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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Plano amoroso de ciudad

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Esta ciudad de nombre aborigen y estampa castellana, de ancas innobles posadas en el verdoso canto de dos manos. Mutando cada día, cada año, de orfandad en orfandad, de olvido a mezquindad. Esta ciudad de niña menstruando, amargada como una novia abandonada. Ciudad de apellido desconocido, hija natural de la desidia y el sinafecto. A esta ciudad corroída por amaneceres desesperanzados, a ella  me debo en el estremecimiento de una plegaria. Entre los céfiros veniales que seducen banderas y palomas, que alebrestan las faldas de las viejas en un juego lujurioso, lamiendo sombreros y barbas, deambulo asido al estruendo de su nombre. Patronímico de pez volador, insondable laberinto con cuerpo de fémina, excitable y arisca, remota y desenfadada, ella es el motivo de esta ciudad estropeada. Lúgubre remanso de amor no comprometido. Su voz eléctrica, de alambre telefónico, siempre me sonsaca al encuentro. Me emociona con sus citas imperiosas y luego me deja sembrado como una tuna a un erial yermo. Siempre lo hace y yo siempre le hago caso. ¿Cómo negarme a su incitación morbosa? ¿Cómo huir del encuentro que presagia fornicación entre sudores y humores, vestidos de nudez y prontos al clímax supremo de un gemido? Ciudad y hembra, acaso una sola, asierran mi voluntad, demandan esta energía hercúlea que me obliga al ritual diario de existir. Ambas, amante y amada, son las protagonistas del plano que dibujo y que en ceremonia privada habré de contarles solo a ustedes, convidados curiosos al tálamo.

De cómo conocí su vulva bendita, enterrada en su cuerpo broncíneo

Llamarse Mercedes no hubiese tenido nada de malo, ni Sandra, ni Andreína ni siquiera Anastasia. Sin embargo en realidad se llamaba Isabel o al menos ése fue el nombre que yo le di. Ella gustaba bautizarse como Julia y yo le decía que ése era nombre romano de patricia  promiscua, que Julia se llamaba la hija de Julio César. Que Julia también fue la hija de Augusto, celebrada por su belleza y su putería que la llevó a ser esposa de Marcelo, Agripa y Tiberio. Pero ella no hacía caso, sacudía su cabello bermellón de capelo episcopal, humedecía sus labios espesos con olorosa saliva y se ponía melosa, a suplicarme con su encanto de sirena caníbal que Julia combinaba con sus bragas de encaje, que eran marca “Señorita Julia”, y yo al borde de la estupidez asentía que ella era Julia, aunque en mis adentros la mentaba Isabel como la Isabel madre de Juan el bautista o como Isabel la católica o Isabel la hija de Fernando VII o incluso Isabel de Portugal, mujer de Carlos V y madre de Felipe II. Ella se hacía siempre la desentendida y le decía a todos que era Julia (sin saber que yo le decía Isabel). De más vale comentar que nunca supe si Julia era verdadero o si acaso sería Mercedes, que nada de malo tendría, o Andreína o Sandra o incluso Anastasia.

Ocaso de hedor insoportable, así fue la tarde que la encontré solitaria, extasiada en vidrieras que mostraban artículos baratos mientras un camión del aseo recogía centenares de bolsas supurantes de líquidos viscosos en Sabana Grande. Este bulevar se parece cada vez más al pecado: hediondo, plagado de detritus y sin embargo atrayente y posesivo. Dobló su cuerpo escarpado y sus senos temblaron, diciéndole al mundo que brassier, ese crepúsculo, no llevaba. Yo me quedé una hora viendo su pecho bambolearse, esponjoso en su curvatura y estreñido en la punta iridiscente de sus pezones. Yo me quedé esa hora como el mesero que soy de un cafetín minúsculo y abandonado de clientes, retorcido en mi inocultable mirar letárgico. Un silbido ancestral, pretérito, silbido que ha pasado de generación en generación, de padres a hijos, un silbido de apareamiento, eso le chiflé. Ella volteó interesada, giraron sus muslos marmóreos, giraron sus tetas túrgidas, giró su cabello de cortina develada, toda ella giró y plantó su curiosidad a la vista impúdica de un mesero de cualquier cafetín minúsculo y abandonado de clientes.

Un hola prendido a la insignificancia de mi voz, un hola atornillado a la delicia de sus comisuras labiales. Un ¿cómo te llamas? estampado en medio de mi inseguridad, un Julia dicho con tanto ronroneo que sonó a mentira. Un ¿quieres sentarte aquí y te regalo un café? con tono de ser el dueño del negocio, un pero que sea conlechito que despertaba las cansadas hormonas de un mesonero luego de seis horas de trabajo.

Estallando en el centro del cafetín, ocupando una mesa desvencijada, ella bebía su obsequio y nada más importaba; ni la vieja quebrada que entre arrugas y orines pedía limosna, ni el semáforo estúpido que proclamaba su desarreglo quedándose en un rojo histérico que aglomeraba el tráfico, nada resistía la comparación ante la visión de ella, como una cascada desde la luna hasta el centro de la fuente de soda. Con dos deditos tomó la taza y su boca se llenó del bullente calor del café atardecido. Yo la miraba crispado de su cercanía, de su aroma a guayaba dulce que anegaba hasta la fetidez de la mierda que el camión de aseo no lograba recoger. Parpadeaba y la brisa elevaba algún largo mechón, cuerda de violín stradivarius, para enroscársele sobre el cuello de cisne. Usaba tacones altos y un caluroso abrigo, raro para esta remota ciudad equinoccial. Luego llegó un ¿te falta mucho para salir? con la curiosidad que despedazaba cualquier negativa, mi en un rato termino sonó a relincho de viejo semental. Dos palabras más, quizá vámonos y okay para turbar la tarde plomiza que se descolgaba entre llantos de malandrines tras una cueriza policial y melodías arrabaleras de radio roto. Atrás quedaba Sabana Grande con su hedor insoportable y la molesta letanía de un vendedor de lotería. Atrás Sabana Grande con su ruido burbujeante de fritanga y el ladrido de un perro sarnoso. Adelante la ciudad ebria de nocturnidad rutilante y ella, contoneando su curvo hemisferio Sur, prensado con los hilos estrechos de una pantaleta afortunada, y por supuesto yo que la seguiría hasta el confín de la galaxia conocida.

