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manos que son de nadie me arrancan del cuerpo
Yolanda Pantin
Nunca he sabido cómo abordar este relato. Y nunca lo he sabido porque lo único que tengo a la mano es una imagen de cierre, tan perturbadora como inadmisible. Una periodista amiga, que vivió su niñez en Los Corales, me la entregó (la imagen, quiero decir) como el último eslabón de una cadena. Pero yo descarté la cadena, intrascendente, y ahora no sé cómo llegar a la imagen. La imagen, que quede claro, es el relato, pero a la vez me digo que nada puede acaecer en un solo punto. Se supone que en toda narración siempre habrá inicio, desarrollo, desenlace, pero no una sola imagen, huérfana y puntual. Me ha dado entonces por inventarme los desarrollos, fieles o no, para llegar al rapto final de la imagen. Y esos desarrollos pueden ser diversos, innumerables. Los hay en primera persona (la amiga que escribe de la víctima), los hay en lo que llamaban escritura omnisciente (el narrador que todo lo sabe), los hay a la manera de las tragedias griegas (cuando el coro representaba al colectivo).
Todos estos enfoques se cruzan, indistintos, y me puedo dilatar en cualquiera de ellos, procurando que la absorción del sumidero que es la imagen no termine de concentrar todos los elementos en un remolino voraz.
Pensé en un discurso de intimidad: la amiga sobreviviente que lleva un diario, que escribe de noche, que cree escuchar los susurros de la moribunda. Pensé en un relato de familia: los miembros que hablan, indistintamente, de la hija, hermana o nieta. Pensé en el curso de una investigación: donde la amiga periodista, dato fiel, da cuenta de la pérdida después de atar todos los cabos. Pensé en un testimonio amoroso: el del deudo, novio o amante, que llora la pérdida de la amada, a todas luces lánguida y distante. Son apenas cuatro de los muchos, que pueden contribuir a la escena, pero también de todos pueden tomarse elementos aislados y diseñar un mosaico de varias puntas. Repito que, para efectos de la historia, el desarrollo puede ser variable, aliviar su sed en cualquier fuente, siempre y cuando al final todo conduzca a la irremisible imagen que queremos. El relato se invalida porque vive en función de un descentramiento, porque sus pesos no son iguales, porque su línea de gravitación no es continua. Es un salto, un impulso, una brevedad condensada. Quiere transcurrir, hacerse materia, pero finalmente no puede. Lo que tiene es la imagen, extrema, polar, y hacia allá va como quien cae por un despeñadero. Quien lea estas líneas debe ser benévolo y entender las limitaciones, los cortes
abruptos, los cabos sueltos. Narramos en función de una imagen y la historia es prescindible, mudable según las distintas versiones.
Si de todas las versiones que tengo, trato de extraer datos objetivos, comprobables, me quedaría con tan sólo dos. Uno es una relación perdurable entre dos amigas, otro es un objeto personal. La primera, en efecto, transcurre en Los Corales. Las dos amigas se conocen a los ocho años y se separan a los quince. Viven en casas contiguas, pared de por medio, y son inseparables. Estos datos son incorregibles porque una de las niñas, obviamente la sobreviviente, es la amiga periodista de la que hablo. Para ocultar su identidad real, diré que en este relato se llamará Teresa, un nombre que siempre me ha gustado. Teresa ve morir a su amiga en diciembre de 1999, exactamente entre la noche del 15 y el amanecer del 16, por lo que su testimonio es irrebatible. Pasan los años desde aquella noche infinita y en mi recuento Teresa puede ser la narradora que lleva un diario. Con ella he ensayado tonos, discursos, abordajes. Hoy es una mujer de veinticuatro años, casada con dos hijos, periodista competente, pero quiero creer que el recuerdo la perturba. He escrito para Teresa un párrafo aislado, sin continuidad, que reza así:
Prefiero escribir de noche, sin que nadie sepa. O en todo caso de madrugada, cerca del amanecer, cuando los pájaros despiertan. Lo prefiero así porque estoy más cerca de Tibisay. La escucho mejor a estas horas; me habla al oído. Yo duermo con Tibisay, que es como decir mis pensamientos, que es como decir mis sueños. La mente está fresca a estas horas, fluye pura, y logro pescar el hilo de su voz. Me habla Tibisay, me susurra secretos. Me dice, por ejemplo, dónde puede estar, dónde acampa, dónde nada. Mi vida podría ser placentera, rutinaria, pero en el centro hay un abismo, o quizás un árbol de tronco grueso. Ambos, árbol o abismo, son Tibisay. Los pájaros también me la traen, con cantos o picotazos. Hay reverberaciones, hay silbidos, hay sinfonías puntuales. Un pichón canta entre las ramas de su nido, otro regurgita el alimento que la madre trae. Abro los ojos en medio de la noche y sé que Tibisay es quien me despierta.
