El cuento fantástico venezolano en el siglo XIX de Carlos Sandoval

21/ 05/ 2013 | Categorías: Herramientas

I- Proemio: el cuento venezolano

Desde la publicación de la primera antología sobre el género, en 1923, por Valentín De Pedro y hasta 1975 cuando el Instituto de Investigaciones Literarias de la Universidad Central de Venezuela edita la Bibliografía del cuento venezolano (Larrazábal, Llebot, Carrera), la crítica sostuvo encarecidamente que el inicio del cuento en Venezuela podía fijarse hacia la última década del siglo XIX. Esta afirmación se transformó en una especie de axioma divino, refrendado cada cierto tiempo por nuevas antologías o trabajos de conjunto relativos a la narrativa producida en el país; antologías y trabajos -es el caso de decirlo- planeados caprichosamente, desde el punto de vista histórico y metodológico, orientados antes por un imprescindible afán divulgativo, pero inexcusables dentro del ámbito de los estudios literarios. Así, De Pedro anota, por ejemplo, que: «En un cuentista hay siempre un novelista, pues ¿qué es un cuento sino una novela breve?» (1923. Citamos por la edición de 1979: VIII), con evidente confusión de dos géneros bien delimitados1. Por ello, en su corto prólogo a Los mejores cuentos venezolanos prefiere la enumeración de algunos novelistas destacados para la fecha en la cual escribe la presentación al volumen (1922), mientras que de los escritores de cuentos en boga apenas traza comentarios del tipo: «Entre los cuentistas puros debemos contar a Carlos Paz García» (De Pedro, 1979:VIII), sin más aportes sustanciales. No obstante, el mérito de aquel trabajo antológico es innegable: mostró en su momento la existencia de un proceso narrativo que venía desenvolviéndose, al menos, desde los años de El Cojo Ilustrado (1892) y Cosmópolis (1894). La mención a estas dos publicaciones en tanto órganos que auspician el cultivo del cuento venezolano es reveladora: en adelante los trabajos de abordaje al proceso enmarcado cronológicamente por De Pedro alrededor de las dos revistas caraqueñas se convertirá, junto al espacio que cubre la última década del siglo diecinueve, en el punto de arranque de nuestra cuentística. Empero, debemos agregar otro elemento, también señalado en esa primera antología: el modernismo.

De esta época, parten dos corrientes literarias distintas aunque paralelas, dos clases de escritores: los que ahondan sus manos en el suelo nativo para formar con su barro los personajes de sus obras; y los que tienden su espíritu como un campo abierto a la cultura extranjera y a la semilla del modernismo […] (De Pedro,1979:VII).

A la primera corriente se adscribe uno de los fundadores de Cosmópolis: Luis Manuel Urbaneja Achelpohl (reconocido como uno de los iniciadores del criollismo en Venezuela); el modernista por antonomasia será, entre los que trabajan la prosa, Manuel Díaz Rodríguez. Ambos escritores han sido señalados como pioneros de un proceso narrativo que en el siglo XX se consolida y expande. La contribución de El Cojo Ilustrado, mucho más prolongada en el tiempo que la de Cosmópolis2, se constata con la mención de los relatos que de estos narradores se publicaron en sus páginas: siete de Díaz Rodríguez, entre 1898 y 1904 (entre ellos, casi todo el material del libro Cuentos de color, impreso en 1899 en la tipografía de J. M. Herrera Irigoyen, director del quincenario); cuarenta y tres de Urbaneja Achelpohl, entre 1896 y 1914 (uno de los cuales formaría parte de su primer volumen de cuentos: Los abuelos, editado, justamente, por la Imprenta El Cojo en 1909).

Estas acotaciones causales acerca de los orígenes del cuento venezolano bastaron a De Pedro para componer su antología estableciendo, simultáneamente, el boceto del mapa narrativo que en 1940 permitió a Arturo Úslar Pietri y a Julián Padrón publicar la segunda muestra del género, aquella que mayor influencia produjo en la crítica por el estudio introductorio que la acompañaba: «Esquema de la evolución del cuento venezolano», suscrito por Úslar.

A partir de ese año, los estudios sobre narrativa corta en nuestro país se mantuvieron dentro de las fronteras establecidas por aquel esquema. Retomaba Úslar la idea de que el cuento venezolano se había iniciado en la última década del siglo diecinueve y alrededor de las revistas El Cojo Ilustrado y Cosmópolis, específicamente entre los años de 1890 y 1910 -período al cual rotula como el de la «primera generación» de cuentistas adscritos a las mencionadas publicaciones. A los insoslayables Díaz Rodríguez y Urbaneja Achelpohl agrega a Pedro Emilio Coll, a Alejandro Fernández García y a Rufino Blanco Fombona. Este grupo representa entonces, desde la perspectiva de Úslar Pietri, el núcleo que da origen al desarrollo del cuento en Venezuela y que más tarde se entronca con una «segunda generación», del año 1910, y así sucesivamente hasta completar un panorama que abarca cuatro décadas de producción cuentística (1895-1935). Todas las generaciones que describe se agrupan en torno o al socaire de alguna revista, una relación que venía dándose desde los tiempos del movimiento romántico.

Con este «esquema» evolutivo, Úslar profundiza el esbozo que sobre el establecimiento del género en el país había señalado Valentín De Pedro de forma poco convincente. A la influencia del modernismo incorpora el aporte del naturalismo francés, el cual condujo a la materialización de una «literatura narrativa de valor cierto» (Úslar Pietri, 1940:4), pero mantiene los linderos cronológicos y los nombres esenciales de los narradores que en apariencia dieron inicio al proceso del cuento venezolano anotados por el primer antólogo.

En el fondo, los presupuestos críticos manejados por Valentín De Pedro y luego en la Antología del cuento moderno venezolano compilada por Úslar y Padrón (con su clásico estudio -el primero que, exclusivamente dedicado al género, se escribió en el país-), tenían como sustento ideológico y, en consecuencia, como soporte de análisis historiográfico, la tajante posición de Gonzalo Picón Febres expuesta a lo largo de su controvertido libro La literatura venezolana en el siglo diez y nueve: todo cuento o novela que no vindicara detalladamente el «olor de nuestra tierra […], la luz de nuestro cielo y […] la fragancia de nuestra espléndida vegetación», quedaba recluido en una especie de vitrina de curiosidades exóticas y desterrado para siempre del conjunto de la narrativa patria (Picón Febres, 1906:47). Por supuesto, no era esta una idea exclusiva de Picón, ella flotaba en el ambiente finisecular junto a otras quizás más artísticas (como el modernismo), o más descarnadas, bordeando peligrosamente el escándalo (como sucede en la novela Mimí de Rafael Cabrera Malo -1898), pero a su obra debemos la sistematización de aquella postura que buscaba establecer con urgencia una literatura nacional, a la vez que organizó las principales líneas del proceso literario venezolano en el siglo XIX.

