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Patria o muerte

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Yo no puedo creer que esto sea la muerte, la muerte
de la que tanto hablo, de la que tanto espero.

Rafael Gumucio

El sonido del teléfono raspó la noche.

Miguel Sanabria no lo escuchó. Estaba en el baño, cepillándose los dientes. Beatriz, su mujer, se encontraba en la sala, viendo la televisión. Ella lanzó un grito y, sin apartar los ojos de la pantalla, le avisó que alguien estaba llamando. La palabra teléfono cruzó como una pedrada por el pasillo. Sanabria atendió. Era su sobrino Vladimir, estaba agitado, nervioso; hablaba como si las letras tropezaran dentro de su boca. Tenemos que vernos, dijo. Y Sanabria respondió: cuando quieras. Y Vladimir dijo: lo antes posible. Y Sanabria preguntó qué pasaba. ¿Es urgente? Y Vladimir contestó que sí. Muy urgente. Estoy aterrizando. Acabo de llegar de La Habana, dijo. Y Sanabria ya no dijo nada más.

No sabía puntualmente de qué se trataba pero tenía la absoluta seguridad de que esa emergencia estaba relacionada con la enfermedad del Presidente. Hacía más de un año, en una noche parecida, el 30 de junio del 2011, también su sobrino lo había llamado justo después de que Hugo Chávez anunciara por televisión que tenía cáncer.

—¿Lo viste? ¿Lo escuchaste? —preguntó en esa ocasión Vladimir.

Sanabria acababa de cumplir setenta años y se había jubilado del Instituto de Investigación Clínica de la Universidad Central. Era oncólogo, había dedicado gran parte de su vida profesional al estudio y a la docencia. Al final de su carrera, se interesó cada vez más en asuntos ajenos a los quirófanos y a las jeringas. Estableció un convenio con la Universidad Complutense de Madrid y logró que se abriera en el país la posibilidad de incorporar la oncopsicología como materia en el pénsum académico de la Facultad de Medicina. El tiempo, como a todos, lo había vuelto más flexible. A la hora de su retiro, pensaba que la ciencia no era suficiente para aprender a relacionarse con el cuerpo.

—¿Qué te parece? ¿Qué piensas? —Vladimir había seguido preguntando, con terca insistencia.

No supo qué decir. Reconocerse en una enfermedad, nombrarla como propia, produce un hechizo emocional directo. Un tumor te convierte en víctima de manera instantánea. Pero Sanabria no quiso comentar nada. No deseaba comprometerse demasiado. Sabía que su sobrino, del otro lado de la línea, se encontraba inquieto, muy pendiente de su respuesta. Siempre habían tenido una relación especial, muy cercana, y ambos habían logrado que, durante todos esos años, ese lazo afectivo sobreviviera a la polarización política. Vladimir era un funcionario de confianza del gobierno. Sanabria jamás había votado por Chávez.

Tampoco estaba con el mejor ánimo. Después de dejar la universidad, Sanabria había comenzado a sentirse cada vez más inestable. Pasaba de la ansiedad a la melancolía con frecuencia y con rapidez. Y con la misma frecuencia y con la misma rapidez volvía de la melancolía a la ansiedad. Como si nada. Sin razón aparente, se sentía frágil, indefenso. A veces se despertaba en las madrugadas asustado, como si lo hubieran sorprendido en medio de una fuga. Beatriz dormía a su lado, plácidamente. Sanabria entonces se incorporaba e iba a la cocina. Solía sentarse en un taburete y tomar una mandarina de la cesta. Oía los carros cruzar, a lo lejos, por la autopista. Se quedaba un rato mirando hacia las sombras mientras le arrancaba la piel a la fruta. Sentía cómo su olor penetrante y cítrico iba empujando el olor de la noche, el olor de las sábanas, el olor de ese sueño del que había vuelto a escapar. Morder la carne mórbida lo tranquilizaba. Hincar el diente y sentir saltar el jugo de la mandarina sobre su lengua le devolvía una extraña calma. A veces, también, se despertaba con unas inexplicables ganas de llorar. Y eso empezaba a repetirse, a ser más constante. Cada vez eran más los días en que se despabilaba en plena madrugada con ese desconsuelo atascado en la garganta. En algunas ocasiones se quedaba acostado durante un tiempo, deseando que la tristeza pasara de largo. Aspiraba hondamente y luego contenía el aire en sus pulmones, como si estuviera haciendo ejercicios de respiración dentro de una piscina. Cerraba los ojos. Los abría. Como si despertar fuera lo mismo que hundirse.