De lo anterior se desprende que el otro nombre, el de la víctima, es Tibisay, un nombre que para mí tiene resonancias andinas, pues un hotel de mi niñez, el Tibisay, quedaba en La Mesa de Esnujaque, y cada vez que mi familia podía nos escapábamos desde los campos de Lagunillas para buscar el frío y montarnos en caballos. La mía es también una historia de niñez, y de allí que extrapole el nombre de Tibisay a esta historia que transcurre. Teresa y Tibisay, casi un dúo que canta, casi el emblema de una línea de ropa. Teresa recuerda a la amiga porque muere en sus brazos. Pero ninguna muerte es instantánea, y menos a tan corta distancia, donde el soplo del muerto puede ser tu soplo, sino permanente. Teresa ve morir a Tibisay todos los días, preferiblemente de noche, y esta pulsión, que es un desgarramiento que la arrastra, queda reflejado en un diario que no comparte con nadie. Teresa abre esas páginas y es como si
le hablara a Tibisay. Un salvoconducto, un pasaje hecho de palabras, para tener a la amiga cerca, para lamentarse de su suerte mientras viva. Están los hijos y está la profesión, pero más puede Tibisay, quien la arrastra por aquellos lodos.
He hablado de otro dato comprobable, un objeto, y en este caso se trata de una pulsera, preferiblemente de oro. Una pieza austera, sin rudimentos, simple aro que envuelve la muñeca de Tibisay. Teresa se la regaló en su cumpleaños número quince, poco antes de morir. Quería simbolizar con ello la amistad, la compañía, el amor. Buscó esa pulsera con desvelo, la encontró en una joyería del centro de Caracas. Revisó vitrinas, rechazó modelos, habló con encargados incompetentes, y finalmente la descubrió aislada en un mostrador, fuera de la vista de los mortales, quieta y perdurable, lista para vestir el brazo de Tibisay.
¿Pulsera o esclava?, porque también así la llamaban entre las amigas. Esclava del brazo, se supone, pero también esclava de un regalo que marca una atadura, que fija una sujeción. No podrás nunca desprenderte de la pulsera, no podrás nunca negar que nuestra amistad será por siempre. Eso se decían entre las amigas, intercambiando los roles, a la luz del brillo solar de la pulsera.
No conozco bien Los Corales, hileras de casas que trepan por un pie de monte, pero necesito postular el nombre de una calle, cualquier calle, para que retenga las travesuras y los juegos de las niñas. Será la calle Tovar, sin más, y tendrá en sus aceras chaguaramos, almendrones, uvas de playa que las niñas chupan cuando se ponen moradas y jugosas. La calle será ancha, también los patrios traseros de las casas, y hacia atrás del muro no se podrá saltar porque es el reino de la quebrada, con crecidas que ahogan y veranos que dejan ver peces, ranas y hasta serpientes. Imagino las secuencias que se nutren desde los ocho años y creo que dan pie para un fragmento de diario de Teresa:
Si pienso en el punto más remoto, veo muñecas, o cuerdas, o creyones. Juguemos bajo la sombra de un almendrón, arrodilladas en la grama. Del almendrón caen hojas que son camas, carrozas, naves donde viajan princesas. Puede ser en mi casa o en la tuya; da igual. Tu cuarto para las bodas reales; el mío para los viajes. Amamantábamos a las muñecas, con senos imaginarios y leche que no fue de nadie; las arrullábamos. Saltábamos cuerda de tarde, con rodillas estropeadas, cicatrices en cruz. Luego dibujábamos casas, con esmero, salas amplias y baños que parecían piscinas. Las cajas no podían traer menos de sesenta creyones y el color carne era el preferido. Sacarle poca punta al creyón de color carne, para que dure todo el año. Color carne, color de tus brazos, color de lo que se funde con el barro.