Son los años del positivismo. Bajo este influjo, el libro de Picón Febres auspicia el nacimiento de lo criollo en la narrativa como mecanismo evolutivo que conduciría hacia el desarrollo pleno del cuento y la novela autóctonos. Por ello execra, literalmente, lo que antes de 1890 -fecha de aparición de Peonía– no eran más que pálidas copias románticas de literatura europea y desalados atolondramientos, del talante de las composiciones escritas por Julio Calcaño o por el Eduardo Blanco anterior a Venezuela heroica (1881) y a Zárate (1882), para sólo mencionar a dos importantes narradores que vieron reducida la trascendencia de buena parte de su producción por el severo juicio del merideño3. La narrativa auténticamente valiosa sería, según este enfoque, aquella que pintara las cosas nacionales.

La literatura venezolana en el siglo diez y nueve promueve al movimiento modernista, al naturalismo y a la figura estelar de Luis Manuel Urbaneja Achelpohl como las causas que propician la aparición de nuestra narrativa corta, el denominado «cuento venezolano». También, destaca la importancia que para el proceso significó la difusión expedita de las producciones del género por parte de El Cojo Ilustrado y de Cosmópolis4.
Fijado el límite cronológico sobre los orígenes de nuestra cuentística por quien, en la práctica, se convertiría en el primer estudioso sistemático de la literatura del país, se descargó a los críticos posteriores la tarea de indagar nuevamente sobre el asunto: bastaba remitirse al erudito libro de 1906, citarlo como fuente autorizadísima y olvidarse de la existencia de las composiciones anteriores a la década de 1890, señaladas también en aquella obra precursora. Así, haciendo la crítica al texto de José Gil Fortoul ganador del concurso convocado por El Cojo Ilustrado en 1903: «Literatura venezolana», el cual apareció en la misma revista el 1º de enero de 1904, se queja Picón Febres del carácter demasiado restrictivo de ese trabajo al obviar la novelística venezolana anterior a Peonía, desconociendo los aportes de «Fermín Toro, García de Quevedo, Julio Calcaño, José María Manrique, Eduardo Blanco» -escritores, asimismo, de cuentos, y eminentes representantes de nuestro romanticismo-, «cuando ha debido hablarse de ellos para siquiera precisar mejor nuestra evolución literaria en todos sus matices» (Picón Febres, 1906:73). Lo cual indica que el perspicaz crítico sabía que la forma literaria cuento aparece, genéricamente, dentro del movimiento romántico, pero su trabajo nunca se interesó por señalar quiénes se ocuparon de escribir piezas de este tipo en el país, como método historicista para establecer el punto de inicio de una estructura narrativa aún débil que se abría paso en algunas composiciones de buena factura. Ciertamente, La literatura venezolana en el siglo diez y nueve desdeña el estudio del cuento escrito por venezolanos en favor de una perspectiva de más amplio alcance ideológico: el análisis del proceso que dio origen al cuento venezolano: aquel que refleja el alma nacional (personajes, ambientes, temas, lenguaje) dentro de los límites impuestos por el nuevo formato narrativo. Sólo desde esta perspectiva se justifican los nombres de Urbaneja Achelpohl y de Romero García, y la década de 1890, como referencias iniciáticas de un género y de una narrativa nacionales: el criollismo.

Esta diferencia de matiz entre cuento escrito por venezolanos y cuento venezolano no la sospecharon muchos críticos, o no quisieron destacarla al abordar, luego de 1940, el estudio de esta forma genérica en Venezuela. Se prefirió recurrir a la mera repetición de un hecho en apariencia incontrovertible expuesto con detalle en el «Esquema de la evolución del cuento venezolano» de Úslar Pietri, trabajo que durante años saldó el problema sobre los orígenes de la narración corta en el país: su resonancia en los trabajos ensayísticos y académicos relativos a la historia de nuestra cuentística ha sido determinante5. Con el tiempo, se pasó de señalar que el cuento venezolano «surge» en la última década del siglo XIX a proscribir todas las composiciones del género escritas antes de esa fecha por narradores patrios, pero cuyos temas, ambientes y desarrollos fueron catalogados como «exóticos», borrándolas del proceso mediante una operación de olvido practicada con la desidia de quien repite un dato de segunda mano. Este enrarecido proceder fue denunciado por Domingo Miliani en su «Introducción a la narrativa», de la Enciclopedia de Venezuela:

Nuestra narrativa […] se reglamenta […] para que sea local en su materia. Escribir sobre asuntos no venezolanos o no ceñidos a la tradición regionalista, ha sido casi un delito. Localismo y exotismo advienen como polos positivo o negativo de un extraño imán que atrae o rechaza obras. Se juzga así, el arte de narrar, más por sus contenidos implícitos, que por sus hallazgos renovadores. Este es un hecho constante, lo mismo en los orígenes románticos que en la madurez modernista y aun en los últimos años. Sirvió para negar méritos a relatos que no reflejaban fielmente la realidad del país, o para silenciarlos. (Miliani, 1973.VIII: 131-2)

Por añadidura, el acercamiento de cierta crítica atrabiliaria del siglo XX hacia las piezas narrativas del romanticismo venezolano produjo, o bien el comentario desdeñoso o la rápida mención de algunos nombres y obras emblemáticos, obligatorios en cualquier panorama histórico. Asunto explicable: el lento proceso de nuestra literatura se inicia, políticamente, en 1810, con el primer aldabonazo independentista; o quizá, en sentido literario, con el largo poema de Juan de Castellanos: Elegías de varones ilustres de indias (1589), con la historia de Oviedo y Baños (1723), o con cualquier otra obra colonial. Hitos históricos a los cuales pueden oponerse reparos, en atención a las condiciones sociopolíticas en las que aquellos textos aparecieron. Sin embargo, no hay dudas sobre el papel que el romanticismo jugó como génesis del proceso literario que ocasionaría el surgimiento, hacia los años finales del siglo XIX, de una narrativa nacional. De aquí las necesarias pinceladas para sostener el hilo evolutivo, pero que achacan a los escritores románticos la confección de «novelitas entretenidas y demasiado cargadas de sentimentalismo» (Díaz Seijas, 1953. Citamos por la edición de 1986:108), a causa de vivir «absortos ante paisajes lejanos, ciegos ante la belleza de las cosas natales» (Cortés, 1945:10); escritores adocenados por «la exageración del sentimentalismo agudo, del terrorismo imaginativo, de las aventuras sorprendentes reñidas con la realidad, sin producir ninguno de ellos obra alguna que pueda recordarse con verdadera complacencia» (Picón Febres, 1906: 364). En fin, el período se despachaba repitiendo la fórmula: «Aquellos románticos se dieron a la tarea de imitar las literaturas de Europa, hasta convertir a sus obras en un reflejo de Francia o de Italia» (Fabbiani Ruiz, 1953: 7); «imitaciones […] muy pobres por cierto» (Rivera Silvestrini, 1967:10). Esto es: «Hojarasca rumorosa y muerta» (Úslar Pietri, 1948, edición de 1978:283), «la cual terminó en una efímera y abundantísima producción literaria hoy completamente olvidada» (Vannini de Gerulewicz, 1968: 45).

