Cuentos
Todos los cuentos publicados
Buscar
Todos los cuentos publicados
Capítulos de novelas disponibles
Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar
3
Una respiración acompasada hacía un pequeño eco en el lugar. Todo era blanco: paredes, una mesita, la cama, las sábanas, todo excepto una pequeña figura de Afrodita y el rostro de Ariadna. Sus ojos estaban cerrados y sus pestañas casi caían sobre sus pómulos. Las cejas delineadas le daban hermosura a la nariz un tanto grande pero respingada y que delimitaba la superficie de lo que alguien, cualquiera, llamaría un rostro bello, fascinante. Sus labios entreabiertos y carnosos lucían como un beso eterno regalado por un dios. La cabellera de color miel se veía medianamente arreglada sobre la almohada inmaculada.
En su cabeza, adentro, donde los recuerdos persiguen a los sueños, o al revés, un grupo de niñas corría alrededor de una fuente que tenía un ángel en el centro. El ángel, desnudo, era Cupido y de la punta de su flecha manaba agua, mientras en su carcaj habían varias flechas, todas enredadas en matas de jade y zapatico de la reina, creando una paleta de colores que avivaban la desnudez de la piedra que esculpía al travieso alado que enamora. El agua cayendo en la pileta lograba un sonido que distraía a cualquiera. Una de las niñas, vestida con un traje de piqué blanco, adornado en el pecho con nido de abeja, dejando ver hebras azules y verdes, como si fueran la extensión de las flores del jardín. Se detuvo a contemplarlo.
Tiene pipí, dijo alguien, azorada, ante la estatua del travieso ángel que mantenía el equilibrio en la punta de un pie mientras el otro, graciosamente, estaba levantado, apuntando al horizonte. Parecía vivo, aunque la gente decía que Cupido había sido asesinado.
¿Y qué?, respondió otra de las niñas, poniendo su mano en la entrepierna. Yo también tengo, pero diferente.
El de mi hermano es más grande, dijo otra y soltaron una carcajada, una risa que retumbó en el cielo, que se deshizo en ondas por el lugar, como si se hubiera convertido en pequeñas hadas que corrían a esconderse.
La niña que aseveró tener un pene, calló y se alejó del grupo, que no prestaron mucha atención al comentario.
Abrió los ojos y todo seguía siendo blanco, esta vez destacaba una figura, de carne y hueso, enfundada en un hábito blanco, con un velo que le apretaba las sienes y un crucifijo de madera que pendía de su cuello.
No sé qué hago aquí, dijo Ariadna. Dime, ¿hasta cuándo me van a tener en esta cama incómoda, en este cuarto estrecho y simple.
La mujer enfundada en el hábito, bajó la mirada y cruzó sus manos en el medio del pecho como si fuera a orar. Así lo hizo.
¿Eres sorda? Te pregunté hasta cuándo voy a estar aquí.
Hubo un silencio, la mirada de la mujer estaba depositada en la religiosa que no hizo ni respondió nada. Siguió en su actitud de orar, como si entrara en una suerte de meditación al hacerlo.
Lentamente Ariadna se levantó, sacó de debajo de su almohada un libro, lo abrió en una página marcada y pasó sus manos suavemente por el papel, como si fuera un ritual, mientras su respiración se dejaba sentir.
La religiosa no perdía movimiento aunque intentara, con todas sus fuerzas, en concentrarse y dedicarse a su oración.
¿A quién le razas?
La monja dejó su oración, algo descolocada por la pregunta y la miró, con los ojos cargados de interrogantes.
¿No oíste? ¿A quién le rezas?
A Dios, respondió en un susurro que iba entre la emoción y el miedo, en ese espacio que se confunde el temor con el sentimiento, el sentimiento con el secreto, el secreto con una cotidianidad, una cotidianidad con una verdad a medias que traemos enraizada de siglos.
“A Dios”, repitió la mujer en un tono dubitativo, casi con eco. “A Dios”, repitió con algo más de fuerza. ¿Rezas mucho?
La religiosa asintió bajando la mirada.
Eh, eh, eh. Me gusta que me miren a los ojos cuando hablo y más cuando pregunto y me tienen que responder.
¿Qué más quiere saber?
No, no quiero saber nada más, sólo quiero escucharte leer.
Extendió el libro y le señaló un verso. La hermana no se podía mover del asiento, estaba presa del pánico y sus ojos iban entre el rostro de
Ariadna y sus manos, enredadas en el rosario.
¡Léelo!, ordenó Ariadna con voz baja pero con la fuerza de un rayo.
La religiosa no decía nada. Tampoco levantaba la mirada del piso, o de la punta de sus zapatos, que apenas asomaban bajo el largo traje que la envolvía, como un bollito apretado.
¡Dije que lo leas!, repitió la mujer, enérgicamente, sin alzar la voz, con la mandíbula apretada.
Fue entonces cuando se levantó, tomó el libro, con las manos temblorosas y repasó con la mirada lo que Ariadna le había ordenado leer.
