A propósito de Los últimos espectadores del acorazado Potemkin, por Roberto Echeto
08/ 07/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, ReseñasDurante mi vida como lector he creído con toda fe que parte del éxito de un libro se encuentra en su título. Una obra literaria cualquiera que se identifique con un nombre obvio o poco imaginativo, está condenada a la indiferencia. Eso no es lo que sucede cuando nos topamos en una librería con la novela de Ana Teresa Torres de 1999 tituladaLos últimos espectadores del acorazado Potemkin. Cuando nos encontramos con tan sugestivo título, lo menos que podemos hacer es evocar la película del maestro Eisenstein y preguntarnos por qué su nombre aparece anotado en la portada de esta novela.
Y es verdad: ¿por qué este libro se llama así?
Los últimos espectadores de El acorazado Potemkin es un libro exigente. Habla de política, de novelas policiales y de espías, de gente que se encuentra para beber whisky, de personas cuya vida gris adquiere cierto brillo cuando deja de lado su existencialismo y se dedica a husmear en la vida del prójimo.
Buena parte de las acciones de la novela transcurren en La Fragata, un bar de los que ya no abundan entre tanta tasca y tanto ornato de jamones serranos vaciados en yeso. A ese respecto tendríamos que subrayar el papel que cumple en la novela el diálogo como recurso literario y como recurso de la propia vida para mitigar el peso de las cuitas cotidianas. Los últimos espectadores de El acorazado Potemkin es una novela cuya acción surge a partir del diálogo que poco a poco entablan dos personajes: un hombre gris sin nombre y sin aspiraciones de ninguna clase y una mujer entrometida cuya soledad se difumina lentamente en el diálogo con el recién conocido en La Fragata. Es por esto que la presencia del bar es tan importante. Antes del encuentro de los dos personajes observamos que la vida del hombre gris transcurre solitaria en una suerte de monólogo típico de la literatura venezolana («todo es una mierda, yo soy un mequetrefe, yo me acuesto con putas, yo quiero borrarme de la faz de la tierra») y la de la mujer, cuya vida anterior a los encuentros en La Fragata no vemos, pero intuimos sumida en el hastío.
En esta novela de Ana Teresa Torres, el oscuro y tranquilo bar es el límite de la soledad; es el umbral físico y urbano donde los personajes paralizan a sus fantasmas individuales y asumen una comunión momentánea con el prójimo.
«…Sólo quiero decir que el café es charla, ir y venir y el trato, bullicioso a veces, de las mujeres. Por el contrario, el bar es un ejercicio de soledad, y muy cómodo. Toda clase de música, incluso música lejana, debe estar absolutamente desterrada (al contrario de la infame costumbre que hoy se extiende por el mundo). Una docena de mesas a lo sumo, a ser posible, con clientes habituales y poco comunicativos …».
Luis Buñuel: Mi último suspiro; Barcelona, Plaza y Janes Editores, 1982, P. 54
Acción trepidante para pusilánimes y amas de casa
Lo atractivo de esta novela es que trata sobre gente que juega a ser detective y a ser espía. Todo comienza cuando su entelerido e innombrado protagonista revisa la caja de zapatos que contiene el recuerdo de su hermano desaparecido. Ahí, entre viejas cartas y fotografías, entre recortes de prensa y el manuscrito de unas memorias tituladas «La noche sin estrellas», surge no sólo la construcción de un personaje de acción que fue hermano del protagonista, hombre de campo y refinado guerrillero, sino toda una ristra de hechos, lugares y personajes que, en conjunto, conforman un enigma (quizás el mismo enigma que somos cada uno de nosotros), un misterio que atiza la apagada lumbre vital de los dos personajes principales de la novela y que termina convirtiéndose en una suerte de estímulo que los lleva a salirse, a veces hasta sin querer, de su fastidio.