Según esta visión, la narrativa romántica no cuenta para cifrar el proceso del relato venezolano desde los años iniciales de la república (cronológicamente: los tiempos del romanticismo) hasta el período de su efervescencia, la década de 1890, en días de escritura modernista; pero se reconoce la práctica sostenida del género (también de la novela) en ejemplos «deleznables» por su tendencia «vergonzosamente» extranacional.

Hubo, además, un aspecto que contribuyó al descrédito y a la proscripción: las imprecisiones sobre las características estrictamente literarias -genéticas- de la forma cuento. Hasta ahora hemos venido empleando el término sin entrar en detalles acerca de lo que éste comporta, empero, el género cuento sobrelleva también una larga historia de equívocos. La crítica admite sin controversia una etapa muy antigua -embrionaria- en los relatos orales y en piezas escritas de la tradición clásica. Acepta, incluso, que contienen sólidos vestigios de esta especie narrativa algunos textos de la edad media y del renacimiento: Calila e Dimna; el Panchatantra; Las mil y una noches; El satiricón, de Petronio; El asno de oro, de Apuleyo; El conde Lucanor, de don Juan Manuel; Eldecamerón, de Boccaccio (Baquero Goyanes, 1949; Brioschi y Di Girolamo, 1988; Marchese y Forradellas, 1991). Los problemas comienzan en el siglo XIX, época de cristalización de este modo literario.

Mariano Baquero Goyanes, quien ha estudiado extensamente el desarrollo histórico del género, demuestra que antes del período romántico -el cual cubre, en términos cronológicos, para Europa el final del siglo XVIII y la primera mitad del XIX (Porto-Bompiani, 1959; Gras Balaguer, 1988), y para América Latina los años entre 1845 y 1890 (Goic, 1991), o desde 1860 y hasta el despliegue del modernismo alrededor de 1890 (Carilla, 1975)6-, no puede hablarse con propiedad de cuento literario (Baquero Goyanes, 1949 y 1967). Éste resulta del cruce de manifestaciones narrativas que se verifica en ese período entre el artículo de costumbres, las piezas del llamado tradicionismo y las leyendas, principalmente: «en […] la conjunción -y confusión- de los géneros románticos citados nace la narración breve con valor creacional» (1949:156-7)7. Estos «géneros románticos» fueron producto de una de las manifestaciones del movimiento: la mirada hacia los temas y personajes nativos como contribución para desentrañar la historia menuda, la manera de ser y las culturas de cada país.

El modelo seguido por aquellos escritores de estas formas literarias se basaba en las adaptaciones de literatura popular hechas por los hermanos Grimm, en Alemania, o por Andersen, en Dinamarca, sobre la base de las leyendas de cada uno de sus pueblos; en las piezas de Ramón de Mesonero Romanos, Serafín Estébanez Calderón y Mariano José de Larra, costumbristas españoles de profunda influencia en América; y en las tradiciones creadas por el peruano Ricardo Palma. Sucintamente, la tradición es una pieza narrativa que fija algún acontecimiento del pasado (con preferencia de la colonia) como relato de sucesos «reales». La leyenda se remonta a los tiempos precolombinos mientras que el artículo de costumbres narra y describe sucesos y personajes de su hora. Estas tres formas narrativas fueron muy populares en el siglo diecinueve latinoamericano. En ellas, el autor se limitaba a fijar unos hechos, sin hacer aportes propios, sin libertad para introducir temas, argumentos y héroes de su invención. En el instante en que el tradicionista, el relator de costumbres o el escritor de leyendas comenzó a manipular la materia de sus textos, salpimentándolos con tramas, sucesos y personajes de su cosecha inventiva, es cuando hace su entrada en los estudios críticos el llamado cuento romántico (Carilla, 1975; Baquero Goyanes, 1949 y 1967; Pupo-Walker, 1980; Londoño Vélez, 1992).

Esta especie, inédita hasta entonces, se caracterizaba por asumir rasgos del artículo de costumbres, la leyenda o la tradición, pero manteniendo una buena dosis de creación ficticia, totalmente patrocinada por el escritor. Por ello, el cuento romántico aparece débil ante la moderna noción sobre el género: fusiona -según se dijo- varias formas narrativas como consecuencia de hallarse en un estado formativo, el cual constituirá el antecedente inmediato del cuento literario clásico: «el que se impuso en el siglo XIX» (Baquero Goyanes, 1967:38).

El cuento romántico se destacó, principalmente, por sus tramas truculentas y fantasiosas, ambientadas en países lejanos o inexistentes, saturadas de digresiones extraliterarias. Estos rasgos hicieron que las piezas escritas al uso de esos elementos, no figuraran como partes del proceso que sobre el cuento venezolano establecieron los críticos de orientación nacionalista como Picón Febres, Úslar Pietri y otros que, repitiéndolos, evaluaron los orígenes y el desarrollo de esta narrativa en el país.

La imprecisión genérica y, sobre todo, la temática forastera se arguyeron como motivos suficientes para descartar una producción cuentística abundante, diseminada profusamente por la prensa periódica del siglo XIX: el vehículo difusor del género y, en gran medida, la herramienta que más contribuyó a su establecimiento8. Por tanto, así como tenemos un cuerpo material que integra el llamado «cuento venezolano» (por sus temas y estructura), poseemos también un amplio conjunto de textos que conforman un «cuento romántico venezolano», construido por hombres a tono con su tiempo, ganados, fundamentalmente, por el influjo del romanticismo francés, sin descartar los aportes del mismo movimiento procedentes de España. Se trata de aquel grupo de obras sólo citadas al paso en las relaciones críticas cifradas en el tema nacional como patrón valorativo, aquellas «imitaciones» que los comentaristas del período escarnecen.

Con el advenimiento del modernismo se clarifican las características del género: las que determinan su plenitud como forma literaria autónoma. De allí la unanimidad de gran parte de la crítica historiográfica en señalar los años iniciales del movimiento (la década de 1890) como la fecha en la cual se origina el cuento venezolano. La razón: el intenso trabajo formal de los modernistas, el cual cristaliza una serie de elementos en una estructura definitiva: brevedad, manejo de un solo asunto (anécdota) y mayor hondura psicológica de los personajes9. Por estos años, además, se publica el primer libro de cuentos propiamente tal: Confidencias de psiquis, en 1896; el segundo, en 1899: Cuentos de color ambos de Manuel Díaz Rodríguez. Antes, en 1888, aparecieron cuatro relatos junto a otras composiciones literarias, engrosando un volumen que llevaba en el propio título la denominación genérica: Cuentos y tradiciones, de Andrés A. Silva, un caso de edición miscelánea muy frecuente en la época. Luego, los efluvios del naturalismo impulsarían la filiación criollista de la narrativa corta en el país (sin eliminar las materializaciones en el ramo de los escritores modernistas) hasta bien entrado el siglo XX, mientras los libros de cuentos se hacían cosa común en el mercado editorial venezolano.