Me sé todas las historias imaginables sobre el café. Las conozco y las uso para agraciarme con las mujeres, las bellas clientas molidas por el trabajo y en espera de un mesero que sepa cuentos sobre el café. Con Julia (Isabel) las usé, se las dije embebido en mi certeza africana de que todo resultaría como los dioses lo dispusieran. Ahí va el relato sobre de dónde viene la palabra café, es del turco digo, allá le dicen cahvé a la semilla del cafeto que es un árbol originario de Etiopía de hojas opuestas y persistentes, de flores blancas y olorosas, de drupas rojizas o amarillentas y esa semilla es la coffea arábica que es rubiácea. No se sorprende, muda mira el horizonte acercarse y dilatarse mientras el taxi serpentea la noche. Ahí va el relato de cómo le dicen al café en otros idiomas, kaffee lo llaman en alemán le digo y apenas el leve ascenso del labio superior parece decirme que no se sorprende. El italiano mata, nunca falla, caffé, así le dicen en italiano, casi igual que nosotros pero con dos efes. Nada. Ni el más insignificante gesto para mostrar interés. Lanza todo lo que tengas, la solución extrema, el cuento nuclear para evaporar su ausencia hiroshímica ¿Sabías que hubo un fulano que se llamaba Café? Fue un político brasilero, Juan Café, que ocupó la vicepresidencia del país en el período de Getulio Vargas y al éste morir fue presidente, ¿te imaginas que el presidente se llame Café? Ni la risa asoma su salvavidas de distendimiento para sorberme la angustia que parasita en mi garganta.

El taxi circunda la Plaza Venezuela[1]. Giro inmenso lleno de luces y gotas de agua que saltan de la fuente. Esquivar un motorizado, el autobús que se zambulle en el canal lento. Cruce a la derecha y el carro asciende por la avenida La Salle. Miro a Julia –que es Isabel– con ánimo rijoso en su pose inadvertida. Su olor a animal en celo me excita, mantis religiosa que terminará por engullirme y  solo deseo conocer lo que esconden sus bragas, la tersura de su pecho encabritado, el sabor de su sudor veraniego contenido en las fuentes de su cuerpo. ¿Dónde vamos? resuena en mi boca de funesto cafetero y un tonto no te asustes truena a dejadez entre sus dientes. En la cresta de la línea asfaltada, el muro verdemar del Ávila asombra y nos reporta de la llegada a la avenida Andrés Bello. Explosión prodigiosa de chispa atrasada en el auto. Un este perol ya no aguanta más para notar que hay un tercero en el interior del vehículo y que conduce con la fiereza habitual del baquiano. Giro a la derecha cuando la luz de cruce es servida en un epiléptico tic tac. Rumbo al Este, sendero arcano hasta una calle de lupanares. Estación final. Las pastillas de los frenos se quejan y el hotel expone su rostro más decrépito. Julia (Isabel) descendió del carro y un fresco ramalazo de viento envolvió sus piernas lisas. Yo la seguí con la pompa de un funeral ajeno. Extendí el billete manoseado para que el tercero nuevamente se hiciera presente con un ¿no tiene más sencillo, hermano?

Este farol roñoso, columpioso como las carnes de una tía vieja, apunta con su ojo disminuido a la entrada acontecida del hotel. Puerta sucia, estancia sucia, escritorio sucio, encargado sucio, aliento sucio, dinero sucio, llave sucia, escalera sucia, puerta sucia, cama sucia. Esta habitación huele a humedad, a tránsito imperioso de genitalidad anónima. Julia que es Isabel se desnuda, cae en corola sempiterna su abrigo oscuro, queda la piel destellante de bronce hindú. Desciende de sus herraduras de yegua dispuesta. He prendido con mano diestra la lámpara vetusta que reposa en la mesa de noche. La pantalla perforada por cigarrillos añejos impone su fluctuar de amarillo adúltero. Ahora su olor, el de ella,  olor a jazmín imposible,  ahuyenta la fragancia de naftalina que hacía sentirnos ropas de abuelo en algún closet. Ulula una sirena gritona más allá de los muros encalados. Julia que es Isabel vence la puerta del baño y penetra. La luz íngrima de mi lámpara ocre no llega hasta el lugar donde un grifo comienza su desparpajado gotear para luego ser chorro. Creo que Julia (Isabel) se lava. Cada sonido se describe en mi mente como una película clandestina. Con su índice y su anular riega el jabón por su vulva misteriosa. Oigo la fricción de la espuma por sus vellos, presiento el recorrido lento por entre los labios, imagino al dedo hundirse por el recrecido agujero y buscar desalojar el pasado, la pretérita unción de mil pasos por el bulevar. Luego prosigue la limpieza por sus pezones erizados. Dos botones enrojecidos como fresas siberianas. Sensibles al tacto fuerte, desesperados por saltar de los senos y abrigarse en otra región desusada.

Julia (Isabel) sale y me halla desnudo, flameando mi hombría a la encarnizada ansia de su roce. Comeré de su vulva bendita, enterrada en su cuerpo broncíneo. Saborearé sus jugos que manarán como llovizna. Ella se prenderá de mi forma angulosa y cuando sus nalgas se presenten dividiendo al mundo en dos mundos, me hundiré en el ecuador de sus líneas para ondular en el desvarío de su aguaza y ser feliz y ser feliz y ser feliz y ser feliz y ser feliz, aunque no lo sea.

Primera estación: El Parque del Este

“Toma el Metro. La entrada del Centro Comercial Chacaíto será la indicada. Súmate como un marchante más a la corriente que inunda las escaleras mecánicas. Solo te acompañará el extraño rugido agudo de las piezas de aluminio chocando entre sí, el taconeo voluptuoso de las secretarias sobre el concreto, la voz gangosa que anuncia sabe Dios qué código para el operador García, Wilmer. Frente al andén, una raya amarilla pondrá coto entre tu cuerpo machacado por tazas y vapor y el veloz estremecimiento de miles de espejos adosados a los vagones. Porque esas ventanas son espejos. Uno las ve correr a toda velocidad y puedes reconstruir entonces tu estampa ruinosa en el reflejo estroboscópico hasta que el tren se detiene y tras el abrir marciano de las puertas, vuelves a verte en el reflejo de decenas de estampas ruinosas que no son tú (casi lo podrías asegurar) pero te recuerdan.