Al principio, creyó que se trataba de una crisis pasajera que tenía que ver con cumplir setenta años, con el retiro. Pensó que el insomnio era una forma de duelo. Gradualmente fue entendiendo que se encontraba ante un desequilibrio mucho mayor. Justo lo que tanto había tratado de evitar, por fin, estaba llegando: el país. Sanabria había pasado más de diez años tratando de vivir en las orillas de la realidad, esquivando los conflictos, intentando que eso que llamaban la Revolución no lo tocara. Había resistido todas las dificultades, las peleas familiares, las discusiones en la universidad, incluso la ida de su hija Elisa a Panamá, manteniéndose siempre aferrado al sentido común, deslindándose de los radicales de lado y lado, pensando que todo lo que ocurría era parte de un desajuste provisional que, más temprano que tarde, terminaría resolviéndose y regresando a la normalidad. Pero entonces comenzaron a aparecer las mandarinas en las madrugadas y las inexplicables ganas de llorar. Comprendió que ya estaba saturado. En el fondo, estaba cansado de la historia. Sentía que Venezuela era una mierda, un derrumbe que ni siquiera llegaba a ser país. Creía que la política los había intoxicado y que todos, de alguna manera, estaban contaminados, condenados a la intensidad de tomar partido, de vivir en la urgencia de estar a favor o en contra de un gobierno. Llevaban demasiados años siendo una sociedad preapocalíptica, una nación en conflicto, siempre a punto de explosión. Todos los días podía suceder un cataclismo. Conspiraciones, magnicidios, guerras, atentados terroristas, fusilamientos, ejecuciones, sabotajes, sublevaciones, linchamientos… Todos los días podía acontecer una hecatombe. El país siempre estaba a punto de estallar pero nunca estallaba. O peor: vivía estallando lentamente, poco a poco, sin que nadie se diera demasiada cuenta.

Administrar la destrucción: enterrar la uña en la piel de una mandarina.

Beatriz era mucho más directa: pensaba que Elisa se había ido a vivir a Panamá por culpa de Chávez. Creía que si otro tipo de gobierno mandara en el país, su única hija no se habría visto obligada a emigrar. Elisa y su marido y el pequeño Adrián habían decidido aceptar una oferta laboral y se habían trasladado a Ciudad de Panamá. Vivían en el piso 42 de un edificio con vista al mar y al calor y a la humedad mientras, en Caracas, Sanabria y su esposa aprendían a ser abuelos a través de la pantalla del computador.

La noche que Chávez anunció su enfermedad, Beatriz se sintió vengada.

Sanabria evocó aquel momento. Como si la llamada telefónica de su sobrino hubiera pellizcado de pronto su memoria. Le pareció increíble que apenas hubiera transcurrido un año y medio. Sentía que había pasado más tiempo. A principios de junio del 2011, Chávez había interrumpido una gira internacional y desde el día 6 se había recluido en Cuba. Luego, el gobierno informó que cuatro días después el Presidente había sido operado de un absceso pélvico en un hospital de la isla. La noticia tomó al país por sorpresa. La sorpresa muy pronto se transformó en desconcierto. Se vivía un raro clima de conflictos y las informaciones sobre Chávez eran poco claras, incluso contradictorias. Las preguntas se multiplicaban. Aquella noche, Sanabria y Beatriz se encontraban en la sala, mirando el mensaje del mandatario en la televisión.

—Capaz de que todo es mentira —masculló Beatriz—. Un invento de los cubanos para distraernos.

Sanabria permaneció en silencio, observando.

Chávez lucía flaco y pálido. Se encontraba de pie, tras un podio, y curiosamente leía un texto escrito en vez de improvisar frente a las cámaras. Era insólito que un hombre tan propenso a hablar durante horas frente a cualquier auditorio estuviera constreñido a unas pocas letras, fuera de pronto rehén de un pequeño pedazo de papel.

—No le creo nada —comentó ella.

Sanabria trituró un silbido entre sus dientes, pidiéndole silencio. Quería oír.

El Presidente dijo que le habían realizado una intervención, que le hicieron un drenaje; contó que el 20 de junio debió someterse de nuevo a otra operación, ya que había sido detectada la existencia de un “tumor abscesado con presencia de células cancerígenas”.

—¿Tumor abscesado? ¿Eso existe? —Beatriz preguntó sin mirar a su marido.

Chávez indicó que el tumor se había extraído totalmente y que él se encontraba ya en franca y entusiasta recuperación. Luego comenzó a hablar de la patria y de sí mismo, de sí mismo y de la historia, de la revolución y de sí mismo, de sí mismo y de Fidel Castro, hasta terminar con un nuevo grito de batalla: “¡Por ahora y para siempre! ¡Viviremos y venceremos!”.