Entretanto, el cuento romántico siguió olvidado en las páginas de las publicaciones periódicas (recogido de vez en vez por sus autores en volúmenes extemporáneos y de poca repercusión crítica), bajo un lapidario consenso xenofóbico como respuesta a su desparpajo por no pintar el alma y la realidad de la república.

Cuando en 1975 se publica la Bibliografía del cuento venezolano (Larrazábal et al.) el tema sobre los orígenes del género en el país toma una nueva perspectiva, más acertada que la visión sostenida hasta ese momento por una historiografía un tanto chauvinista, irracionalmente enfocada en el aspecto temático de su objeto de estudio antes que en la evaluación de otros elementos compositivos. Aun cuando la Bibliografía fue compuesta sobre la base de recoger sólo los «cuentos aparecidos en unidades bibliográficas específicas» (esto significaba acopiar únicamente las piezas publicadas en libros, obviando el hecho de que en el mismo volumen el autor o antologista incluyera otro tipo de composiciones literarias), el extenso inventario permitió fijar la fecha de inicio del cuento en Venezuela en 1837, con el relato «La viuda de Corinto», de Fermín Toro, publicado en las páginas de El Liberal -hoja periódica de Caracas- el 25 de julio de aquel año; pero reproducido por José María de Rojas en su Biblioteca de autores venezolanos contemporáneos (1875), de donde lo toman los compiladores del esclarecedor manual histórico. Incluía también el marqués de Rojas otras muestras de narrativa breve en su Biblioteca: «La declaración», «La tempestad» y «El árbol del buen pastor» (aparecidos en La Guirnalda, publicación caraqueña, los días 18 de julio, 1º y 18 de agosto de 1839, respectivamente) bajo el título general de «Idilios», escritos por Rafael María Baralt; «Las pascuas en Cuba» y «Un matrimonio en los Estados Unidos», de Simón Camacho; y «La sibilia de los Andes», de Fermín Toro, quien firmaba sus textos con el seudónimo Emiro Kastos y al que debemos reputar como el iniciador del género en el país10.

De este modo, la Bibliografía del cuento venezolano rescata el material narrativo escrito en el período romántico, sin restricciones dogmáticas sobre el carácter de los argumentos desarrollados en aquellos textos, atendiendo sólo a la autoría nacional de quienes iniciaban el camino de una nueva forma literaria, con las consecuentes indefiniciones y tropiezos del caso (estructurales, de expresión). En adelante, no se desconocerían los señalados aportes del movimiento modernista y del naturalismo para el auge de una narrativa ostensiblemente autóctona por sus temas, pero había que incluir todas las materializaciones debidas a los escritores precedentes al año 1890 como requisito obligatorio para indagar el desarrollo histórico de nuestro cuento, eliminando, desde el propio título del trabajo, la división temática de dos manifestaciones en apariencia disímiles: aquellas verificadas dentro del apogeo criollista y las otras, las vilipendiadas a causa de su alejamiento de lo nacional. A partir de 1975 la crítica estudia, pues, el cuento venezolano como un corpus genérico cultivado en el país desde, al menos, 1837: «verdadero punto de partida», según afirma Efraín Subero (1977:248) a propósito de su reconocimiento a la fijación histórica de esta forma literaria hecha por la Bibliografía.

Por supuesto, el criterio de los compiladores respecto al género hubo de adecuarse a los tanteos formativos de la época. No era justo aplicar las categorías estructurales correspondientes al momento de expansión del cuento literario (fines del siglo XIX) a las manifestaciones narrativas del período romántico. Por ello, los textos pioneros de Toro, Baralt y Camacho adolecen de la calidad formal exigida por la crítica de hoy, pero, en esencia, resultan narraciones breves -cuentos- típicas de su momento. El hecho, aunque evidente, tardó en ser reconocido dado el enorme influjo de la orientación nacionalista de nuestros primeros estudios críticos, según hemos anotado. Sin embargo, una vez admitido, la valoración historiográfica del cuento del siglo pasado toma ahora «como punto de partida los propios presupuestos decimonónicos de la narración breve» (Martínez, 1992:25), aun cuando las teorizaciones más importantes sobre el género (Poe, Chejov) se hayan producido casi simultáneamente con estos escarceos, incidiendo de forma notable en la producción cuentística del final de la centuria.

Con todo, algunas investigaciones posteriores siguieron repitiendo las viejas tesis sobre los orígenes del cuento venezolano acunadas en los albores del siglo XX (cf.: Ramos, 1979), pero lo frecuente ha sido lo contrario: la corrección del horizonte historiográfico y sobre el género para evaluar una especie narrativa de largo desarrollo en el país (Subero, 1977; Alemán et al, 1988; Larrazábal, 1992; Macht de Vera, 1992).

El cuento venezolano tiene, entonces, una larga historia. Su vida comienza con los amagos de una prosa romántica que fusiona diversas intenciones literarias, y en cuya cristalización jugó un papel importante la prensa periódica: depósito invaluable contentivo del material primigenio que dio inicio a nuestro proceso narrativo.

LA HISTORIOGRAFÍA DEL CUENTO FANTÁSTICO EN VENEZUELA

Si las historias literarias venezolanas han tendido, en los últimos años, a corregir el punto de origen del género cuento, la imprecisión resulta, por el contrario, el más acendrado aporte de los historiadores del relato fantástico. La crítica orientada al estudio sobre los inicios de esta narrativa en el país deviene, en analogía con su objeto de investigación, en un recurrente compendio de páginas fantasiosas, sobrenaturales.

Aquí también ha pesado una opinión concluyente. Hacia 1925 Jesús Semprum prologa el primer libro de cuentos de Julio Garmendia: La tienda de muñecos. Cuando éste se publica (1927), aquel «famoso y reiterado prólogo» (Santaella, 1983:10) se convertiría en la más socorrida proclama de nuestra historiografía literaria respecto a la aparición y desarrollo de este tipo de textos ficcionales. Dice allí Semprum: «Lo que ha escrito Garmendia son cuentos fantásticos, divagaciones desenfadadas, en las cuales nos presenta personajes que son nuevos porque el autor les asigna rasgos peculiares, pero que tienen una dilatada parentela en el mundo de los libros» (Semprum, 1927, edición de 1990:15). Antes, el mismo presentador ha abierto su comentario con la frase: «Julio Garmendia no tiene antecesores en la literatura venezolana», pasaje que durante mucho tiempo gozó de un inexpugnable prestigio por la calidad del prologista y -a qué negarlo- del libro al cual le hacía antesala. Sin duda, La tienda de muñecos constituye un punto alto dentro del proceso de la narración corta en Venezuela, pero por lo que se refiere a la tendencia fantástica no puede considerársela como la obra que inicia el camino de este tipo de manifestación narrativa, aunque la mayor parte de la crítica haya permitido el dislate de hacérnoslo creer así al sobrevalorar la determinante opinión de Semprum.

