su edificio, hicimos el amor recostados de las puertas del ascensor. Sonreí levemente sin que Ana lo notara. Al fin llegamos a la esquina. Allí no había tanta gente y logré separarme de ella. Subimos por la Rambla de Canaletas hasta que apareció la gigantesca escultura.
—Yo alucino con estas cosas, es que no parece que estuviera hecha de madera y papel— dijo ella.
—Madera y papel— repetí.
—Desde luego, tío, que estás hecho un autómata. ¡Ala! ¡Alegra esa cara! Ya veremos lo que pasa mañana. Hoy son Las Hogueras y hay que disfrutar. Anda, acaba con esto.— Y me extendió lo que quedaba del trago verdoso.
Aunque la calle estaba oblicua por efecto del alcohol, bebí el último trago del «Quítame las Bragas». Se acercaba la hora de la cremá y la gente se amontonaba en torno al «Monumento a la Mujer», así había llamado su autor a la enorme obra. Varias figuras femeninas desnudas, hábilmente modeladas, parecían volar a la misma altura de los edificios vecinos. Lucían ligeras e indiferentes a la multitud que las rodeaba. Elevaban sus brazos hacia el cielo nocturno y solo alguno de sus pies las vinculaba a la estructura. La base simulaba gigantescos pergaminos en los que se leían nombres de mujeres famosas. A un lado el camión de bomberos acechaba.
De entre las muchas voces que nos rodeaban se destacó una:
—¡Ana!— dijo.
—¡Pablito! —respondió ella con toda la emoción que pudo.
La abrazó y besó en ambas mejillas. A mí me dirigió un leve gesto con la cabeza. Nunca había disimulado su atracción por ella, y mucho menos su odio hacia mí. Rondaba a Ana en espera de algún descuido mío. Mientras tanto jugaba a provocar. Cada mirada, cada palabra de Pablo era descaradamente seductora pero lo suficientemente hábil como para no romper la delgada brizna que separa al juego de la intención. Lograba así que mi furia pareciera sin fundamento, y que Ana se divirtiera enormemente con ella. No sé si llamar a aquello «celos». Más que importarme que Ana me dejara por otro, me importaba ceder ante Pablo.
El cabrón sabía cuándo aparecer. No le quitaba la vista a sus pechos y ella reía exageradamente ante cualquiera de sus comentarios. En un momento bajaron la voz y acercaron sus rostros, supongo que para hablar de mí. Sé que todo eso debía tenerme sin cuidado porque, al fin y al cabo, ella ya no estaba conmigo; pero me importó. Me acerqué a Ana y le tomé levemente el talle con la excusa de mostrarle unos fuegos artificiales que se esparcían por el cielo. Estaba jugando el papel del gorila que marca su territorio. No sé qué era más ridículo, si la actitud de simio o el hecho de que en realidad no tenía territorio que reclamar. Sin embargo funcionó, Ana soltó al idiota de Pablo y me rodeó con su brazo decididamente. El líder de la manada se daba manotazos en el pecho mientras el monito se inventaba a alguien que lo esperaba y huía del terreno ocupado. De nuevo dos besos, el gesto con la cabeza, y Pablo desapareció entre la multitud.
—Es un coñazo —le dije a Ana.
—Es que no lo conoces bien —respondió—. Es un tío encantador.
—Ya, un encantador de serpientes.
—¿Celosillo? —preguntó juguetona.
Afortunadamente en ese momento surgieron de entre la multitud los foguerers, los hombres que durante todo un año habían estado construyendo aquella obra con un celo absoluto para evitar que alguien se enterara de cuál sería la figura que adornaría el mercado durante estas fiestas. Escoltaban a una mujer con un peculiar tocado y un vistoso vestido. Era la Bellea del Foc, la chica más hermosa entre las vecinas del mercado, escogida para representarles y encender la hoguera, vestida con el traje típico de la provincia. Ana se colgó a mi cuello emocionada ante la llegada del gran momento. Sentí toda su cercanía ardiendo a mi lado. Su blanda pelvis se frotaba contra mi pierna. Se hizo un silencio expectante cuando los foguerers encendieron una antorcha en manos de la Bellea. Ana me miraba fijamente con ojos inevitables, y yo no podía dejar de verla. Cada pedazo de cuerpo pegado al mío quemaba. La Bellea mostró una antorcha de llamas multicolores a su público. Nuestros rostros se acercaron. La mente se iba nublando. No hay pensamiento más urgente que el deseo. La antorcha se acercó a una larga mecha que colgaba de la escultura. Podía percibir el más mínimo movimiento de sus labios y sentir con cada vez más fuerza el olor de su piel sudada hurgando entre lo más salvaje de mis sentidos. La antorcha tocó la mecha. Mis labios se encontraron de pronto en la ardiente cama de los suyos, rozándose primero y luego apretados con fuerza. La mecha se encendió al contacto y rápidamente una lluvia de chispas fue ascendiendo hasta el primer petardo. Nos besamos como si buscáramos penetrarnos y nos abrazamos como si pudiéramos sumergirnos en piel. La primera detonación nos separó asustados. Cuando continuaron las siguientes, marcando el camino de las chispas a la escultura, sonreímos por haber vuelto a la realidad. Atados por nuestros brazos, rozando nuestras piernas y caderas, contemplamos cómo los petardos alcanzaban a la escultura. Con una sorprendente rapidez el Monumento a la Mujer comenzó a cubrirse de fuego. Cuando se iluminó el lugar, la masa de la multitud fue fragmentándose al quedar descubierto cada rostro. Ana, embellecida por la luz naranja y mi jadeante deseo, se extasiaba con aquel espectáculo. Las mujeres que conformaban la hoguera continuaban estáticas mientras las llamas las acariciaban. Comenzó siendo un roce del fuego sobre la piel de las esculturas, y acabó siendo un abrazo salvaje que con un rugido las abarcó enteras. El calor aumentaba cada vez más, sentíamos como si una mano ardiente recorriera nuestros rostros. Así que el público supo que había llegado el momento de arremeter contra los bomberos para refrescarse. Empezaron dos o tres voces, y el resto de la multitud no tardó en repetir con más fuerza la consigna:
«¡Bombero, cabrón,
hijoputa, maricón!»