La amistad variaba, se hacía madura. Una cosa es las muñecas de los ocho, y otra muy distinta la adolescencia florida de los quince. Hablaban ya las mujercitas, con pechos desarrollados. Cambio de hábitos, cambio de rutina. Y sin embargo, la amistad se volvía un ropaje blindado, una camisa de fuerza. Se hacían una para la otra, con más intimidad, con más secretos. Saber lo que la otra pensaba, saber lo que la otra se disponía a hacer. De esto hablaba Teresa,
cuando hablaba. Pero Teresa, dicho sea, no hablaba con nadie, o al menos conmigo, por la cercanía de estos últimos tiempos. Años después del deslave, aprovechando cualquier aniversario de la tragedia, escribió tres reportajes amplios, llenos de datos, quizás por el conocimiento de la zona, pero en el fondo esa escritura objetiva escamoteaba a Tibisay, cuerpo impronunciable. Teresa ha llegado a preguntarse si su oficio mismo no se lo debe a la amiga difunta. Después de aquella noche quedó perpleja, inconsolable, pero pasaban los días y se volvía más inquisitiva, más ávida de elementos. Preguntarse por Tibisay era preguntarse por el propio orden de las cosas. El corte fue de raíz, porque con la desaparición de la amiga también desaparecía Los Corales, o buena parte de la urbanización. Perdía su cuarto, su casa, su calle; todo quedaba enterrado. La familia amaneció con la ropa puesta y tuvo que sobrevivir como pudo, hasta refugiarse con los parientes en Caracas. Teresa no volvió a los espacios de niñez, a la tierra donde quedó Tibisay. Prefería evitar esa geografía mortuoria, llena de cruces invisibles, y conformarse con su propia memoria.
Allí viviría Tibisay, en el hilo que teje hasta formar la red.
Deberían bastar los dos elementos de los que he hablado: amistad en un plano y pulsera en el otro. Pero me pregunto si en vez de dos estamos hablando de uno solo: de la pulsera, propiamente, porque es el artilugio que todo lo une. Está en el brazo de Tibisay, protegiéndola, pero es Teresa la que ha fomentado esa protección. Es una alianza, es un destino. En un aparte de su fiesta de cumpleaños, Teresa le entrega la cajita de cuero. Y esto es tuyo, dice, para que la lleves siempre. Tibisay gira la tapa con delicadeza y, entre algodones que fueron nubes, la ve flotando. Junta los dedos de la mano derecha como un capullo y desliza el círculo de oro hasta la altura de la muñeca, como calibrando. Dios mío, dice, está perfecta. Teresa sabe que ella es la pulsera y envolver el brazo de Tibisay es también como abrazarla.
Dejo atrás lo prescindible, que es casi todo, y me concentro en la pulsera, que es como decir la alianza, que es como decir la unión. No importa lo que han dicho familiares, amigos, autoridades, sino lo que piense o recuerde Teresa, testigo de excepción. El orden será el de ella, también la memoria, también el recuento. La imagen de cierre puja por salir y finalmente es la que importa. Es una imagen que dicta, que impera, desde el foso, desde cualquier foso. El 15 de diciembre debería ser una fecha de luto nacional, así lo piensa Teresa, porque todos los ríos crecieron y sepultaron vidas. Pero el relato colectivo, inadmisible, sobrevive en una instancia, lejana y diferenciada. Teresa sintetiza el horror en un solo momento, en un solo rostro. Con esa intimidad vive, y le basta para alimentar el dolor. Está con Tibisay, estará siempre con Tibisay. Podemos detenernos en la lluvia, torrencial, y admitir que no cesó nunca. Los cielos cayeron, fue uno de los reportajes de Teresa. Y con la lluvia, la tierra que sepultaba, las
rocas que guillotinaron. El agua las separa, es lo que ha llegado a pensar Teresa, el agua las retiene en casa. Se están viendo desde las ventanas enfrentadas de cada cuarto: se hacen señas, se ríen. Lo vienen haciendo desde niñas, siempre cómplices. A veces también se hablan, se mandan mensajes. Pero ahora la lluvia consume los días, las deja sin juegos. Lluvia aburrida que no cesa, llega a pensar Tibisay, lluvia que todo lo inunda. La calle Tovar es un río que trae barro, piedras, ramas quebradas. No conviene salir, no se puede salir. Tan sólo guarecerse en casa, como el refugio inexpugnable.