Beatriz arrugó el ceño, se puso de pie y exclamó:

—Si es verdad: ¡bien hecho, carajo! ¡Se lo merece! Miguel Sanabria miró a su mujer severamente, con un reclamo en cada pupila.
—Y no me mires así —continuó ella—: el tipo es una mierda y le ha hecho mucho daño a todo el país.
—Nadie se merece un cáncer, Beatriz.
—¡Eso crees tú! —dijo, mientras se dirigía a la cocina. Después de unos segundos, su voz todavía quedó flotando en el pasillo—: Quizás sea un castigo de Dios.

Sanabria meneó negativamente la cabeza, detestaba escuchar a Beatriz hablando de esa manera. Él estaba en contra del mandatario pero era incapaz de compartir esas opiniones, esos sentimientos. Se sentía, más bien, impresionado. Chávez no había permitido que ningún médico hablara, no le había dado chance a especialista alguno, como solía ocurrir en cualquier otro lugar del mundo en una situación similar. Aun desde la fragilidad, se empeñaba en mantener el control. No había dejado que le robaran protagonismo. Mucho menos en ese momento, en esas circunstancias. Acababa de mandar también otro mensaje, estaba dejando claro que la única voz autorizada para hablar de su cuerpo era la suya. Que él era el único dueño de su enfermedad. Que él gobernaba, también, sobre el saber clí- nico, sobre la ciencia, sobre lo que podía conocerse y decirse a propósito de su salud. En el fondo, estaba dejando claro que, incluso desde un quirófano, seguiría haciendo política.

—¿Quién llamó? —Beatriz se acostó en la cama junto a él, comenzó a estirar la cobija sobre su cuerpo.
—Vladimir.

Beatriz detuvo sus manos y deslizó lentamente su rostro. Había un ansia discreta en su mirada.

—¿Se sabe algo?

Un año y medio después, esa decisión permanecía intacta. El 8 de diciembre del año 2012, Chávez se dirigió al país para avisar que nuevamente debía someterse a otra operación. No habló ningún médico, no citó ninguna referencia clínica. Era solo él, como siempre, anunciando por primera vez la posibilidad de su ausencia. En ese momento, Vladimir formaba parte de un equipo de asesores de la Secretaría de la Presidencia. Viajó a Cuba con la comitiva que acompañaba al Presidente. Y a los pocos días estaba de regreso. Y lo primero que había hecho, apenas aterrizar, era comunicarse con su tío. Sin duda, tenía que ser por algo urgente.

—¿De verdad no te contó nada? —preguntó Beatriz antes de apagar la luz.

Sanabria propuso un gesto vago, aburrido. No quería contarle nada. Beatriz últimamente se encontraba demasiado ansiosa. La incertidumbre solo alimentaba su intolerancia. Mentirle era lo más saludable.

—Vladimir me dijo que todo había salido bien, normal.
—Aquí nada es normal.

Volvió a despertarse demasiado temprano. Apenas eran las tres y media de la madrugada. Se mantuvo sentado en la mesa de la cocina, escuchando a la distancia los carros que cruzaban por la autopista, y apretando en su mano izquierda una mandarina.

—Estamos preocupados —le había dicho su sobrino.

El plural siempre es ambiguo. ¿Quiénes eran ellos? ¿A quiénes se refería exactamente? Las informaciones sobre los resultados de la operación no eran claras. La salud de Chávez seguía siendo un enigma, y el hecho de que hubiera dejado abierta la posibilidad de un fracaso, el hecho de que hubiera designado un probable sucesor, le añadía un sudor frío al misterio. Las calles estaban llenas de rumores.

—Necesito que me ayudes, tío.

Sanabria tuvo un mal presentimiento.

—¿Salió bien de la operación? —preguntó.

Vladimir no respondió. Del otro lado del teléfono solo hubo un breve vacío, el eco lejano de un gesto. Sanabria no soportó la pausa.

—¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que vea más exámenes?

Ya antes, en algún momento, su sobrino le había llevado algunos resultados clínicos, pidiéndole a Sanabria una opinión sobre el caso.

—No, tío. Esto es otra cosa —dijo Vladimir. Era evidente que estaba nervioso—. Es algo confidencial. Muy confidencial —repitió—. ¿Puedo confiar en ti?

Sanabria dijo que sí. Pero sintió que la lengua se le llenaba de arena.

—¿Qué necesitas?
—Necesito esconder una caja.

 

Capítulo tomado de la edición de Tusquets Editores, 2015

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