Los bomberos, que hasta el momento se habían dedicado a mojar algunas palmeras de los alrededores para evitar que ardieran, comenzaron el juego de todos los años. Ya es tradición en Alicante este gesto, así como también lo es que los bomberos finjan ofenderse y apunten con sus mangueras hacia la multitud. Recibimos aquel baño de agua fresca encantados. Grité eufórico y abracé a Ana. La humedad de su rostro y el calor del ambiente me invitaron a besarla, lamerla, morderla. La multitud indiferente fue cómplice de aquel desaforado intento de devorarnos. Sin embargo acabó por separarnos su rugido cuando la hoguera, ahora convertida en un esqueleto de madera ardiente, amenazó con desplomarse. El «Monumento a la Mujer» crujió agónicamente y se vino abajo en medio del aplauso general. Las hermosas figuras que hace sólo unos minutos flotaban sobre los edificios alicantinos se habían convertido en las chispas que huían hacia el cielo nocturno. Sólo quedaba un montón de tablas apiladas en el piso que los bomberos se afanaban en sofocar.
—Aquí la fiesta ha acabado— dije.
—Sí, pero en El Barrio apenas empieza —respondió Ana.
Me condujo por una de las solitarias callejuelas del barrio, mis pasos seguían con dificultad el empedrado, del cual emergían las obscuras y antiguas casas. Como si hubiéramos atravesado un umbral, al cruzar una esquina apareció el tumulto de nuevo. Música de todos los ritmos inundaba la calle y llamaba a la gente a los pubs. Entramos a uno de ellos. El humo de cigarrillo me asfixió. Era casi imposible moverse dentro de aquel mar de cuerpos. Un grupo de ingleses nos abrazó eufóricos. Ana les sonrió levemente y siguió su camino hasta la barra.
—Espera aquí —me dijo—, conozco al que sirve los cubatas.
Me las arreglé paro encontrar un lugar donde quedarme quieto. Miraba divertido a los ingleses. Los imaginaba viviendo como flemáticos «lords» y decidiendo un día venir a vivir el verano más salvaje de sus vidas. Un brazo salió del grupo de los súbditos de la Reina Isabel y me acercó un vaso. Al otro extremo había una enorme rubia cuya ebria mirada me invitaba a probar su bebida. Sonreí torpemente y bebí de aquel trago de ginebra con hielo.
—Gracias —le dije.
—Hola, macho —me dijo sensualmente haciendo gala de las pocas palabras que había aprendido en su estadía en Alicante.
La gigante me abrazó por el talle mientras bailaba torpemente. Reía encantada de haber conseguido pareja mientras yo trataba de librarme. Se señaló la nariz y yo me encogí de hombros. Volvió a hacerlo y yo le respondí igual. Evidentemente no nos estábamos entendiendo. Hasta que acercó sus labios a mi oído y dijo:
—¿Farlopa?
—No tengo —le respondí impresionado. No sabia ni saludar en castellano, pero sí había aprendido la lección acerca de cómo pedir cocaína.
La mujer se me echó al cuello.
—I’m Flying, darling!
Ana apareció tras ella sin el trago que fue a buscar. Lo que si traía era un litro de indignación al ver a aquella rubia colgada de mi cuello. La inglesa se incorporó un poco y le sonrió.
—¿Farlopa? —le dijo también.
Ana dio media vuelta y tomó rumbo hacia la salida mientras yo la perseguía. En la calle logré alcanzada.
—No me dirás que estás celosa.
