Unas palabras a propósito de la Caracas bizarra, por Héctor Torres
24/ 10/ 2014 | Categorías: Lo más reciente, ReseñasVisitar una ciudad, guía turística en mano, recorriendo los íconos y espacios que enorgullecen a sus habitantes, es como decir que se conoce a una novia a la que se pasa buscando los sábados por su casa. Los íconos de las ciudades están diseñados para no ofrecer sobresaltos al visitante ni angustias al anfitrión. Están oportunamente disecados. Pero a las ciudades las sostiene un río. Un río subterráneo e invisible la mayor parte del tiempo, pero feroz de tanta vida.
El que no sabe qué esconde una familia en un cuarto cerrado, no puede sentirse “de la casa”. Por eso, para conocer las ciudades, hay que haber entrado en ese cuarto que esconde aquello que los hacen sentir miserables, sus costumbres más corrompidas, sus caminos rara vez iluminados. Ese vigilante, aquel portero, la gordita bonita que es cajera de aquel banco, el señor que lee en la plaza, el tipo simpático del quiosco, el policía de ojos inquietos… viven haciendo esa Caracas de las diversiones que no caben en las planillas de empleo, la de las apetencias que no entran en el catálogo de la corrección, las que no serán locaciones de cuñas de TV. La que no se avergüenza de ser kitsch, absurda, extravagante, pueblerina, honesta, despeinada y sombría hasta en su risa.
Creencias, pasatiempos exóticos, centros de reciclaje inauditos, dudosos salones (y cánones) de belleza, lugares comunes del ocio, exponentes de costumbres remotas, gente que dedica su vida a actividades singularísimas, pasiones que salvan, vicios que consumen, deseos que ponen rostro a las inquietudes o arrebatan la vida a los incautos. Sitios donde desaparecen temporalmente viejas diferencias, ahogadas por rarezas comunes. Algo en qué creer. Alguien por quién morir.
En tanto crecen, las ciudades se vuelven más anónimas. El “aquí todos se conocen” no es más que una fantasía aldeana de descendientes de pioneros. El centro se desdibuja y una miríada de circuitos con sus propios mitos, glorias instantáneas y fracasos estrepitosos, va ocupando el lugar de la crónica asentada. Self-made men, outsiders, advenedizos, forasteros, tipos con suerte, simpáticos inescrupulosos, nuevos ricos, talentosos emergentes, fenómenos de oscuro pasado, ocupan los espacios antes reservados a los nombres con historia. Allí la única credencial útil es la de saber sortear sus recovecos, físicos y espirituales.
Cada pueblo que cargue lo que le toque. Y Caracas carga consigo, si no su propio infierno, al menos su purgatorio. Nuestro purgatorio. Y en él no siempre se la pasa mal. No crea el visitante desprevenido que los clientes de esta quincalla del exceso están en ella en desconocimiento o necesariamente a desgano. A todo ritmo se le consigue su baile, parecen decir los caraqueños, y si no sabes cómo terminaste en esta fiesta, sólo te queda averiguar cómo disfrutarla. Los caraqueños (ocasionales o de corazón) saben que esas son las reglas y el que antes las conozca será el que les saque más provecho.
Cuando me contactaron para hacer el prólogo de esta primera edición de Caracas bizarra, me dieron la buena noticia de que este inventario mundano de nuestra absurda y compleja capital, sería registrado por ese periodista tan pop como agudo llamado Albinson Linares. Pocos como él tienen el talento y el olfato para patear estas calles, encontrando, separando y seleccionando las piezas necesarias para armar este peculiar diario de la desmemoria, del rebusque y del ocio en nuestra ciudad. No conforme con poseer buen oído para la crónica, Albinson es, además, de esos que saben encontrar lo que tiene de universal y de aldeano todo cuanto nos acontece.
Y, así mismo, esta descarnada bitácora encuentra su perfecto complemento en las poderosas gráficas de Juan José Espinoza. Su ojo implacable no se detiene en pruritos para ofrecer elocuentes y conmovedoras imágenes que no precisan de retoques ni trucos. Fotos desnudas, escuetas, limpias, que nos muestran esa Caracas inverosímil sin apelar a otra herramienta que no sea hacer el encuadre perfecto en la escena apropiada. Muerte, sexo, gula, constancia, abandono, fetiche, lujuria, paranoia, excesos… todo queda registrado de una forma sobria y elocuente, incorporando texturas, olores, temperaturas, sonidos y atmósferas a ese detallado repertorio de bordes, obsesiones e intensidades que encierra nuestra otrora ciudad de techos rojos, la remota sucursal del cielo.
Este laberinto de improvisación, clima amable e historias fragmentadas que es Caracas, está poblado por una infinita cantidad de mundos paralelos que no llegan a tocarse. Pero se tocan. Voluntaria e involuntariamente. Feliz y desafortunadamente. De eso va Caracas bizarra: de asistir a esa yuxtposición de universos desde la serena dimensión del papel y la imaginación. De aceptar y conocer esos mestizos ingredientes que hacen este coctel que saca a cada uno los ángeles y los demonios que lleva por dentro.
Esta es la Caracas que no aparece en las guías de turismo ni en las tarjetas postales. La que vive detrás de una fachada de modernidad. La que siempre advirtió que las cosan no eran como las queríamos ver. La que sigue rodando después del «¡Corten!» del director.
La Caracas bizarra. Sean bienvenidos.
Palabras sobre el libro Caracas Bizarra (Aguilar), de Álbinson Linares y Juan José Espinoza, leídas en la FILUC 2014
Número de lecturas a este post 3536