El viaje demorará un momento y el murmullo sucumbirá al silencio de verte encerrado con tantos extraños que te recuerdan a ti mismo (¿por qué será que estas razas de obreros engrasados, amas de casas aniquiladas, niños desteñidos, hermosas vendedoras de naderías, monjas intocadas, antes ruidosas hasta el desespero, una vez que ascienden al vagón se vuelven lenguas narcotizadas, con la mirada regañona para quien ose pronunciar una palabra y solamente esta canción moderna del trácata, trácata, trácata, trácata, trácata de los rieles pisados y vueltos a pisar?).

Cuando la voz del chofer te diga el nombre de la estación (¡Estación… Paaarque del Esteeee! dirá con el fraseo del bolero) entonces podrás bajarte de la culebra brillosa. Súmate a la corriente que se devuelve al inconmensurable tránsito. Pero notarás el arribo a otra ciudad. El verde te golpeará la mandíbula y sentirás que la basura rebelde no es tan afortunada en este rincón metropolitano. A tu espalda el cerro tratando de desvirgar al cielo, a tu diestra el río de la avenida Francisco de Miranda, a tu siniestra la larga hilera de autos que se amontonan, uno tras otro, en ejercicio de equilibrista para rodar unos centímetros y luego volver a detenerse por centurias. De seguida la puerta de reja imbricada que te dará acceso al zoológico que tienes enfrente. Habrás llegado. Al mediodía, en la caverna de los tigres te esperaré”.

Ese era el mensaje-mapa que Isabel (ahora sí la puedo llamar así, ya que no está a mi lado) había dejado en la contestadora del celular. Una y otra vez buscaba oír su voz alambrada y otra vez grababa en mi cabeza las instrucciones precisas y preciosas para encontrarme con ella. Un mes, con sus treinta días afanosos, había pasado desde la última vez que la vi. Durante la semana que estuvimos juntos hicimos, cada día de los siete, el mismo recorrido, a la misma hora, con el mismo final. Inmigrante en hotel de putas me creía y las tardes, cuando el reloj comenzaba a acercarse al número mágico de la salida, yo servía con entusiasmo el café, llevaba y traía el azúcar como si aquella desesperación de trabajar fuera un magnético conjuro para que las agujas se arrastraran más rápidamente. Las cientos de cepilladas de dientes con infinitas pastas de marcas absurdas no pudieron cambiar el sabor de mi boca, su sabor de hembra, que se hallaba incrustado en mi paladar como un colmillo de hiena, alimentándose de mi carroña, carroña que ahora le pertenecía. Cuando dejamos de vernos (así, sin explicación) traté de suplir su ausencia con la esperpéntica visión de la ciudad anochecida. Subía como podía a la avenida Boyacá y me sentaba en el mirador invadido por el monte a colectar la vista del valle y de las luciérnagas guardadas en los edificios. Sus luces graves se apelmazaban en un cuadro que yo en mi mente trataba de identificar. Aquello es el barrio de Petare con su ingenua percepción de nacimiento navideño. Tremolaban las lucecitas en su ritmo cardíaco y se veían tan inocentes, tan como que ahí no existe la muerte y todos ríen y bailan en las calzadas y esperan la noche para alumbrar con la belleza isotérmica de los bombillos toda esta felicidad que nos embriaga. Hacia el Oeste, como cíclopes malvados dispuestos a cenarse lo que le rodea, aparecían las torres del Centro Simón Bolívar. Filosas mastabas que miraban con desdén a las modestas construcciones cercanas. Al fondo, de frente, aunque ya la noche se encargara de sumirla en ennegrecidos velos, se encontraba Bello Monte, urbanización mitad cemento, mitad bosque, con sus recién paridos edificios donde los gerentes pudientes hacen lo mismo que yo y me observan como en un espejo de feria  dispuesto para no vernos como somos sino como queremos ser. Ellos viéndome solo, despechado, en el quicio de la avenida Boyacá y yo observándolos solos, angustiados, en los balcones de residencias postremas. Y ahora, luego de un largo mes de treinta días desapegados, la llamada cartográfica, de guía para llegar al reino celestial, que ponía en su voz precisa y preciosa la esperanza de creer que lo vivido podría repetirse.

Caminé bajo el embrutecido sol que atormentaba las calvas y las señoras maquilladas que salen de trotar y girar como satélites, palpándose los culos y creyendo que el esfuerzo les ha borrado la piel cuarteada para incitar al marido, moroso en el amar, a que se ponga al día cuando todos sabemos que no es de ellas la pasión sino de las secretarias deliciosas que en unos años tendrán que asistir al parque para trotar y girar como cometas y tocarse el culo y creer que el amante, moroso en el sexo, se pondrá al día sin saber que ellas ya no son la pasión sino las angélicas mujeres de servicio. En la entrada al parque me venden un ticket que pago contento (¿cómo podría saber este gordo que el ticket que me vende me regala el encuentro con ella? El sujeto me da el cambio y acaso piensa que mi risa estúpida es porque soy estúpido y me río de lo evidente y él en cambio terminará su jornada subiendo a un autobús grasiento en la espera de mil escalones hasta el rancho encumbrado, las sardinas, la arepa y la cerveza, la telenovela de las nueve y este recuerdo del estúpido que pagó contento el ticket). Camino por una vereda y todos los verdes imaginables se amontonan orgiásticamente. Cruzar una larga alfombra, rasurada a veces, con el olor concentrado a grama mojada, con las nubes de mosquitos que en cardumen microscópico emigran al Sur supuesto. Un niño y un balón se patean mutuamente mientras el heladero mueve la campana oxidada proclamando su cargamento de agua congelada. Un famélico muchacho de pelo ensortijado y camisa al borde de la hilacha besa húmedamente a una semilla de mujer. Ellos no me ven y casi entonces me empapo de sus salivas intercambiadas, de sus lenguas aceitosas que se cubren indistintamente mientras las manos frías y temblorosas tratan de apresar cinturas, sostenes, nalgas, vaginas. Ellos no me ven y casi entonces una solterona que observa pájaros y novios frunce el ceño y musita algo que parece ser un desvergonzados, deberían irse a un motel  y yo creo que en realidad lo que dice es cómo quisiera ser ella para que ese flacucho me tomara y me partiera en dos de tanto hundirse en mí.