—No —dijo secamente.
A pesar del ruido alrededor sentí un silencio denso que embotaba. No podía soportar que Ana me sentenciara a no escucharla. ¿Había alguna razón para disculparme? Detestaba saber que por su cabeza estaban pasando las peores ideas sin que yo pudiera defenderme.
—¿Qué te pasa? —insistí.
—Nada.
No podía dejar las cosas así. Ya ella había dado su veredicto. Casi podía escuchar cada frase reclamándome: infiel, traidor, débil. Recordé toda la escena en el pub ¿Había algo por lo que yo mereciera la furia de Ana? Quizás algún gesto delató que la inglesa no me desagradaba del todo. Quizás aquello del sexto sentido le permitió a Ana adivinar unas intenciones mías que aún no eran conscientes… Vaya tonterías se me estaban ocurriendo por descifrar el maldito silencio de Ana. Si por lo menos gritara, discutiera, me abofeteara, las cosas quedarían más claras. Si hiciera eso, podría darme una buena excusa para acabar con esta absurda relación de una vez. Necesitaba hacer algo urgente para sacarla de su mutismo. Para eso no había frase mejor que:
—Te quiero.
Resultó. Se detuvo en seco pero seguía sin mirarme.
—No lo creo —dijo con la voz entrecortada.
Ya me había costado bastante decirlo. Ahora quería que lo repitiera.
—Claro que te quiero, tonta.
—Ayer dijiste que no querías volver a verme.
—Estaba molesto; pero ya ha pasado.
¿Pero qué había hecho? Acababa de retractarme. Yo mismo había puesto las cosas en el punto inicial. Quedaba de nuevo a merced de sus besos. Volvía al lugar en el que escaseaban mis pensamientos. Era evidente que mi única perseverancia era la que decidía no estar solo, acompañada de la duda permanente de saber si aquel deseo sería suficiente para cubrir nuestro vacío.
Ana acarició mis labios con un beso húmedo y tibio, que sólo fue interrumpido por una mirada que invitaba a llegar más allá.
—Vamos a mi casa. Tengo que cambiarme esta ropa mojada.
Íbamos de prisa y en silencio. Pasábamos junto a las cenizas de las hogueras, y a grupos de gente que cantaban para alargar la noche. Una bellea del foc, con su encanto perdido por las horas, caminaba cansada con los zapatos en la mano. Dos magrebíes esquivos se disolvieron en las sombras. Cruzamos las puertas de vidrio de su edificio, y aprovechando la repentina obscuridad, la abracé. Besé su boca, su cuello, y al lamer su oreja gimió.
—Mi madre está en casa, no puedes subir —susurró.
—No me hace falta hacerlo.
La besé más intensamente. Mi mano se coló bajó su camisa y recorrió su espalda, y tras explorarla toda, alcancé al fin los senos que toda la noche me habían coqueteado. Estaban fríos y firmes por la camiseta mojada. En silencio corrimos hasta un rincón de la planta baja, junto al ascensor. Los botones se escaparon, los gemidos abarcaron el silencio sin que nadie en todo el edificio lo notara. Nuestros cuerpos eran deseo, nuestras mentes eran piel, nuestro futuro era el placer. No había otra cosa que quisiera más en el mundo que hacerle el amor a Ana y ella no podía soportar que la noche acabara sin cubrirse de mí. El calor del verano alicantino se concentró en aquel lugar y se encargó de ocultarnos del mundo con las puertas de vidrio empañadas.
Cuando todo acabó, el tiempo volvió a importarme. El calor dejó de ser mi cómplice para convertirse en un vaho asfixiante. El deseo murió para dar paso al hastío de la piel. Ella, en cambio, lucía radiante, feliz.
—¿Me quieres? —preguntó cariñosa.
—Sí —logré decir con un nudo en la garganta.
Tenía que llegar afuera, respirar aire fresco. No podía seguir enfrentándome a mi voluntad perdida, al hecho cierto de que Ana me había tenido en sus manos toda la noche sin que mi resistencia sirviera de algo. Corrí hacia la puerta.
—Te llamaré —dije a manera de despedida.
—Lo antes posible —dijo a sabiendas de que lo haría.
Al fin alcancé la calle. La brisa tibia me hizo volver en mí. Respiré hondo y comencé a caminar despacio tratando de no sentir el olor de Ana aún pegado a mi piel. Comenzaba a disolverse en el cielo un tenue color amarillento. El amanecer llegaría antes que yo a mi casa. Durante aquella noche, había construido mi propia hoguera. Inexorablemente llegó la cremá; y quedó en evidencia lo endeble, lo teatral y lo volátil. El deseo creó y acabó todo, de la misma manera en que el fuego del día consumió esa noche de San Juan, sin que esta vez hubiera ningún «bombero cabrón» que pudiera detener el fin.
Del libro: Voces nuevas 2000-2001 (Celarg, 2004)
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