Verbigracia: «Nosotros creemos, como Jesús Semprum, que Garmendia no tiene antecesores en nuestra literatura. Su obra no puede identificarse por un antes o un después, de tal o cual movimiento literario» (Díaz Seijas, 1970 en Santaella, 1983:35); también: «esa valiosa iniciación del género de lo fantástico en nuestra literatura y en la latinoamericana […] confieren a Garmendia un importante lugar dentro de la creación nacional» (Páez Urdaneta, 1972 ibídem:55). Menos efusivo, aunque igual de equívoco, es el argumento de Lasarte:

Antes de él [de Garmendia] pocos son los textos a los que cabe atribuírsele esta filiación [fantástica], entre ellos, `El número 111´ (Cuentos fantásticos, 1882), de Eduardo Blanco […] o […] un involuntario e incidental aporte de José Rafael Pocaterra en `La ciudad muerta´ (Cuentos grotescos, 1922) (Lasarte, 1992:38-9).
Hasta Irmtrud König, quien ha estudiado rigurosamente el cuento fantástico latinoamericano en la llamada «época moderna» (último tercio del siglo XIX, principios del XX) se dejó seducir por la manida repetición:

En su `prólogo´ a La tienda de muñecos Jesús Semprum afirma que `Julio Garmendia no tiene antecesores en la literatura venezolana´. En un sentido estricto, y si se prescinde de dos cuentos […] [de] Nicanor Bolet Peraza -`Calaveras´ y `Metencardiasis´ [sic]- […] esta afirmación es válida[…] (König, 1983:277-78).
Todo esto no es más que el resultado de aquella efervescencia vindicadora de los años cincuenta y sesenta por la obra de Julio Garmendia; vindicación loable y necesaria, pero que tergiversó el horizonte histórico sobre la evolución del cuento fantástico venezolano en virtud de obliterar, por la recurrencia de una crítica mecánica, una tradición cuentística establecida desde los días del ímpetu romántico. ¿Cuál sería, en el caso de Irmtrud König, el fundamento teórico para soterrar las piezas de Bolet Peraza? ¿Justifica Lasarte su descalificación del texto narrativo de Eduardo Blanco anotando tan sólo que se trata de un «relato discursivo de un romanticismo chato y tardío, profundamente conservador y moralista»? (Lasarte, 1992:38). La historia literaria, se sabe, no se construye aduciendo excusas para proscribir aquellas obras que molestan el punto de vista personal del crítico.

Entre nosotros, los estudios diacrónicos sobre la práctica de lo fantástico en la narrativa corta del país escasean. Algunas reseñas y prólogos a libros de narradores del siglo XX rozan el tema, pero esta manera incidental de tratar el asunto ha obscurecido aún más el panorama historiográfico, por cuanto los rasgos propios de este tipo de trabajos, más bien divulgativos (generalmente de mínima calidad en la investigación), no permite una mayor hondura en la búsqueda de las fuentes originarias de la especie literaria que nos ocupa. Hay, asimismo, otra serie de textos -esta vez en el ámbito del ensayo y también numéricamente escasos-, que aportan datos, en ocasiones incompletos, para una futura dilucidación histórica. Por otro lado, tenemos los estudios organizados con base en una definida perspectiva metodológica y en el arqueo de materiales, aunque esta última tarea se limite siempre al mismo conjunto de obras -aquél donde La tienda de muñecos (1927) se constituye en punto de arranque del proceso evaluado. Cotejemos algunos casos.

En el prólogo de su antología Cuentos fantásticos venezolanos, señala Julio Miranda que con La tienda… «comienza una de las líneas más ricas de la narrativa fantástica venezolana», pero que «no sería justo ignorar los aportes previos de José Rafael Pocaterra […] en sus Cuentos grotescos (1922)», especialmente, con el relato «La ciudad muerta» (1980:5). Para Miranda los antecedentes más antiguos del cuento fantástico escrito en Venezuela, ese que materializa Julio Garmendia, se manifiestan apenas el año 1922. Antes, en 1975, el mismo crítico había publicado Proceso a la narrativa venezolana, texto donde incluye el capítulo «Para una narrativa fantástica venezolana». Allí escribe: «Seis narradores mayores me parecen los jalones más importantes […]: Julio Garmendia, Enrique Bernardo Núñez, Arturo Úslar Pietri, Ramón Díaz Sánchez, Pedro Berroeta y Alfredo Armas Alfonzo» (Miranda, 1975:113). Reconoce, sin embargo, que deben considerarse algunos textos de los Cuentos grotescos, de Pocaterra, y acaso también los Cuentos indígenas venezolanos (1968), compilados por Lubio Cardozo, y el Watunna, mitología maquiritare (1969), una investigación literaria a cargo de Marc de Civrieux, entre otras menciones, como aportes para conocer el proceso de la narrativa fantástica nacional. Lo cual revela la imprecisión del enfoque de Miranda al incluir muestras orales como antecedentes de una tradición completamente opuesta: la tradición escrita. Estos dos trabajos de Miranda insisten en el año 1927 como fecha de despliegue de nuestra narrativa fantástica, aunque el cercano Cuentos grotescos adelante elementos propios de la misma tendencia literaria. De este modo, desconoce las posibles manifestaciones anteriores al libro de Pocaterra, estableciendo su límite personal en la alcabala cronológica impuesta por La tienda de muñecos.

Efraín Subero se ha referido también al tema sobre los orígenes de nuestro relato fantástico. En «Para una teoría del cuento latinoamericano» apunta que un antecedente significativo lo representa el libro Oro de alquimia publicado en 1900 por Alejandro Fernández García; luego, «Las divinas personas», serie de tres cuentos escritos por Pedro Emilio Coll y aparecidos en la prensa de Caracas el año 1925 e incorporados después en La escondida senda (1927), antes del esplendor -efusivamente detallado- de Julio Garmendia (Subero, 1977). El dato lo repetirá Víctor Bravo en Cuatro momentos de la literatura fantástica en Venezuela (1986) y en Los poderes de la ficción (1987).

Para Alicia Freilich de Segal: «En Venezuela existe una literatura fantástica, escasa y dispersa […] Es posible que [ésta] surgiera en las primeras décadas de este siglo con aquel escéptico humor intelectualizado de Pedro Emilio Coll», pero, como era de esperarse, sólo con Julio Garmendia «Adquiere su molde propiamente cuentístico» (Freilich de Segal, 1973: 98-9).

Por su parte, Luis Beltrán Guerrero encuentra motivos fantásticos en las tradiciones indígenas recogidas por el padre Armellada, en las historias escritas por Aguado, Simón, Guillij, Caulín, Las Casas y en la obra de Juan de Castellanos. Pese a lo arbitrario de su enumeración, la cual adolece de imprecisiones teóricas acerca del asunto tratado (el tipo de yerro cometido en los trabajos de Julio Miranda), Guerrero menciona al menos tres cultores del relato fantástico en nuestro siglo XIX: Antonio Ros de Olano, Eduardo Blanco y Alejandro Fernández García; también, a José Heriberto García de Quevedo quien da muestras de su afición por el tópico en el largo poema narrativo La caverna del diablo, de 1863 (Guerrero, 1990).