¿Te es tan difícil leer?
Ella negó.
“Qui.. qui.. qusiera no decirte…”
¡Así no! Está escrito corrido, que yo sepa. ¿Por qué tartamudeas, si nunca lo haces al hablar?
“Quisiera no decirte
no pronunciarte
no palpitar por tu cercanía…”
La monja, luego de haber leído los tres primeros versos del poema, se quedó callada. El rostro, escondido en su pecho, se tornó intensamente rojo y las manos le empezaron a temblar.
Muy bien, dijo Ariadna levantándose de la cama y acercándose a la hermana que, aterrorizada y sin levantar la mirada, retrocedió un paso. No seas tonta, no te voy a hacer nada. Sólo quiero escucharte, más bien escucharme, sentir como suena, palpar en mi lengua las mismas palabras que tú vas declamando. Ver qué pasa con mi cuerpo, con mi sangre, al enfrentarme con cada una de esas frases que hace un tiempo escribí.
Lo que pasa es que no soy buena leyendo poesía, dijo la religiosa apenas con un hilo de voz empapado en terror, en vergüenza.
¿Y quién te dijo que estamos en un concurso de lectura?, le preguntó Ariadna. Sólo quiero ver sí hay imágenes en lo que escribí. Quiero ver si, aunque lo leas mal, muy mal, puedes conmoverte, estremecerte y llegar a sentir algo más en tu cuerpo que esa tela ordinaria y maloliente que te pones como traje.
Las palabras sentir y en tu cuerpo, descolocaron a la religiosa. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no reventar en llanto y menos salir corriendo. Apenas se hizo la señal de la cruz, muy rápido, para que la mujer no la viera.
En efecto, no se percató del acto sagrado que acababa de efectuar la regordeta y diminuta mujer.
Quiero que vuelvas a leer, que lo leas completo, que entones cada palabra, cada sílaba, que busques más allá de tus labios, de tu lengua, de tus cuerdas vocales, alguna emoción. Entonces se acercó, seductoramente, en movimientos zigzagueantes y acortó distancia por sus espaldas, al oído de la religiosa.
Hueles a manteca de cerdo. Hay algo de humedad, dijo con malicia. ¿Sabes que tienes otra boca, otros labios, otra saliva, que es como la miel y que con ella podrían untar cada una de las letras de esos poemas para que suenen mejor? Si dejas que las palabras corran hacia tu otra boca, si lees con la fuerza, con la energía que tienes ahí, seguro me vas a complacer y te complacerás a ti también.
Mientras decía esto, Ariadna pasaba su mano suavemente por su sexo, sobre la bata blanca que tenía. Sus ojos se entrecerraban y su voz era como la de una diosa en un altar.
Los cachetes de la religiosa temblaban. Había cerrado sus ojos y por las hendijas de estos se notaba el borde de una lágrima que pugnaba por salir, pero que era retenida con gran fuerza.
¡Lee!
La monja respiró hondo, apretó el cuaderno entre sus manos y, como si enviara una fuerza hacia todo su cuerpo para contenerse, dejó de temblar. Abrió los ojos, parpadeó como aclarando la mirada, despejó su garganta y se enfocó en el poema.
“quisiera no decirte
no pronunciarte
no palpitar
por tu cercanía.”
“Quisiera no sentirte
no escucharte
no componer
en mi lengua frases para ti
quisiera borrarte
tacharte
eximirte de mi trayecto.
Quisiera no olerte
no saborear
el recuerdo de tu
boca en la mía…”
La religiosa quedó exhausta, fue muy grande el esfuerzo hecho para decir el poema sin tartamudear ni detenerse. Además, por lo que le habían enseñado en el convento, todo lo que tuviera que ver con placer carnal, con palabras que incitaran al sexo, con emociones que se generaran en el cuerpo y dieran placer y satisfacción, era pecado.
Debía confesarse cuanto antes. ¿Cómo, si estaba encerrada en aquel lugar? Confinada a hacerle compañía o guardia a una mujer que la ponía nerviosa y… no se atrevió a pensar en ninguna palabra más que definiera lo que sentía. Luchó contra lo que pensaba, la corriente que la recorría, lo escondió y cerró su mente.
En el rostro de Ariadna se dibujó una sonrisa de placer y satisfacción. Mientras la pequeña mujer estuvo leyendo el poema no dejó de acariciar su sexo, dejando que la lectura nerviosa pero seguida y con cierta pausa, le hubiera producido una sensación más allá del orgasmo, como si una energía se hubiera colado en cada poro, como si fueran vaginas y la piel, el cuerpo entero estalló, dejando una estela a éxtasis sexual, a ese olor de rendición ante la sacudida por los espasmos que deja la real satisfacción.
La hermana era un tótem, un monolito, una pieza que, al menor toque, se hubiera resquebrajado.
De Óyeme con los ojos (Ediciones B, 2013)