En ese particular, Los últimos espectadores de El acorazado Potemkin funciona como un reloj. Cada oteada a la caja de zapatos supone la revisión de un tópico en la vida del hermano desaparecido, cada hallazgo en esa prosaica tumba de los recuerdos se transforma en un pretexto para recordar, para especular, para reconstruir al hermano ausente, y lo mejor es que la dinámica de esa exhumación varía. En un principio la lleva a cabo el anónimo protagonista hurgando y leyendo papeles, más tarde la ejecuta en el bar, en compañía de la extraña mujer y luego ambos personajes exhuman el «cadáver literario» yendo a los lugares mencionados en las memorias y conociendo a los seres nombrados en ellas. En ese sentido, los lectores asistimos a la progresiva asunción de los protagonistas del rol de detectives en tanto se convierten en los desenterradores del misterio y en los encargados de ordenar la información desperdigada que conforma la gran historia, como en los relatos de detectives.
«…Los personajes, el ambiente y la atmósfera deben ser realistas. Hay que referirse a personas reales en un mundo real, aunque exista, evidentemente, una parte de imaginación. La verosimilitud siempre sale mal parada del choque entre el tiempo y el espacio. Este es el motivo por el cual cuanto más exageradas son las premisas, más literales y exactas deben ser las consecuencias que se desprenden de ellas…».
Raymond Chandler: «Apuntes sobre la novela policíaca»; en Peces de colores; Barcelona, Editorial Bruguera, Pp. 6.
En ese recorrido de búsqueda, diálogo y hallazgo se encuentra la sal de esta novela, y para muestra véanse cómo surgen la historia del general Pardo, de Alberto, de Carmen Leonor, de doña Chona, de Irene Lenirov, de Miret, del dueño de La Fragata y de todos los demás personajes de la novela.
En el principio de estas «pesquisas» que buscan reconstruir la vida del hermano perdido, la lectura de las memorias guardadas en la caja de zapatos nos refieren la existencia de estos personajes, pero cuando el hombre gris y la dama del abrigo raído comienzan a comentar sus respectivas lecturas de semejante material, se percatan de las contradicciones, de las inconsistencias, de las fantasías y de los vanos que hay en ella. De ahí que la mera lectura se les haga insuficiente y se decidan a viajar, a recorrer kilómetros y hasta a cruzar el Atlántico, para vivir la experiencia de entrar en contacto con los personajes que conocieron al hermano perdido y que en cierta forma certifican tanto su existencia como la veracidad de sus memorias.
«…Son escasos los autores que se interesan por la psicología de los personajes, pero eso no significa que se trate de algo superfluo. Los que afirman que el enigma domina sobre todo el resto, no hacen más que intentar disimular su propia incapacidad para crear unos personajes y una atmósfera…».
Raymond Chandler: Ibid.
Es así como asistimos, a través de nuestra lectura (y la de los protagonistas dentro de la novela), a la reconstrucción de un mundo en el que se contrastan varias realidades: la de la guerrilla real (como la que se reseña en el episodio del Porteñazo mencionado en «La noche sin estrellas») y la de la guerrilla ficticia (como la del relato de los magnicidas que se quedan dormidos), la labor detectivesca de los personajes principales y la labor de espionaje real que llevaron a cabo Irene Lenirov, su esposo y los guerrilleros que aparecen en la novela.
Al culminar Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin al lector le queda la sensación de que no importa qué fue real y qué no porque todo se volvió cuento, todo se volvió palabras porque la vida de un hombre (o más bien la de todos los hombres) está hecha de retazos inconexos que caben perfectamente en una caja de zapatos… Y que conste que para cada persona su «caja» es única. Al final, el mensaje cifrado de este libro parece ser un alegato en favor del lector como persona que, en el fondo, actúa movido por una curiosidad extrema y por una suerte de amor al prójimo que lo lleva a revisar «la caja de zapatos» de otro, para ver si logra hacer de los retazos de su propia vida algo mucho más interesante.
¿Qué por qué esta novela se llama Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin?Pues porque la experiencia de leer (vivir, conocer gente, ver películas, viajar) es un privilegio; un privilegio que nos lleva a ver maravillas inconexas cuya belleza fugaz construimos con nuestra mirada y con nuestra sensibilidad.
Sobre el libro: Los últimos espectadores del acorazado Potemkin, de Ana Teresa Torres (Monte Ávila, 1999)
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