Antes, hemos referido las opiniones de Irmtrud König -quien menciona, descartándolo, a Bolet Peraza- y de Javier Lasarte -el cual cita despectivamente a Eduardo Blanco y como un caso «involuntario e incidental» a José Rafael Pocaterra.

Exceptuando a Luis Beltrán Guerrero, todos los comentaristas reseñados hacen girar el inicio de la historia del cuento fantástico en el país en torno de La tienda de muñecos. Los antecedentes sólo sirven, en sus relaciones, para componer el telón de fondo de un escenario en el cual la figura de «Don Julio» asume el rol protagónico. Otra excepción: la antología de 1988, Relatos venezolanos (1837-1910), preparada por un equipo de investigadores de la Universidad Simón Bolívar.

Relatos venezolanos (Alemán et al.) incluye, entre otras, dos narraciones del siglo XIX «El número 111 (aventura de una noche de ópera)», de Eduardo Blanco, y «La leyenda del monje», de Julio Calcaño en las cuales el uso de lo fantástico es ostensible. Los compiladores de esta muestra trabajaron sobre la base de las precisiones históricas introducidas por la Bibliografía del cuento venezolano. Por ello comienza, justamente, con el texto pionero de Fermín Toro «La viuda de Corinto», del año 1837. Sin embargo, los párrafos críticos que acompañan las composiciones de Blanco y Calcaño no hacen ningún señalamiento sobre la ascendencia fantástica de esos relatos. Sólo se restringen a bosquejar la biografía de ambos autores y a la mención de algunas de sus obras11.

Todas estas incertidumbres se explican, principalmente, por el hecho de que la narrativa fantástica nace con el romanticismo, por tanto, una indagación sobre las primeras materializaciones de este tipo de escritura debe remitirse al lapso de apogeo del cuento romántico, puesto que el cuento fantástico cristaliza uno de sus modos de producción.

Volvemos a topamos aquí con el problema de la narrativa romántica: su desconocimiento y su indefinición genérica. El primero de estos escollos se relaciona, repitámoslo, con una dificultad material (la prosa creativa del romanticismo venezolano reposa aún en las publicaciones periódicas), y con el desdeñoso trato de la crítica nacionalista hacia esas composiciones. El segundo problema, el del género, adquiere inextricables matices al vincularse con la tendencia fantástica. En este punto es preciso detenernos de nuevo en las características de nuestro cuento romántico.

Hemos dicho que la narrativa corta de ese período se destacó, principalmente, por el uso de tramas truculentas y fantasiosas, asimismo, por la imbricación de varias modalidades literarias conviviendo en una misma pieza: el artículo de costumbres, la leyenda, la tradición y, en ocasiones, el propio cuento. Sobre el aspecto de las tramas los adjetivos «truculento» y «fantasioso» señalan un rasgo común que identifica el tipo de composiciones ficcionales más abundantes de la época. Por esto, Emilio Carilla asienta que «los relatos fantásticos ofrece[n] quizá los mejores ejemplos del cuento romántico» (Carilla, 1975:97).

Por otro lado, Juana Martínez anota que pese al riesgo que implica establecer caracterizaciones del género, es posible afirmar, sin embargo, que el relato latinoamericano del siglo XIX posee una «fisonomía peculiar» sustentada, por una parte, «en un diseño bien construido para conseguir todos los efectos y la narración ambigua y laxa constituyente de un estado embrionario de aquél», y por la otra, «se debate entre la creación del cuento concebido como tal, y las composiciones de géneros adyacentes como la leyenda y la tradición» (Martínez, 1992:67). De este modo, la coincidencia entre diversas formas estructurales y el extenso uso de temas, y modos estilísticos y compositivos cuestionadores de la realidad natural -del mundo cotidiano (lo fantástico literario), propició la aparición de piezas narrativas que inmediatamente después darían origen al cuento. Se trataba de textos en donde los límites temáticos y formales se confundían azarosamente: una tradición historiada con rigurosidad introduce, sin aspavientos, elementos mágicos; a mitad de una divertida epopeya el personaje se involucra en una serie de aventuras. Estas interferencias van allanando el camino hacia el género impulsando, al mismo tiempo, un gusto por ciertas maneras de componer relatos efectistas, sostenidos casi exclusivamente por argumentos increíbles, fantasiosos, de boga en aquel momento. En ello contribuían las propias leyendas y tradiciones, en cuyo espíritu latían, las más de las veces, matices sobrenaturales.

Pero el cuento romántico no se manifiesta sólo en una dimensión fantástica. La mescolanza y el posterior sedimento narrativo produjeron otros modos de materialización: el relato sentimental (quizá el más difundido o estereotipado por el movimiento) y el cuento de tipo social, principalmente. El primero explotaba con fervor el tema amoroso sobre la base de un esquema recurrente, en el cual los obstáculos insalvables que dificultan la unión de los amantes, el amor «puro», «casto», y la tragedia por lo común, la heroína fallece, resultan conspicuos.

De otra parte, el cuento de índole social se desarrolla en torno de los problemas derivados de la configuración de la sociedad: la familia, el trabajo, la política, las ciudades. Como es obvio, estas tres manifestaciones narrativas también se traslapan, permitiendo el hallazgo de textos en los cuales lo fantástico, lo sentimental y lo social se conjugan armoniosamente; o, en otros casos, como un par de motivos: fantástico/sentimental, social/fantástico, sentimental/social12. Las tres vertientes demuestran la persistencia de una práctica narrativa que señala al cuento romántico como un sólido cuerpo literario.

Esa especie de mosaico y fusión de formas e intereses que convergen en las narraciones cortas del romanticismo venezolano y, por extensión, de América Latina, ha promovido en la crítica dedicada a la narrativa corta del período el uso de una terminología indecisa. Antes que cuento se prefieren las denominaciones «relato», «narración laxa», «especie literaria», «tendencia», «forma narrativa» (todas, por demás, utilizadas a lo largo de este trabajo). La imprecisión intenta soslayar posibles cuestionamientos teóricos: desde 1842, año en el cual Edgar Allan Poe publica su texto crítico sobre el volumen de relatos Twice-Told Tales (1837), de Nathaniel Hawthorne, resultan abrumadoras y tajantes las reflexiones en torno de las características del género. El siglo XX ha instituido un canon sobre el cuento, ha detallado su estructura, sus componentes, las variadas maneras en las que suele manifestarse. Empero, en el XIX el asunto es distinto.

