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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar
Carlos Patiño (Caracas, 1978). Voz contemporánea cuyo ejercicio se despliega en los terrenos de la ficción y la no ficción. Publicó el libro de artículos, crónicas y ensayos “Cómo en la guerra” (Barralibros Editores, 2025), la novela “La forma del tigre” (LP5 Editora, 2022), el relato “Caracas, el miedo” (Petalurgia, 2022), los libros de cuentos “Los círculos concéntricos y otros relatos” (Caligrama, 2020) y “Te mataré dos veces” (Editorial Ígneo, 2014). En el 2015 obtuvo el premio de cuentos de El Nacional por “Los círculos concéntricos”. Actualmente vive en Madrid, España.
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Caracas, el miedo es la fotografía en donde la sangre acusa lo urgente. En este contexto, el registro de acontecimientos deja ver la conexión entre escritura y existencia. Para el narrador-ciudadano escribir es una operación crucial, le permite sobrellevar la carga de los hechos. Las causas y consecuencias se siguen durante el tránsito de un cuerpo sintiendo la marea de la ciudad: Caracas, animal apocalíptico que blande sus dientes y ataca. Aquí hay un diálogo con las crónicas de Caracas muerde del escritor venezolano Héctor Torres: “Los modos preferidos de Caracas son ‘infernal’ y ‘pesadillesco’. De día atormenta y de noche aterra”. Este trecho de “Para hacer reír a Dios” demuestra que hay fibras de sentido y padecimiento entrelazándose en la concepción de un paraje convulso. Independientemente del ámbito de configuración literaria, las voces transmiten el rasgo colectivo, la trama de sensaciones a la que se someten cuando ponen sus cuerpos, como acto consciente o inconsciente, en la urbe. De ahí la conexión ciudad-cuerpo-escritura que pudiera plantear un performance: “La ciudad es un perro enfermo de rabia. Escribo para inmunizarme”, dice el narrador en Caracas, el miedo.
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El texto dispara una realidad y viene potenciado por la materia ficcional emergente de los propios sucesos. Con esta articulación se observa la corteza del apunte, el trazo vibrátil, coyuntural como un golpe en el estómago o latigazo: pulso escritural ligado al padecer del sujeto. Quien habla procesa la combustión de la ciudad.
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No hay lugar para la pérdida de tiempo en la sobrevivencia. El descuido supone el lamento o la angustia; el curso de la escritura se interrumpe: “Me quedé dormido y perdí la media hora de agua. Se cae el internet. Dejo un párrafo a medias, salgo a buscar comida”. Precariedad, congestión, vértigo, constituyen en esta historia el escenario calamitoso de la vida. Son inevitables los enfrentamientos, asaltos y “las largas colas de gente amontonada como estiércol”.
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Una suerte de bestiario parece fraguarse. La gente le teme al gorila irritado, aunque esa sociedad temiendo expele su rabia, escupe la pantalla del televisor. Caracas es un paisaje signado también por el antagonismo y la delincuencia. En medio de la masa agitándose, produciendo más calor y viscosidad, aparecen los niños rata, seres agiles y veloces, olfateando la ocasión: “Un tipo tras de mí se atreve a sacar el celular en la calle. Imbécil. No tardan en salir los niños rata, los coco seco, agazapados detrás de las bolsas de basura”. Aquí todo implica un riesgo, por todos lados se inscribe el presagio de un desenlace mortal. Es fatal incluso para el delincuente que, en las garras de personas iracundas, muere. El texto, en consecuencia, nos interpela reflejando el devenir violento. No obstante, surge el dilema colectivo: “¡Mátenlo! ¡No! ¡Suéltalo! ¡Mátenlo! ¡Asesino!”.
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Al relato lo cruza la figura del desecho humano y animal: “…gente amontonada como estiércol”. El narrador confiesa: “A veces me siento atrapado en un relleno sanitario”. Es probable que pase por la mente del lector la imagen viva de lo que ahí se mezcla, pulula y convierte, lo que ilustra, asimismo, una compleja degradación en la cual se dimensiona a la criatura: Cancerbero y sus tres cabezas. Este retrato mitológico resuena con otra referencia hecha en La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa, a saber, la hidra: “Hay que ponerle fin, cortando la cabeza de la hidra. ¿Me condenaré?”. Son cruciales los referentes usados para urdir una visión del poder y la catástrofe.
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El sujeto camina por la ciudad e imagina, es decir, escribe, continúa su ejercicio, llega a puntos de eclosión: “La imagino regresar al cuartel, quitarse el uniforme, tomar su fusil AK – 47 con las piernas abiertas y meterse la larga punta de metal frío mientras su dedo acaricia el gatillo, temblando, dándole un orgasmo que ningún hombre”. Y en ese plano se despliega la osadía a través de la mujer y la acción proyectada: despojarse de la autoridad y convertir el arma en dispositivo de placer. El verbo follar trae consigo la simbiosis de cuerpos y especies: “Hay que follar, follar como moscas, como panteras, como cerdos. Follemos antes de que se vaya la luz y despierten los niños”. El sexo es un acto con aura primitiva, un desenlace orgánico, ya que en ese “hogar como guarida de los inocentes”, se hace catarsis, se conjugan los cuerpos y sus líquidos. La potencia del verbo follar plantea, además, lo que podemos llegar a experimentar escribiendo.
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Escribir para nada, por nada. Lo inútil que resulta en una sociedad sumergida en un complejo trance. La escritura es nada y a la vez un campo respondiendo a la tensión entre el sentido y sinsentido de la vida, al padecimiento de quien escribe, habla, denuncia: “Lo dice el latigazo de mi úlcera sangrante que es mi nuevo oráculo”.
Sobre Caracas, el miedo (Petalurgia, 2022), de Carlos Patiño.