Agobiante calor de mediodía y apenas allí la jaula circular, atornillada en el terreno donde un tigre deslucido bosteza y se muere de hambre. Me he detenido a mirar alrededor. ¿No es ella la de la pañoleta en la cabeza que pasea agarrada de la mano del catire? ¿No es ella la gorda negra que se corta las uñas tendida en la tierra negra? ¿No es ella la madre torpe que carga al bebé y empuja el cochecito sin saber que tropieza al atleta extenuado? ¿No es ella la sombra cobriza de cabello vinoso que no veo por ningún lado?

El filtro de amor parece vivir en el celular. Lo activo y sabiendo el santo y seña de una clave entro a mi buzón para escuchar, aunque sea mentira, el mensaje bondadoso que me libere de esta espera maldita. Aunque sea un condescendiente lo siento mesonero, pero me salió otra cosa para reírme de mí mismo y mentarme la madre por ser tan bolsa. Y sin embargo no hay nada aguardándome que no sea el fatídico no tiene mensajes nuevos en su casilla. Esperar con esta angustia, depositarla como un fardo de carbón sobre el muro de la jaula y perderme en la inamovilidad felina. El tigre también espera. Uno lo ve sentado como un desempleado, recordando cuando era cazador eficiente y todos los ciervos tenían que huir apenas olerlo. En Bengala su suerte era otra y ahora él es la bengala quemada que duerme su sopor bajo la mirada de estos estúpidos asistentes que le lanzan cotufas y chicles como si él, cazador eficiente de Bengala, pudiera vivir con la indignidad de comer cotufas y mascar chicles.

Pasa el mediodía y la víspera asoma su rostro de patibulario. El teléfono gime que batería no le queda, ha debido ser la cantidad de llamadas al buzón para saber de ella. Solo resta la paciencia y el café que habré de servir hasta las siete. Solo queda volver por donde anduve, memorizando el plano que me dictó y dudando de si seguí correctamente las instrucciones porque a fin de cuentas pude haber oído mal y equivoqué el mes, el día, la hora, el lugar, la jaula, el animal, el desvelo, la vida.

Segunda Estación: El Nuevo Circo

En mi ventana de marco irregular, la anécdota de la ciudad se queda en una suerte de alegoría del Bosco. La nocturnidad sojuzga las vidas exprimidas de la gente y las transparenta hasta hacerlas parecer bocetos intermitentes de oscuridad y hiel. Turba la ciclotímica variedad de luces efervescentes. Mecánicas alusiones que nos hablan de dormitorios poblados de dramas cotidianos, cocinas humeantes con alimentos sacrificados, salas bendecidas, azoteas donde danzan los camisones prendidos a pobres ganchos. Mi ventana me permite ver mi alma. Mi alma que se imagina que ahí, en el arruinado edificio contiguo, una mujer que llamaremos Isabel ha sido abandonada por su marido taxista, o que en otro apartamento, quizá el que tiembla con la armónica mancha de un televisor encendido, vive una mujer que llamaremos Isabel y que paladea el corto último sorbo de un ron con Coca Cola mientras llora las desventuras de sabe Dios qué actriz que ni se imagina que está haciendo sufrir a una dolida dama que llamaremos Isabel. Un carro muele sus pistones en el camino infecto de una calle y un borracho canta un merengue de moda como si fuera un aria de ópera.  Una noche de mirar curioso para creer que se puede mirar todo. Así fue la noche que, cosa inusual y sorprendente, sonó el timbre de mi puerta. Por la rendija del portal observé los pies presurosos que huían como de niño que fastidia a sus vecinos. Algo me obligó a tomar el picaporte y girarlo, para quizá detener el escape risueño de la broma desentonada, y fue entonces cuando  me tropecé con aquel sobre cursi, rosa y equilátero. Ya no había nadie, si es que lo hubo antes. Tristón y alarmante, el sobre pedía que lo recogiera, lo metiera a mi apartamento, lo abriera, lo leyera. Reconocí la letra ovalada e infantil de Isabel o Julia. El mensaje tenía una dirección, una invitación, una escueta incitación a delinquir en las faltas del corazón.

“No te olvido, perro loco. Cruda es la memoria que te evoca a cada instante y tú como si no me quisieras. ¿Qué te hice para que no fueras a la cita y me abandonaras un mediodía a los tigres hambrientos? ¡Yo con tantas ganas de verte y tú tan indiferente! Pídeme que me inmole a los felinos pero no me abandones a la melancolía de sus maullidos obstinados. ¿Querrías intentarlo de nuevo? Yo lo deseo, yo trataría al menos de buscarlo y apostar lo que me queda de cuerpo a que mañana, a las seis de la tarde, asistirás al Nuevo Circo, al coso donde el toro es toro y el hombre también, para vernos. Encuéntrame frente al palco de sombras, si es que mañana la desidia no devasta la Plaza”.

¿Cómo creer en la felicidad que esta nota regala? ¿Cómo aceptar que pudo estar allí entre los gatos grandes de rayas amarillas, entre mis miradas desesperadas y ansiosas y que no la vi, ni ella a mí? ¿Cómo aceptar que es posible volvernos a ver para desmentir la idea que me atormenta y dice que ella nunca existió? Soy un ser de voluntades partidas, ella sabe que me presentaré.

Suena el clarín. Cambio de tercio. Hoy ya es mañana y al crepúsculo no le importa el humo pegostoso, ni la baba de los autos regada como caridad de rico.  Él baja con su responsable espíritu de supernumerario para cortar con sangrante mandarina la frontera entre el día y la noche, no sin antes brindarle al que tenga paciencia y lo observe, las más hermosas melodías de luz. Atestiguan su pasión de artista los indigentes que siempre han tenido tiempo para los rayos crepusculares, los fiscales de tránsito obligados a ser guardianes leales de la muerte del día, los buhoneros agresivos que se drogan con la suave largueza de los brazos solares, miembros que se estiran y se encogen para acariciar cada quicio, cada fortuita hendidura de ángulos por inventar que construye esta ciudad anhelosa y bochornosa.

