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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Paris, ma grande ville

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La gran ciudad parecía estar sola, como hundida en un lago turbio, cuyas aguas estuviesen a punto de helarse. La luz azulenca se deslizaba solitaria por las calles, con un ligero silbido invernal que apenas traspasaba la bruma que pendía de los árboles desnudos. La luz de los faroles se perdía en las primeras aristas de los edificios y la sombra de los postes no era casi nada sobre las aceras inertes. La gran ciudad parecía como vista en sueños o como durmiendo ella misma su nostalgia.

El hombre llevaba un maletín a la mano e iba a lo largo de una de las rejas del Luxemburgo, cuyos árboles, por entre los barrotes, pasaban hojas casi negras, empañadas e inmóviles. De pronto, se detuvo en la esquina y esperó al que lo seguía.

—Es mejor que hablemos —le dijo.

El otro se echó a reír y se quitó los anteojos para desempañarlos con la solapa.

—Así, pues, ¿sabía quién era yo? —contestó.

—Me está siguiendo desde hace rato, ¿no es cierto?

—¿Desde la estación, quizás? —preguntó el espía.

El hombre del maletín sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno. El espía encendió el suyo con uno de esos yesqueros que usan los campesinos y luego dió fuego al otro. Estuvieron fumando algunos segundos en silencio, y luego el espía dijo:

—Esto sería suficiente para denunciarlo: ahora no se consiguen aquí cigarrillos americanos. Me estoy preguntando —añadió echando humo por las narices—, por qué estación llegó usted…

—Me lo suponía… usted no sabe, ¿no es cierto? Y claro, no puede escribir su informe sin añadir ese dato tan importante…

—Bah! Lo importante es que yo le tenga a usted… pero de todas maneras confieso que me intriga. Cuando lo vi por primera vez usted subía por la calle Vaugirard… Seguramente vendría de la plaza de Rennes… ¿Llegó?…

El otro se echó a reír y se recostó contra los barrotes, pero la extraña viscosidad que rezumían era bastante asquerosa. Retiró la mano y se limpió con el maletín.

—Va a parecerle increíble, pero llegué exactamente allí donde usted me vio por primera vez… Usted se fijó en mí en el momento en que yo me detenía junto al puesto de periódicos… sinceramente me extrañó no ver las últimas ediciones de los diarios londinenses. Cuando me di cuenta de usted, ya no podía escaparme por detrás de la banda marcial.

El hombre tiró el cigarrillo con un gesto cansado:

—No creía que los alemanes tendrían ánimos de tocar.

El espía había apagado cuidadosamente su colilla y la había metido en una cajita de fósforos vacía. Luego se hundió un poco más el sombrero y dijo:

—Sería mejor que siguiéramos.

—¿Hacia dónde?

—Hacia donde usted iba. Todavía es temprano y nadie se ha levantado aún en la Kommandantur.

El hombre se agachó para recoger su maletín y se dió cuenta de que estaba abierto y vacío.

—Fui yo, dijo el espía. Más tarde le devolveré lo que traía… Si es que aún puede serle útil. De todas maneras me quedaré con estas dos cajetillas de cigarrillos. ¡Son tan raros aquí!

El otro se aclaró el pecho y contrajo ligeramente la boca.

—Es inútil —sonrió el espía—. También tengo su revólver. Mejor será que se conduzca de una manera decente. ¡Vamos!

Los dos hombres se hundieron en la bruma. De pronto, el espía se devolvió corriendo y recogió el maletín que el otro había abandonado.

—¿Por qué lo dejó? ¡A lo mejor puede serle útil!

El espía era más bien pequeño, pero vigoroso. Caminaba dando taconazos que retumbaban con una sonoridad helada contra las paredes grises y chorreantes. Llevaba un sombrero gris y anteojos de montura pesada, de concha. Era muy miope y su cara redonda, le daba un aspecto jovial y bonachón. Muy bien se podía esperar de él que se parase en una esquina y dijese al primer transeúnte de aire decente:

—Me parece que usted tiene frio. ¿No quiere aceptar un coñac?

Sin embargo, el individuo tenía por misión llevar al otro a la muerte.

Hacia frio. El hombre sentía que la humedad le penetraba por el cuello y le iba entumeciendo el cuerpo. Sintió deseos de hundir sus manos ateridas en los bolsillos del pantalón, como había visto hacer a los obreros de Saint Denis, aquella vez que habían llamado traidor a Doriot. Eran unos hombres robustos, de aliento de vino que parecía ser fuerza de sangre. Marchaban en grupos hacia el sitio del mitin, con el cigarrillo mal hecho y chamuscado en la comisura, hablando con voces gruesas y decididas, contentos de atemorizar a sus compañeras. Hacia frio, verdaderamente, como aquel día y el hombre sentía como sus manos enrojecidas se iban helando, pero no se atrevía a meterlas en los bolsillos, por temor a que el espía interpretase mal su gesto.