Junto a las indecisiones de términos debe colocarse, como su causa, la visión de una crítica que aplica al relato decimonónico aquellas formulaciones de la teoría literaria contemporánea. Por ello, la falta de interés en rescatar esta narrativa: ella no satisface los requisitos genéticos propios del cuento actual: desarrollo de una sola anécdota, escasa descripción, economía expresiva, presencia de una cerrada estructura, entre los más promovidos (cf.: Pacheco y Barrera, 1993).

¿Qué es, entonces, el cuento romántico en cuyo conjunto destaca el relato fantástico? Pues, una manifestación en prosa que fusiona, según se apuntó, algunas composiciones en las que el discurso narrativo es predominante; un sistema de piezas creativas en el cual el aspecto temático y escenográfico (argumentos fantasiosos, trágicos idilios, países lejanos) deviene como el recurso preferido por quienes acometen este tipo de escritura; una especie literaria, en fin, con rasgos propios, pero de indeciso rótulo en el ámbito de la historiografía sobre las formas de la narración.

Otro rasgo que identifica textos ficcionales del romanticismo: su marcada tendencia por transmitir consideraciones de carácter pedagógico, moralizante o de simple denuncia social. El hecho, a ratos excesivo, convierte algunos trabajos en verdaderas disquisiciones o defensas, hallándose relacionado, al mismo tiempo, con la clasificación preferida por la crítica: relato.

Menos comprometido que cuento, el término relato señala, básicamente, el uso del discurso narrativo dentro de textos saturados por otros tipos de discursividad: la descripción, la argumentación, el sesgo expositivo (cf.: Sánchez, 1992). De este modo, el relato romántico se distingue por una ambigüedad discursiva en la cual prima, sin embargo, lo narrado: el desarrollo de sucesos, puesto que «la relación de acontecimientos constituye la esencia de cualquier mensaje narrativo» (Barrera, 1995:65)13. Esta aplicación heteróclita del discurso transforma al autor en elemento del propio tejido textual. Por eso, Osvaldo Larrazábal observa que el cuento venezolano comienza como relato, «forma literaria donde el autor constituye el eje protagónico en cuanto a su comunicación con el lector» (Larrazábal, 1992:42). Quiere decir: todo en el texto (personajes, hechos narrados, punto de vista) sirve, fundamentalmente, como soporte de un fin ideológico: exponer un mensaje: aleccionador, denuniciativo, edificante. Las diversas manifestaciones del cuento romántico adolecen de este padecimiento: calmos excursos abren, se imponen hacia la mitad o rematan el despliegue de las tramas.

Hemos señalado la injusta manera como la mayor parte de la crítica del siglo XX instruye el estudio del cuento del período romántico. Con todo, cerraremos el tema sobre sus características suscribiendo la definición genérica propuesta por Gustavo Luis Carrera en «Supuestos teóricos para un concepto del cuento», estudio en el cual evalúa las nociones clásicas respecto al género: Poe, Chejov, Quiroga -«los maestros», a quienes complementa con los aportes de Meneses, Fabbiani Ruiz y Anderson Imbert. Apoyado en estas formulaciones, Carrera postula una «Teoría base»: el cuento posee tres ámbitos: espacio, estructura y símbolo. Luego, analiza las diversas acepciones sobre las piezas cuentísticas (o concomitantes a éstas) otorgadas en diversos países; también, su desarrollo histórico. Finalmente, expone su definición en cinco proposiciones. Por lo que interesa a nuestro trabajo, destacaremos la segunda de estas propuestas, la cual absorbe, justicieramente, el conjunto del cuento romántico venezolano del siglo XIX, en tanto manifestación literaria de un género particular:

El cuento escrito es el género literario más reciente, que como género-paraguas que es, acoge bajo su sombra, y con el beneficio de la duda: el apólogo, la parábola, el ejemplo, la patraña, la historia fingida, el suceso verídico, la fábula, el poema en prosa, el ejercicio expresivo, el relato y hasta el cuento mismo (1992:33).
Pese a las reservas («el beneficio de la duda»), la caracterización de Carrera engloba la heterogénea narrativa corta del romanticismo; integra, en una perspectiva de largo alcance diacrónico, un repertorio de composiciones que, en principio, no encajaban como elementos de un proceso. Así, el cuento romántico digresivo, pesado y, por instantes, estructuralmente ambiguo, y uno de sus más altos logros: el relato fantástico, hacen parte de ese «género-paraguas» nacido en el siglo XIX, el cual ha experimentado, por supuesto, los cambios propios de un organismo textual en permanente desarrollo.

Apegada a cierta recurrencia, la historiografía sobre el cuento fantástico en nuestro país ha preferido, hasta ahora, delimitar su campo de análisis en torno del año 1927, anotando aquí y allá tenues antecedentes que no malogran, en absoluto, el rutilante papel de La tienda de muñecos. En este teatro de fantasía, los espectadores se quedaron siempre con el escenario, olvidando que en una representación el rol protagónico es tan importante como el del simple tramoyista que genera prodigios arriba de la escena.

Nuestro cuento fantástico tiene, también, vieja data. Sus primeras apariciones coinciden con la época germinal del género y con el auge de las publicaciones periódicas; asimismo, con el movimiento romántico. Una antigüedad apenas entrevista, un largo camino de ascenso.

NOTAS:

1 Señalemos, en descargo del antólogo, que el equívoco nominal entre las especies «novela» y «cuento» fue característico del siglo XIX. Los propios autores contribuyeron al yerro: denominaban a sus composiciones indistintamente de una forma u otra; la crítica contemporánea a esos textos no hizo más que repetir una mención que los mismos creadores no alcanzaban a definir. Igual señalamiento podemos hacer respecto a los términos «artículo de costumbres», «tradición» y «leyenda». Algunos cuentos propiamente tales son publicados en la prensa como si se tratare de tradiciones o de un relato costumbrista; lo mismo sucede en sentido contrario. Estas confusiones se relacionan con el hecho demostrado de ser el diecinueve la época en la cual nace el cuento, el relato costumbrista y la tradición. especies compositivas sustentadas, en diferentes niveles de complejidad, en el discurso narrativo (Cf: Baquero Goyanes, 1949; Martínez, 1992).
2 El Cojo Ilustrado apareció el 1º de enero de 1892 y se mantuvo ininterrumpidamente, publicando un número quincenal. hasta el 1º de abril de 1915. La vida de Cosmópolis cubre el lapso que va desde el 1º de mayo de 1894 hasta julio de 1895. Sobre la importancia de El Cojo en el desarrollo del cuento venezolano véase: Larrazábal,1977 y 1995.
3 Sobre el romántico Julio Calcaño escribe que sus cuentos y novelas («La danza de los muertos», «Tristán Catalleto», Blanca de Torrestella) muestran cómo su talento se ha «malgastado en narraciones en las cuales lo que ha predominado casi en absoluto es el esfuerzo de lo imaginativo para la ficción sin carne y alma, y que solamente viven en la memoria una mañana» (Picón Febres, 1906:370). Respecto a Eduardo Blanco, al evaluar su novela Una noche en Ferrara o la penitente de los Teatinos (1875), apunta: «Con dificultad puede encontrarse en Venezuela una obra más enmarañada, en que brille más la lógica por su absoluta ausencia, y en que se vean más precisos con todas sus locuras, los rasgos más salientes del romanticismo efectista» (ibídem: 371).
4 Advirtamos, sin embargo, que Picón Febres no hace un estudio exclusivo del género. Su sistema metodológico se basa en el análisis, caso por caso, de obras particulares de autores específicos. Comenta a Urbaneja elogiosamente, ubicándolo en la línea que conduce de forma directa al establecimiento de la «narrativa venezolana»; describe su desarrollo desde los tanteos modernistas de Cosmópolis hasta su definitiva consolidación, ya en las páginas de El Cojo Ilustrado, como uno de los escritores que tramita con entusiasmo el camino abierto por Manuel Vicente Romero García. Mientras lo hace, amplifica su estudio señalando el influjo del naturalismo en la narrativa criollista de Urbaneja, convirtiéndolo así, por la suma de sus aciertos en el manejo de todos estos elementos, en el pionero del cuento venezolano.
5 A manera de ilustración, citemos cinco argumentaciones distanciadas en un amplio lapso:
«el cuento moderno venezolano […] surge propiamente en la última década del siglo XIX, influido por las tendencias realista y naturalista europeas.» (Cortés, 1945:8).
«El punto de partida del cuento venezolano podría fijarse en el año 1896. […] Ese año […] publica Luis Manuel Urbaneja Achelpohl sus primeros cuentos en la revista El Cojo Ilustrado. […] El mismo año Manuel Díaz Rodríguez […] publica Confidencias de psiquis» (Úslar Pietri, 1948. Citamos por la edición de 1978:283).
«El cuento venezolano tiene origen reciente. Nace a fines del siglo XIX. Concretamente, sus verdaderos creadores pertenecen a la generación modernista. En las revistas El Cojo Ilustrado y Cosmópolis aparecen las primeras muestras de una verdadera cuentística» (Díaz Seijas, 1953, edición de 1986:209).
«[…] El cuento venezolano comienza, a nuestro juicio, con los hombres de El Cojo Ilustrado y de Cosmópolis …. (Fabbiani Ruiz, 1953:8).
«Con anterioridad a los últimos años del siglo XIX, el cuento venezolano, hablando en términos precisos, no existía» (Ramos, 1979:10).
No obviamos el uso del adjetivo «moderno» en el título de algunos trabajos sobre nuestro cuento (o en pasajes que se refieren a los inicios de esta narrativa en el país). Podría argüirse que, justamente, «moderno» señala un tipo de relato caracterizado, entre otros aspectos, por su apego a ciertos temas nacionales, el cual comienza a escribirse hacia la década de 1890. Tácitamente, «moderno» remite, por contraste, a «viejo» o «antiguo». En ninguno de los estudios consultados se detalla esta relación histórica; «moderno» se ha convertido, más bien, en sinónimo del «verdadero» o «único» cuento reconocido por la crítica. Después de 1945 el adjetivo tiende a desaparecer, desde entonces el cuento venezolano no es, para la historiografía literaria, ni «moderno» ni «viejo», es, simplemente, aquel que comienza con Urbaneja Achelpohl.
6 Por supuesto que estas demarcaciones son de carácter meramente operativo: antes y después de las fechas mencionadas, tanto en Europa como en América Latina, puede encontrarse textos con acentuados rasgos románticos.
7 Aquí no nos interesa estudiar, detalladamente, la evolución del género cuento. Una tarea como ésa requeriría de un desarrollo más amplio que el espacio ocupado por estas páginas, en donde se muestre el influjo de un conjunto de elaboraciones de esencia oral y/o escritas, las cuales contribuyeron, con el tiempo, a la fijación del género: el ejemplo, la conseja, el apólogo, la fábula, la patraña, el poema narrativo, la balada, entre otros.
8 El hecho tiene carácter continental. Dice Carilla: «el cuento literario adquiere verdadera fisonomía (si no calidad) en la etapa romántica […]. Con esto señalamos la importancia del cuento romántico: es, con mucho, momento de nacimiento y posibilidades. Momento de enriquecimiento expresivo y de jerarquización. A estas direcciones ayudan no sólo condiciones estrictamente literarias, sino también condiciones sociales y, si se quiere, factores como el periodismo en amplitud y expansión, periodismo como vehículo cultural que ganan particulares horizontes en el siglo» (Carilla. 1975:92-3).
9 Estas características mínimas se refieren, exclusivamente, al cuento literario del siglo XIX, período cronológico al cual se suscribe este trabajo. El cuento en el siglo XX ha incorporado o proscrito algunos elementos que aquí no nos interesa discutir.
10 Toro publicó otro relato en 1839: «El solitario de las catacumbas» (Correo de Caracas, 26 de febrero). Sobre «La sibila de los Andes» refiere Osvaldo Larrazábal: «no hemos logrado establecer una fecha exacta de su publicación, porque aparte de la […] correspondiente al año 1875 cuando aparece en el libro antologista Biblioteca de autores venezolanos contemporáneos, sólo hemos conseguido la información proporcionada por el crítico Domingo Miliani, quien en su trabajo introductorio a los dos volúmenes que la Academia Venezolana de la Lengua, en su Colección Clásicos Venezolanos, dedica a Fermín Toro, señala la fecha de 1840 como la de su publicación, sin añadir ningún otro dato» (Larrazábal, 1992:46). Nosotros tampoco hemos podido corroborar esta información de Miliani.
11 Meses después, de la aparición de Relatos venezolanos (1837-1910)» Luis Barrera Linares publica un trabajo reconociendo el aporte de esta antología («Proposiciones para un estudio desprejuiciado del cuento venezolano»), en el cual exclama: «Eduardo Blanco (¡cuentos fantásticos en la Venezuela de 1875!)» (Barrera Linares,1989:160), única referencia directa, y en un tono, más bien incrédulo, sobre la posibilidad de al menos una pieza fantástica corta en el siglo diecinueve. [Este mismo trabajo, con modificaciones, sirvió luego de prólogo a su compilación: Memoria y cuento. (30 años de narrativa venezolana 1969-1990) (1992). Caracas. Contexto Audiovisual 3/Pomaire].
12 Julio Calcaño combina, por ejemplo, en «Las lavanderas nocturnas» el tema de unos amores contrariados, con la narración de una leyenda fantástica.
13 El mismo Barrera Linares señala, desde la perspectiva de la lingüística del discurso, que «uno de los rasgos definitorios del relato en general, y del cuento en particular, lo constituye la narratividad: esto es, la posibilidad que debe ofrecer todo texto tipificado como narrativo de ser globalmente reducido a un esquema vertical que de cuenta de la sucesión de acciones ocurridas, dentro de un eje temporal específico y ubicable en una dimensión espacial determinada» (Barrera, 1995:99-100); requisitos con los cuales cumplen los textos fantásticos del período romántico (y del modernismo) venezolano, analizados más adelante.

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