La polvareda anillada que se eleva desde el ruedo del Nuevo Circo es la única presencia que parece asistir a mi llegada. Tortuoso fue el camino hasta la construcción circular. Lleno de pestilentes tarantines y orines que sumergen las melancolías, el sendero incierto del cafetín hasta el coso taurino no permite que nada bello subsista más allá de los segundos que se roban las fantasías. Agrietado, mutilado en sus líneas principescas, el Nuevo Circo de hoy ya no destaca con su serenidad andaluza, su orgullosa estampa castiza, que lo hizo sitio de grandes corridas y de grandes toreros. Ya nadie da el paseíllo, ya no peinan las arenas del ruedo los monosabios con su dedicada alegría, ya no incita la sangre de los toros a los picadores en sus soberbias cabalgaduras, ya los toros no atemorizan a las señoritas con sus rostros de criaturas viriles, ya los maestros no blanden los estoques ni exponen su sexo –con el ínfimo escudo de un traje de luces– a las inmensas cornamentas en duelo cretense para dilucidar quién tendrá más hombría. Ahora el Nuevo Circo no significa otra cosa más que el mojón territorial que determina direcciones y ayuda a los autobuseros a estacionar y guía a los ambulados caminantes, que en búsqueda de alguna oficina, se pierden irremisiblemente solo para ser salvados por las maltrechas torres que les indican el rumbo a seguir. Ese es el Nuevo Circo que en un duermevela de difunto espera la demolición gubernamental, que todo lo derruye (las esperanzas de los ciudadanos, las finanzas públicas, la historia y las buenas maneras).

Sin capote que me escolte, sin rosas lanzadas de los palcos que toquen mi montera, deambulo por el centro de la plaza. La circunferencia de las barreras me pone límites al paso descuidado y no hay figura humana sentada en ningún asiento. No hay pista sospechosa que me diga que ahí estuvo o está o estará. Solo ando yo, pensativo. Que la tristeza me secuestre, no es nada nuevo. Desde que huyó despavorida –como yo lo hubiese hecho de ella haber tratado de apresarme– la tristeza es una sombra perenne atornillada a mi espalda. No posee pies, así que optó por subirse a mis hombros y dejarse llevar. Yo, que soy tan pasivo y paciente, no intento sacudírmela, cuando sí la acaricio a veces y le hago carantoñas sabiendo que es ella, la brumosa sombra de la tristeza, la única prenda que Julia (Isabel) me dejó.

Me sentaré dos o tres horas a mascar mi desconsuelo, a convencerme de una vez por todas de que su amor –si lo hubo– duró una semana irredenta. Siete días de hotel de ramera y nada más recibiré. A fin de cuentas ¿por qué habría yo de recibir nada si nada he dado a cambio? Sin el trueque de los restos, no hay amor fructificado. Eso lo sé. Lo que uno lee en las novelas y ve en las películas, amores incorruptibles y para siempre, solo suceden cuando los amantes se han jurado cargar los restos del otro. Llevaba Julieta la osamenta de Romeo, llevaba Armand la de Marguerite, llevaba Julio la de la Maga  y entonces si no cargamos los restos de otro, es porque quizá ese otro no lleva los nuestros y vale solamente recordar lo que el bueno de Sam cantaba en un concurrido bar de Casablanca, cada vez que Ilsa le pedía que la tocara otra vez, aunque a Rick lo hiciera llorar[2].

La noche nombrará notario para que se sepa que en el Nuevo Circo vegeta un amante sin restos que cargar, y aunque a sus espaldas la tristeza funja de capa, la ineludible marcha de las horas proseguirá sin darle tregua. Luego mañana, otra vez, quizá, será hoy.  

Tercera Estación: Zona colonial de Petare

Deben estar las nubes tan altas que no se enteran de la tragedia de Caracas. Van a paso de procesión pero nadie ve el santo que guía. Se mueven cada una por su lado, como si no se conocieran. Se enroscan en sí mismas, nudos que se hacen y se deshacen. A lo mejor, las más pequeñas, desesperadas por llegar a ningún lado. Las sabias, las gruesas y pétreas nubes, no se inmutan, conocen del sendero añil que las contiene, de los aviones y sus alas escamosas que las cortan, de la luz vomitada por el sol que las rodea. No hay espejo en el cielo ni somos su reflejo. Nosotros anegados y nerviosos, moviéndonos con ilusión dromedaria, de un lado a otro, sin consuelo ni destino. Ellas, las nubes, rígidas aunque se curven, siempre de la mano de las corrientes, seguras de que no hay suerte distinta más que seguir en cabriolas hechizadas, en rondalera de aburrido continuar. El cielo es otro mundo. Volví a escuchar la voz escapada de Isabel mientras lavaba tazas en el café. Mi celular, desempleado desde hacía semanas, volvió a su esquizoide ring. Es Julia me dice como si yo hubiese podido borrar de mis orejas su tono vocal. Necesito verte, necesito explicarte todo, este desencuentro que me trae por la calle de la amargura y estoy a punto de decirle que esa calle no es tal sino una avenida con decenas de carriles y en todos, la velocidad marea. Esta tarde, a las seis, en Petare, en esa zona donde las casitas son como de muñecas. Júrame que irás… no sé de mí si no vas…

Puedo respirar otra vez cuando el teléfono se corta. Puedo dejar de sudar cuando la llamada es colgada. Si la tengo enfrente probablemente sudaré sin parar y no respiraré hasta morir, pero mientras tanto le diré que nunca fui a los otros encuentros. Que sola quedó en sus citas porque siempre creí que no iría. Que me la imaginaba por horas  frente a un tigre o en medio de la plaza de toros y yo sentado en un bar relamiendo un brandy sevillano mientras ella esperaba como una pendeja a que el sol cayera (o se cansara de inundar todo con el pegadizo amarillo que emana) y se sintiera burlada en su amor, que mucho tendría si esperó tanto. Luego podría morir por falta de aire o deshidratado de tanto sudar. Todo por recuperar algo de mi orgullo de gallo en palenque, todo por sentirme hombre que abandona, nunca abandonado, y salvar mi risa extraviada en alguna fotografía desenfocada antes de conocerla. Luego la invitaría, por lástima, al hotel nuestro para mezclarnos en las fauces de las sábanas y olvidar y olvidar y olvidar y olvidar que somos infelices.