—¿En qué estación estamos? —preguntó—. Se me están helando las manos.

—Ya ve usted —respondió el espía, haciendo un gesto con el brazo—. Deduzca usted mismo.

—Nunca he visto una estación más extraña —confesó le hombre—. Me siento perdido en esta bruma azul, un poco gris… y tan fría y húmeda. ¿Estamos en invierno?

—Quién sabe —murmuró el espía—. Vivimos tiempos nunca vistos. Por otra parte, aunque quisiera no podría decírselo.

—¿Por qué?

—Puede ser útil al enemigo. Allá arriba todo está claro. La bruma sólo yace sobre París. El cielo está azul y el sol resplandece como nunca y sus rayos van más allá del valle del Sena, hacía Normandía, hacia Borgoña… Paris es como una mancha negra y húmeda…

El espía parecía un poco borracho. Se había detenido y quitándose el sombrero, lo agitaba por encima de la cabeza. De pronto bajó la voz y dijo, inclinándose hacia el oído del hombre:

—¡Los aviadores aliados son muy vivos!

 

Habían llegado al Boulevard Saint Michel. Ni un solo hombre, ni un animal, nada viviente. El boulevard se tendía hacia el Sena, como un brazo dormido. La bruma azul giraba lentamente en torno de los faroles en espirales ascendentes que se perdían, diluidas, en el disco negro y algodonoso que se apoyaba sobre los edificios de la ciudad. Detrás de una ventana, una camisa agitaba sus mangas y era tal el silencio que se oía el menudo golpear de los botones contra los vidrios. De vez en cuando caía una hoja de un árbol y su choque se quedaba vibrando en el mismo sitio, como una lámina de acero. El agua sucia corría a lo largo de las paredes hinchadas por la humedad y formaba arroyuelos que atravesaban diagonalmente la acera para caer en la calle y seguir, como una serpiente a veces brillante, a veces sombría, hacia el Sena, cuyas aguas gemían al rasgarse en los pilares de los puentes.

—La nostalgia se respira aquí —dijo el hombre.

—Para nosotros no. Es lógico, puesto que vivimos aquí. Este Paris es una realidad para nosotros, mientras que para usted es posible que no sea más que un sueño…

El hombre se llevó la mano a la frente y se la frotó vigorosamente con el reverso, luego comenzó a silbar una canción de marinos y se detuvo.

—Nosotros… usted, cómo se llama, ¿haga el favor?

—Guichard, Guichard Henri.

—El mío es Paul.

—¿Paul qué?

—Paul cualquier cosa, Paul a secas. ¿Qué importancia tiene, después de todo, que usted se llame Guichard? Guichard es lo que ha heredado de su familia, de gente que hicieron todo por que usted no naciese, quizás. Henri es para la gente que lo conoce a usted, que le atribuye una personalidad…

—¿Entonces Paul y Henri? —concluyó el espía haciendo con el índice un gesto de vaivén entre los dos.

—Si usted permite lo llamaré más bien espía. Soy franco, es uno de mis defectos.

El espía sonrió y sacó una de las cajetillas que había quitado a Paul:

—O una de sus cualidades —dijo después de haber encendido los dos cigarrillos—. En todo caso nos será muy útil, a nosotros. ¿De qué nacionalidad es usted? Por su nombre puede ser francés… o inglés…

—Mi nacionalidad ya no viene al caso —respondió Paul con ironía—. Puede ser útil para el enemigo.

—¡Ah, sí?

El espía se detuvo de nuevo. Tenía la manía de pararse cada vez que iba a expresar una idea a la que concediese una importancia especial. Una costumbre insoportable para el compañero, quien ignorante del momento crítico, se sentía tirar del brazo o de la manga, o de lo que fuera.

—Usted, Paul, es curioso, no se me parece a nadie. Ni en conjunto ni en detalle. Como extranjero es posible que su rostro sea de un tipo diferente al nuestro, es normal, aunque ciertamente usted es latino. Pero lo más raro es que, aun tomados aisladamente, ninguno de sus rasgos tiene semejanza con los de nadie… Me va a perdonar lo que voy a decirle, Paul, pero sus rasgos, ve usted, no parecen humanos.