Hay un punto de quiebre, la noche del 15, y es cuando la quebrada de atrás se vuelve un rumor escabroso. Viene subiendo el caudal, precipitadamente, y desde los pisos de arriba se pueden ver grandes troncos flotando. El muro comienza a temblar, como si desde atrás lo golpearan peñas rodantes, y en un instante preciso, irrupción concentrada, se hace un boquete, por donde entra una lengua de barro. Esto ocurre primero en casa de Tibisay, pero luego en la de Teresa es igual, aunque por causas distintas. Allí la tierra del jardín trasero se hunde, como quien descubre un pozo, y el agua comienza a reptar, primero lamiendo los suelos y luego trepándose a los primeros muebles. Ambas familias se refugian en los primeros pisos, para más señas los propios cuatros, y Teresa y Tibisay no dejan de verse desde las ventanas. El estruendo no permite los mensajes, tampoco las señas, que la lluvia sepulta a golpe de goterones. Están en dormilonas, despeinadas, y sólo se ven a los ojos, calladamente. Por un breve instante, acaso destello, cuando Tibisay, con los brazos en alto, trata de hacerle una nueva seña en vano, Teresa recoge el brillo lunar de la pulsera y se la cree llevar al sueño. Porque nada sería más piadoso que esta ruina humana fuera tan sólo sueño, que es lo que Teresa se dice para hallar un principio de alivio.
Si antes era el muro, ahora ambas casas tiemblan. Son golpes graves, son también chirridos. Una vieja máquina sacada de cuajo, un viejo roble que pierde sus raíces. El agua ya no enchumba los muebles porque ya baila a sus anchas, como si acogiera los peces de un acuario. Alguien se asoma por la escalera y puede medir el ascenso de nivel contando los escalones: faltan cuatro, faltan tres, recitan al unísono, como si esperaran el año nuevo. Ya los cuartos no deberían ser refugio de nada porque la casa toda es el lecho del río. La casa, la casa que se mueve. Por una escalerilla auxiliar suben a la azotea y allí la escena se vuelve inadmisible. Para colmo la noche es brillante, lunar, y no tiene pudor en mostrar sus miserias. La última estampa con vida que Teresa recuerda es precisamente la de la azotea: dormilonas mojadas, cuerpos transparentes, cabello goteante que sirve para ocultar los rostros. ¿Acaso se ven, acaso alzan los brazos para dar aviso, acaso gritan con alaridos que nadie oye? La casa de Tibisay se hunde, se esfuma, se despedaza en paredes que flotan junto a las
peñas que bajan. Teresa corre hasta el extremo de la azotea, casi abismo, para rastrear el cuerpo de Tibisay, pero lo que recoge son troncos triturados. Repasa la escena con lágrimas que son de lluvia: primero el rapto, el rapto del cuerpo, como si la inmensidad que es la noche la hubiera cogido a saco. Se hace difícil describir con palabras lo que la realidad tramita en milésimas: algo que desde adentro absorbe, tinta de calamar que todo lo tiñe, beso de ogro que queriendo besar devora.
He dicho que la imagen de cierre es lo que debe quedar, he dicho que las secuencias de cómo llegamos al desenlace poco importan. Pueden ser muchas, pueden ser pocas, puede no ser ninguna. Nos quedamos con una sola pulsión, con un solo latido, irresoluto, porque es el latido que mueve la sangre de Teresa mientras piensa, mientras siente, mientras abraza a Tibisay. Resumo los elementos porque ya el sumidero nos ahoga, porque ya somos remolino. Baste decir que al amanecer del día 16, insomne, Teresa baja a lo que puede ser el piso superior de su casa. Camina sobre barro, trepado hasta las habitaciones.
Sale por la ventana desde donde antes saludaba a Tibisay, como si fuera la puerta a lo que ahora es su calle. Va absorta, entumecida, una presencia fantasmal. Las dos casas ya son una, o en verdad una sola lengua de barro. Recorre, husmea, respira podredumbre. Retiene el rumor de la quebrada, aunque ahora con menos fuerza. Está caminando sobre lo que podría ser el jardín trasero de Tibisay, una especie de ribera de barro que la acoge como arena movediza, su cuerpo hundido hasta las rodillas. Y allí, moviéndose con pesadez, como una rama torcida o un menhir semihundido, ve el brazo saliente con la pulsera de oro. Está hundido hasta el codo, apuntando a los cielos, con el índice erguido. Se hinca frente al color carne de su creyón y tira de la extremidad, con insania, queriéndose traer a Tibisay de cuerpo entero. Pero lo que se trae es el brazo, sólo el brazo desprendido con la pulsera de oro. El río, la tierra o este relato esconden el resto.
Del libro Indio desnudo (Literatura Mondadori, 2008)