Sentado en el incómodo trono de un autobús, me deslizo por entre vehículos que jamás he visto y sin embargo reconozco como si me pertenecieran. Esta manía ridícula de ponerle nombres de próceres a todo, mi liceo, la plaza de mi niñez, la avenida que ahora circulo. La Francisco de Miranda, que tal es el nombre que bautiza este charco extendido por varios kilómetros, se congestiona y luego escupe a los pacientes carros. Yo los veo con ojos de lagarto, con ojos de quien no le importan y a pesar de ello me concentro en retener en las pupilas los trazos continuos que forman los autos detenidos en los semáforos. El barniz de la pobreza tiene pintada a la ciudad. Las brochas han pasado sus cerdas por la gente que, desde el trono de mi autobús, se ven como falenas irremediablemente condenadas a entregar la poca vida que les queda a la noche antropófaga. Ha subido un niño al transporte y en él el barniz se detuvo a realizar una obra de arte. Los pinceles han construido una magnífica pieza de la miseria y el sufrimiento. Sus labios resquebrajados enseñan los pocos feos dientes que guarda la lengua. Sus cuencas, casi vacías de infancia, miran con la microscópica sapiencia del que todo lo ha visto. El atuendo celebra a un jugador de básquetbol o a un pelotero  y nada hace pensar que algo más lo haya vestido en siglos. Señores pasajeros, si me disculpan, no deseo interrumpiles pero necesito una ayudita para no consumil drogas o caer en la delincuencia. Pol módicos 10 bolívares usté podrá compralme estos caramelos de menta, muy ricos y saludables, y me estará ayudando a no cael en el vicio. Así, tan mal hablado, pero tan lleno de una seguridad profesional que nadie podría contravenirlo. En medio de su desesperación, el orgullo lo planta robusto a la puerta batiente del autobús y si no se avergüenza de la pedigüeñería, los pasajeros sí acusan el golpe. Sacan las pocas monedas y no pueden mirarle a la cara. Uno que otro se bate con incomodidad en el asiento destartalado y parece responderle ¡Qué vaina, carajito!… gran cosota que tú estés jodido… ¿acaso no lo estamos todos?

Para el colectivo frente al Unicentro el Marqués y tras el cambio de viajeros apretujados, sigue rumbo Este por el entramado detenido de los carros, culo contra cara, de la avenida. Pasando el Hospital Pérez de León me bajaré. Cruzaré la vía por la mitad, aunque una pasarela corroída por el olvido se eleve en la proclamación de su inutilidad. Me hundiré en la espesa formación de personas que suben peldaños agotados. La zona colonial de Petare queda levantada por sobre el dominio de la mugre, escondida con descuido entre las calles modernas que la compactan a un cuadrilátero de pasado intacto. Pero no es cierto que esté tan intacta. Si uno se acerca y ve las paredes de las casas antañonas se daría cuenta del maquillaje populista, de la pintura de caucho servida recientemente para disfrazar las estrías, los desgarrados signos de la inclemencia y su memorioso tránsito, para hacernos olvidar los anuncios de cerveza Zulia, de EMSA, de los televisores Philco, de las pinturas Pinco Pittsburg, del Jarabe Garlin, de los caramelos Fruna, del aceite Branca y otras tantas cosas que ahora solo existen en las mentes arterioscleróticas que no saben que el mundo se movió hacia adelante mientras ellos se encunetaban.

No había reparado en la murmurante danza de las hojas secas pendiendo de los árboles. Se friccionan como si nada más existiera, como si abajo no jugaran los niños con un balón anémico o como si las madres con sus pírricas bolsas de mercado no patearan las baldosas de la plaza, en la vuelta al hogar endeble de bloques y techo de zinc. Las hojas se frotan con lujuria y uno las oye gemir y confesar la inmensa terquedad que es existir entre las ramas, bamboleándose en un ejercicio circense. El frescor presagia turbión. Yo, sentado en un banco frío, agradezco la templanza del clima benigno, sobre todo después de la subida empeñosa que tuve que hacer para llegar a esta plaza colonial de Petare. No tiene caso preocuparse por la mujer que espero. Desde el momento de su llamada supe que lo habitual se repetiría. Yo sembrado en algún rincón, ella peinando su indolencia en alguna  peluquería. Sin embargo algo me dice que ella siempre viene y soy yo el que no puede encontrarla. Parece una locura – o al menos una estupidez– pero no puedo dejar de sentir en este atardecer de seis pasado meridiano, que ella se encuentra a mi alrededor, sentada en el banco vecino quizá, tan ansiosa de mí como yo de ella. Sintiéndose defraudada de mí y mi desvanecencia. Triste, como cualquier amante dejada a su suerte, tristísima como yo me siento ahora – de corazón estrujado y ojos húmedos– mirando a cada lado para esperar ser sorprendido por su silueta de elegante estructura, arrastrando su olor de guayaba o de pomarrosa inolvidable. Será que esto que siento me hace invisible y tan inasible como un puño de viento, y entonces debo fabricarme excusas para tratar de vivir con normalidad, aunque ése sea un término que no me pueda aplicar. Suena a destino escrito estas citas impulsivas y luego el desencuentro. Y como destino no me negaré a la costumbre. Después de todo ¿quién soy yo para oponerme al destino?