Paul se echó a reír:

—Usted me está matando antes de que los alemanes me fusilen!

Pero el espía no hacia sino murmurar:

Mon Dieu! ¡Mon Dieu!

Como alguien que ha perdido un objeto valioso,

*

*          *

Al llegar al Boulevard Montparnasse, cogieron por la calle Campagne Premiere. La muestra de un pequeño restaurant, que se encontraba en la acera opuesta, hacia un ruido de hierro oxidado al ser mecida por el viento. Paul mojó un dedo con saliva y levantó el brazo.

—No hace viento, sin embargo.

Atravesó la calle y se colocó lo más cerca posible de la muestra, tratando de leer. Pero la humedad era tal, que los trazos de las letras estaban deformados por los hilillos de agua. El espía lo había seguido.

—Sería mejor que se montase sobre mis hombros.

—Gracias —contestó Paul.

El espía se agachó un poco y levantó a Paul como si fuese una pluma.

—Todavía no puedo ver. Acérquese un poco más, pero no mucho, porque la placa puede pegarme.

La placa, en efecto, se mecía con tal violencia, que casi giraba en redondo.

—Déme sus fósforos —gritó Paul.

—Apóyese contra la pared mientras los busco. Tendré que soltarle los tobillos.

Buscó con cuidado la caja y se la pasó a Paul.

—Es difícil ver —dijo éste—. El viento apaga los fósforos… ¡Ah! ¡Ya veo…!

Paul bajó y estuvo largo rato apoyado contra la pared.

—Debo haberme equivocado —murmuró—. La placa decía: “Au Cercueil”.

—¡No es posible! —exclamó el espía—. Ese no es nombre para un restaurant. Debe decir “Au cerfeuil”, o también “Au chevreuil”. Oiga Paul, usted está buscando a alguien, ¿no es así?

—Yo mismo no lo sé, Henri.

El espía, conmovido por el “Henri” de su compañero, lo tomó del brazo y le dijo en voz baja:

—Viejo, usted quiere ver a Germaine, ¿no es verdad?

Germaine tenía sabor de nieve y su cuerpo la sonoridad cristalina del aire cuando la helada perdura desde hace varios días. La había conocido una noche durante una conferencia sobre política extranjera. Paul había dicho del conferencista:

—Ese hombre es un imbécil.

Y entonces alguien se le acercó por detrás y le gritó al oído:

—Esos imbéciles salvarían al mundo si no hubiese hombres inteligentes como usted.

Era Germaine. Cuando salieron, había nevado. De vez en cuando pelladas de nieve se aplastaban contra el suelo con un ruido sordo; la capa blanca crujía bajo los pasos y era difícil avanzar porque el frio intenso iba helando poco a poco la superficie. La muchacha llevaba un gorro de pieles y un abrigo de pelo de camello que le daban un aspecto cómico e infantil bajo la luz de la luna que brillaba en un cielo casi azul. Marchaban en silencio, seguros de su futura intimidad, pero sin saber cómo llegarían a volcarse el uno en el otro. Paul veía destacarse contra la sombría luminosidad de la noche, el perfil de Germaine y el relámpago de sus ojos cuando los hería un rayo de luna.

De pronto, al cruzar la esquina de una callejuela obscura y mustia, Germaine lo detuvo:

—¡Oiga! —dijo.

A lo lejos se oía el sordo murmullo de la ciudad, semejante al torbellino de humo que se escapa de un acorazado a toda máquina. Era un bramar poderoso y sofocado, de cuya masa saltaban de vez en cuando las notas agudas de un kláxon, para volverse a hundir en el grandioso curso de ruidos. A veces pasaba rozando la superficie, como una golondrina, alguna frase musical que se escapaba luego hacia una ventana iluminada donde una joven miraba vivir su ciudad, por última vez antes de irse a acostar.

Germaine levantó el índice para incitar a Paul a escuchar con mayor atención.

Poco a poco el torbellino pareció girar con más violencia y los ruidos se fueron confundiendo en un aullido bronco que se iba afinando y estirando como las trombas hasta transformarse en un silbido agudo y persistente que iba y venía como un péndulo. Paul sorprendido, miró a Germaine.

—Es en esta calle —murmuró la muchacha.

Lentamente se hundieron en la sombra y fueron aproximándose al chirrido. A cierta distancia la calle formaba un codo y un ramalazo de luz la cortaba. Era la puerta de cristal de un café, un miserable y pequeño tarantín sobre el cual una plancha de hierro, cuyo eje se hundía perpendicularmente en la pared, se balanceaba con un gemido de hierro oxidado bajo el impulso del viento. Germaine empujó la puerta y…

Este Paul que avanzaba bajo la niebla azul y húmeda se estremeció:

—Yo no quiero admitir que entramos en ese café.

—¿Cómo? —se sorprendió el espía.

—Sin embargo —continuó Paul—, estuvimos como una hora o quizás dos. Ella pidió un café con anís, diciéndome que era lo mejor contra el frío. Yo, un cognac. Henri, daría no sé qué por olvidar que entramos en ese café; daría no sé qué por que tú me dijeses: “Pero, viejo, ¿estás loco? ustedes estaban aquella noche conmigo en el teatro”.

—Me parece que esta humedad le está haciendo daño —dijo el espía—. Entremos al restaurant y pidamos un grog.

—¿Ya? —preguntó Paul con una nota de desconsuelo en la voz—. Creo que está cerrado.

Pero era evidente que el café estaba todavía abierto. Uno luz tenue se traslucía en el vidrio esmerilado que formaba la puerta.

Los dos se detuvieron y vacilaron un instante; se miraron, luego el espía suspiró e hizo girar el picaporte.

No había nadie. Las mesas y las sillas estaban vacías y no se notaban sobre los mármoles los círculos viscosos que dejan los vasos de cerveza o de café. El mostrador estaba limpio, brillante la placa de zinc que lo recubría; nadie detrás para servir; un silencio viejo lo cubría todo, un silencio de muchos días, de meses quizá, contra el cual solo luchaba la persistente gota de un grifo mal cerrado. Era un silencio tan antiguo, que ya tenía un ligero olor de moho. En los armarios las botellas estaban muy en orden y sobre el anaquel de caoba en que se picaba el jamón, el último mozo de servicio había tirado en desorden su delantal.

Los dos hombres se sentaron. Guichard sacó un cigarrillo y lo encendió, luego murmuró “perdón” y ofreció uno a Paul, quien hizo un gesto negativo. Al poco rato Paul se levantó, empujando su silla hacia atrás sin que ésta hiciera ruido alguno.

—Todavía no —suplicó el espía.

Pero Paul replicó con voz dura:

—Es necesario acabar. Esto ha durado ya mucho tiempo. Henri, me parece que usted y yo somos unos cobardes. Tenemos que enfrentarnos con la realidad.

—¿Y Germaine? ¿Va usted a destruir todo sin haberla visto de nuevo? Debe estar tan hermosa acostada en su cama. Quizá no duerme, pensando en usted en medio de sus pinturas.

—¿Cómo sabe usted que Germaine es pintora?

El espía trató de ganar algún tiempo inventando una historia extraordinaria y larga, lo más larga posible, que durase para siempre. Pero su imaginación desfallecía ya, y tuvo que decir:

—Me lo suponía, por el retrato que tiene usted en su cartera.

¡Ah! ¿También me lo había quitado?

—Fue lo primero que hice, a causa de los documentos que podía contener.

—Ha debido sufrir una desilusión. Fue una tontería de su parte creer que yo iba a llevar sobre mi algo que me comprometiese. ¿Quiere dármela?

—Eso pensaba hacer —dijo el espía sacando de su bolsillo una cartera de piel de cocodrilo.

Paul la abrió y sacó la foto. Luego la rompió lentamente, metió los pedazos en un cajón de aserrín que había en un rincón y colocó la cartera con cuidado en el mostrador, junto a la vitrina de los sándwiches.

Es bueno que la encuentren aquí —dijo—, pero sin el retrato de la muchacha.

Luego se fué hacia el lavabo, El espía seguía sus movimientos con terror. Cuando Paul abrió la puerta, Guichard cerró los ojos:

—¿Soy yo? —preguntó con voz quebrada.

—No hay duda. Aquí está su cadáver.

—¿Y usted? —preguntó el espía con ansiedad—. ¿Dónde está el suyo?

—Yo pude escaparme. Usted apuntó mal y no logró sino herirme gravemente. Germaine y los compañeros me recogieron cerca del Sena.

El espía se puso a llorar.

—Entonces yo tendré que irme solo, ¿verdad Paul?

—No hay más remedio, Henri.

—Tienes suerte, viejo. Yo también tenía amigos…

Un empujón del viento abrió la puerta del café y la bruma azulenca y húmeda lo inundó como el humo llena la boca de un fumador.

Paul abrió los ojos y sonrió débilmente a Germaine y a la intensa mirada de sus ojos:

—El pobre tipo no quería irse solo —dijo. Y se durmió de nuevo.

 

Del libro Marianik (Suma, 1945)

 

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