Del plano descarriado (o sin rosa de los vientos)

Un paso sigue al otro. Un zapato se mueve automáticamente hacia la dirección que señala su punta. El otro hace lo mismo luego de que el primer tacón toca tierra y si no fuera por el charco que funde el barro con la lata vacía, todo sería monotonía en traslación. He caminado decenas de veces el trayecto incómodo de la avenida Panteón o la avenida Vollmer, sin mucha noción de cuando una se hace la otra. Cada vez que termino el trecho, reanudo la marcha en dirección contraria y los vendedores de perros calientes, que limpian neuróticamente un carrito malogrado, deben creer que soy un loco o un desempleado. Los miro mientras en un ritual de mediodía sacan el pan humeante, le internan la salchicha y luego proceden a verter, con acrobática destreza, las verduras y las salsas ante la visión atenta de un comensal muerto de hambre. Yermo, aunque camine con natural sentido, cruzo las aceras atestadas de fritangas y esqueletos de electrodomésticos (¡qué congoja la de esta nevera huérfana –como un barco encallado– junto al poste quebrado!). Como un perro humedecido por la llovizna ladina, me agito frenético para sacudirme este agobio. No me hallo en casa. El televisor, nunca tan usado como ahora, se cansa de berrear sus telenovelas idiotas y yo ya no me creo los amores de la sirvienta con el hijo rico de la mansión. ¿Dejará de derramarse este chubasco que diluye los amores? Pienso en lo que tenía hace apenas unas semanas. Y aunque no era valioso, lo supuse seguro. Más la vida se encarga de lanzarnos en cara su rabiosa verdad, esa que dice que lo único cierto es la muerte piadosa que nos saca de barrancos e incoherencias y nos deposita, con sumo cuidado, en los terrenos del olvido. Nada nos llevaremos entonces, ni esta muestra telúrica de esfuerzo y subsistencia, ni las lágrimas ridículas que drenaron las pasiones, ni las carcajadas robotizadas que nos hipnotizaron con su alegría clonada, ni siquiera los recuerdos que guardábamos como cofres de tesoros corsarios, porque a fin de cuentas pesan mucho y no nos servirán entonces. En una banqueta que separa la Biblioteca Nacional de la tumba obscena de un general enano, muerto hace siglos, está sentado un viejo de barba rala. Sus ojos sucios y aguados parecen decir que anda en lo mismo que yo. Que a lo mejor lo dejó una Isabel que se dice llamar Julia y postrado ante el ancla enorme de su vida rota, no puede sino sentarse a mirar con ojos de pecera y esperar la visita atolondrada de la muerte para conversar con ella, para estamparle un beso afectuoso en la mejilla y dejarse llevar a donde ella diga, sin preguntas imprudentes ni miedos inculcados por curas. Él quizá rece, rece para que el tren salga antes y no lo deje arrumbado como un pordiosero, que no es, porque él trabajó todos los años de su vida, incluso los que no vivió. Me habría gustado sentarme a su lado, decirle con voz de nieto que yo sé lo que le pasa (porque a mí me pasa también) y le preguntaría si no le importa que lo acompañe, que me quede con él rumiando mi lamentación de bolero. Pero está dicho que ese andén es solo para uno. Yo estaría de más, como de más estará quien se quiera sentar en mi banqueta a decirme que sabe lo que siento porque él mismo lo siente también.

Dejé el celular en el apartamento. Ese artefacto imbécil que solo sabe aullar y abrir una diminuta rendija entre nosotros para hacerse el importante y cuidar las noticias y preservarnos del contacto con los que amamos u odiamos. No lo quería ceñido a mi cintura, habitante vecino de estas vísceras mías que no me dejan en paz con sus quejas y sus pruritos de anarquista desubicado. Allá quedó, en una gaveta mohosa de mi apartamento, flanqueado por calcetines sucios y libros que ya he leído, para que experimente la misma miseria cardíaca del abandono que hoy me asiste. Venganza ingenua, pero al menos venganza.

Este plano de afecto se ha tornado en mapa de región maldita. Oscurecen sus paralelos y meridianos, sus trópicos enigmáticos imponen monzones donde no los hay, archipiélagos de selvas tórridas, ínsulas fantásticas sin latitudes y el imperdonable desliz de haber extraviado el sextante.

Solo queda caminar hasta tropezarse con el rumbo. Solo queda caminar para aliviar el ardor de los intestinos. Solo queda caminar entre el rocío terco que empapa. Solo queda caminar, aún sin pies ni piernas. Solo queda caminar y yo lo hago entre la avenida Panteón y la avenida Vollmer, aunque no tenga noción de cuándo una se funde con la otra.                                                                             

Estación final: Los Próceres

Al Sur de Caracas, bordeando la autopista que saca los autos hacia el centro del país, está el monumento a Los Próceres. Lo militar en este pueblo engreído tiene condición de estilo arquitectónico. Militar es la casa del presidente y su despacho, militar son los edificios públicos y los liceos, militar son los puentes y los superbloques. Imagino que ser habitantes de tanta estructura militar nos vuelve militares, después de todo en nuestra historia no hemos sabido sino ser militares y cumplir órdenes. Alguien mandando y muchos obedeciendo. Incluso cuando los españoles se creían dioses, su legado de ingeniería fueron fortines que a modo de alcabalas se enterraban a cada palmo del camino hasta La Guaira. Luego las iglesias y las casas de los mantuanos –que así les decían porque usaban mantos, aunque el clima atestiguara que aquello era una soberana pendejada– tuvieron también su sabor a cuartel de conscripto y Caracas se levantó como un gran fuerte sin muralla, porque no daban los reales para hacerla, pero tan incuestionable que hizo decir a Bolívar que Bogotá era la ciudad de la universidades, Quito la de los templos y Caracas la de los cuarteles.

En Los Próceres, las tardes de sábado y domingo son de la gente, que no sabiendo que son militares, deambulan con poca marcialidad por el gran paseo bajo las miradas celosas de los prohombres de la patria. Para eso quedaron después de todo, como disecados policías de punto, estíticos y estirados, pisando sus nombres –porque los llevan como placas en los pies– y siempre con el accionar congelado de sacar la espada, girar hacia un lado, ordenar una carga. ¿Por qué las estatuas de los próceres siempre las harán así, en movimientos incompletos? ¿Será alguna broma de mal gusto que puso de acuerdo a todos los escultores  para decirles a los mundanos paseantes que el trabajo de los titanes quedó detenido, inconcluso, y alguien debería terminarlo?

Desde hace meses vengo puntualmente a las seis, todos los sábados y a veces los domingos también. La vida se reconstruye o al menos le nace liquen sobre el resto anterior y pasas a tener otra forma de vida, pero inevitable vida. Nada dura tanto como para que lo logremos olvidar, ni nada es tan doloroso como para hacernos olvidar, acaso guardamos en el alma un cierto recuerdo masoquista y nos gusta conservar las sombras chillonas que nos atemorizaron, para de vez en cuando asustarnos nosotros mismos y no perder la costumbre de sentirnos infelices. Rehago los pedazos y los junto (nadie sabe realmente cómo pegarlos), pero sirven igual, son nuevamente cristal azogado para reflejarnos en la deformidad de nuestros días castigados. A las seis trotan las niñas melindrosas con sus alhajas de imitación, pedalean las bicicletas los jóvenes y retumban los timbres, solo por el placer de hacerlos sonar. Me gusta ver a los recién nacidos arrugados de ojos asiáticos que miran comprendiendo (o comprenden sin mirar). Con paso anciano camino los largos trechos de mosaico embutidos en fuentes que no escupen agua, los graffitis nada heroicos que pululan entre las citas bolivarianas y los dos monolitos que, encumbrados con nombres que nadie menciona, sostienen sin mucha convicción la bandera desplegada. Más patrióticas son las palmeras que como guardias de honor no han dejado ni un momento de batirse al viento. Con prusiano optimismo exudan el verde oceánico con el que recibieron a Colón y ni a pesar de los años convulsos de las guerras y las revueltas se han amedrentado. Siguen estoicas y tensas al riguroso silbar de la brisa. Al fondo, un recluta de uniforme desentallado y fusil exagerado, limpia su frente del sudor tozudo que mana y mana desde el casco, mientras quizá piense en la novia gorda de lycras mínimas que lo espera el día de permiso. La sanidad que estos paseos me ha regalado la aproveché para buscar otro trabajo –ahora vendo flores en un jardín donde una nariguda andina de senos desmedidos funge de dueña y yo aprendo todos los días de plantas y vegetales para poder decirle cosas a las molidas clientas que traspasan la reja del vivero–. Mi apartamento sigue igual, en el mismo edificio de pasillos encerados, de mármol lechoso y barandas raspadas por las manos de los que suben las escaleras. El ascensor es la misma caja gris de puerta con asa y botones negros, de espejo sucio y escritos vulgares[3]. Ya no tengo que trabajar hasta tarde, a las cinco la jefa dispone la salida. He botado el celular, a fin de cuentas nadie me llamaba y se había vuelto un estorbo, sobre todo cuando debía agacharme y recoger los pétalos cobardes que escapan de los ramos. No puedo negar que lo que más me gusta hacer son las coronas para los velorios, hay un no sé qué a regalo de adiós que me atrae de especial manera y ustedes saben lo apegado que estoy a las despedidas.  He descubierto también que mi flor preferida es el jazmín. No sé por qué pero a veces su perfume me pone melancólico. Poco es lo que queda de Julia, a la que le decía Isabel y en realidad siempre fue Isabel. Se fue apagando y yo la dejé ir. No hubo más notas, ni mensajes que increparan. Sus formas se disolvieron entre las noches y ni la ginebra ni el bolero ramplón me cuidaron de mis demonios. Podría decir que estoy curado y que he vuelto a guardarme en mi crisálida de cortina lepidóptera. Una de estas tardes – no recuerdo bien cuándo– la vi pasear del brazo de un señor de canas y corbata ridícula. Ella no me vio, solo flotaba en el antebrazo velludo y agitaba su larga melena que ahora es de oro cochano. Todavía lleva el abrigo que jamás entendí y su piel sigue siendo bruñida. Ella no me vio, pero yo sí. Y me sentí bien. No extrañé ser el brazo que la llevaba y ni siquiera un breve pasaje anterior, de los que recordaría si me esforzara,  vino a mi cabeza para amargarme el día. Una visión poderosa que me obsequió una sonrisa leve, casi pedante, en mi cara. Pero nada que fuera desprecio o mala intención. Debió ser el ramillete de rosas blancas que Isabel o Julia llevaba cuando pasó frente a la tienda, lo que me absorbió con su aliento silvestre. Sí, debió ser eso, y la sonrisa atómica que se paseó por mi rostro, los que me tranquilizaron y entonces me di cuenta de que podía respirar y no sudaba. Para vivir, lo mejor es no darse cuenta. A mí al menos me funciona así.

 Coda

 En un bar de Sabana Grande, rotundo y blondo, Julia bebe el corto largo trago de anís. Sus medias negras raídas, su abrigo derrotado sobre el respaldar. El rimel corre con las lágrimas desbarrancadas. Suena un tango en la rocola herida.

Belisario, el oscuro barman, frota hasta el cansancio un vaso de vidrio. Un cliente sodomizado por el alcohol no deja de ver llorar a Julia. Recostado en la barra apenas tiene aliento para preguntar por ella y la hueca voz del negro solo responde que es un despecho. Que alguien la dejó y nunca se despidió, un mesonero – creo– que la amó como nadie aunque nunca se lo dijo y por más que ella trató de encontrarlo, de verlo y decirle que también lo amaba con locura, él jamás apareció.

Niebla del riachuelo

amarrado a un recuerdo te sigo esperando

Niebla del riachuelo

de ese amor para siempre me vas alejando

Nunca más volvió

Nunca más lo vi

Nunca más su amor nombró mi nombre junto a  mí

esa misma voz que dijo adiós.

 

El tango de Enrique Cadícamo sigue sobándole la espalda a Julia.

 

—-

[1] Ya que lo pienso bien, esta Plaza Venezuela de ahora tiene identidad nueva. En los años que la conozco ha cambiado al menos cuatro veces de personalidad. Siempre circular pero con matices diferentes. La vi una vez sin niveles, una vuelta y ya. Luego tuvo un pequeño camino subterráneo y en todo ese tiempo notaba con emoción la arepera que el Zorro -o Diego de la Vega- anunciaba con un neón que cambiaba para agitar el látigo. Hoy la plaza sigue circular pero nadie la conoce. Y la arepera o el Zorro ya no están.

[2] You must remenber this

A kiss is still a kiss; a sight is just a sight.

The fundamental things apply

As time goes by.

And when the lovers woo, they still say, “I love you”.

On that you can rely;

No matter what the future brings,

As time goes by.

[3] El que más me llama la atención es “Emerson se acuesta con Yubirisaida” porque suena a noble explorador británico poseyendo a una princesa africana. Me gusta la metáfora que podría aplicarse a la historia del país. Y es que eso es lo que han sido por centurias nuestras pobres naciones equinocciales: accidentes sexuales.

 

Cuento ganador del 60° Concurso de Cuentos de El Nacional (2005).

Publicado en el libro Todas las ciudades son Isabel (Editorial Equinoccio, 2010)

 

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