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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Centauro

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La meta era cuarenta y cinco kilos. Eso era lo único necesario para que Reina Madre ganara el Clásico Simón Bolívar. Cuarenta y cinco kilos era lo que necesitaba que marcara la balanza, no podía hacer que la Reina perdiera, no me lo permitiría.

Medio kilo de papas alcanza para un día.

Un vaso de leche.

Agua.

Agua.

Más agua.

****

¿Has visto un animal más espléndido que un caballo? El señor Augusto siempre decía que le debíamos a esas bestias majestuosas y enormes la creación de Occidente, y yo le creía, aunque no sabía nada de historia, o de casi nada en general. Sin embargo, para mí tenía sentido. ¿Acaso no has visto nunca a un caballo? Ese animal tan hermoso, tan elegante, sin duda debía haber influenciado la creación de cualquier cosa

En mi pueblo había pocos equinos: estaban Candela y Carlucho, que vivían en el centro dando paseos repetitivos a los niños chillones; también estaba Manchas, era el caballo del coronel, un hombre extraño que a veces paseaba por el pueblo con su pelo negro y lacio recogido en una trenza, como hacía también con las crines de su viejo corcel; y luego estaba Pamela, la primera pura sangre que había visto en mi vida, que se mató mucho antes de correr su primera carrera. Era una potranca con potencial, pero no pudo alcanzarlo.

No sabía muchas cosas, pero, aunque sea, sabía de caballos.

****

—Está cinco segundos más lenta que la semana pasada —exclamó Remo, mirando las anotaciones de su libreta.

Le decíamos Remo porque era alto y porque su nombre era impronunciable. Tenía la mala maña de no mirar a una dirección fija, como si a sus ojos saltones les molestara enforcar alguna cosa por más de tres segundos, lo cual me hacía rabiar. Yo sabía a lo que se refería, si el caballo estaba sano y haciendo sus ejercicios, él no podía ser el problema. Reina Madre era perfecta, cuatrocientos kilos de músculo y fuerza, el problema era yo.

La meta eran cuarenta y cinco kilos, incluso menos.

Yo no podía ser el error que afectara a la Reina Madre, los ojos estaban sobre ella y su pelaje brillante como el sol.

****

La balanza no mentía, aunque parecía hacerlo. Los números se veían lejanos y borrosos, pero no decía cuarenta y cinco, era más, mucho más. Sentí el sudor frío y la náusea, o el hambre, no sabía muy bien. Quizás era el agua, o las papas, o ambas cosas. Miré de nuevo la báscula y admiré la habitación vacía con culpa, nadie me miraba, pero de alguna forma, sentía que algo exterior juzgaba lo que marcaba la báscula.

Bajé del aparato tambaleante y me senté sobre una silla cercana. Las piernas me pesaban y mi peso era mucho más de lo esperado, y mucho más de lo que los otros esperaban que fuera.

Menos papa.

Mucha menos agua.

Sentí el temblor involuntario del miedo en mis manos, la preocupación, los nervios y el peso. Deslicé la mano por mis piernas y las sentí tirantes, como si en vez de piel fuera cuero, quité mis manos rápidamente, asustado.

Me levanté despacio y lancé la silla contra la pared. El esfuerzo hizo que sintiera que mi cuerpo rechinaba, como una silla rota, cuya madera cruje debido al paso del tiempo y el peso, como el que marcaba la báscula.

Mucho más.

Mucho más de cuarenta y cinco.

****

¿Alguna vez has montado un caballo? La primera vez que lo hice fue con mi papá, estábamos solos en el centro comprando algunas cosas, mi mamá, como siempre, se había quedado en la casa y lo agradecía, porque le temía a todo, incluyendo los caballos. Ese día a mi papá le acababan de pagar unos reales, lo recuerdo porque me compró un helado, algo que no hacía con mucha frecuencia, y luego caminamos despacio hacia La Amapola, uno de los sitios del pueblo en los que podías pasear a caballo por algunos minutos.

Siempre que pasaba por allí me quedaba afuera, Candela y Carlucho hacían cada recorrido lentamente, siempre llevando a un niño asustado mientras alguno de sus dueños los guiaba: a veces lo hacía Gloria, quien prefería estar en el mostrador y no salía de allí de ser necesario; y la mayoría de las veces estaba Albertico, que caminaba despacio y parecía más interesado en cualquier otra cosa menos en sus equinos.

Ese día entré por primera vez a La Amapola, mi papá le pagó un par de billetes a Gloria, y Albertico me levantó con demasiada facilidad, a pesar de sus brazos flacos. Recuerdo vívidamente ese momento, estar sobre Candela me hizo ver lo pequeño que era yo ante una criatura tan extraordinaria, y el resto de mi vida me seguí sintiendo así: tan insignificante junto a un animal tan formidable.

****

El señor Augusto Rivera no hablaba mucho, sin embargo, su mirada decía todo lo que su boca no podía expresar. Su familia criaba caballos pura sangre para carreras desde hacía tres generaciones, cuando Prudencio, su tatarabuelo, fundó la finca La Rivera. Algo importante de esta familia era que todo el mundo decía que estaban malditos, ya que en tres generaciones nunca ninguno de sus caballos había ganado el Clásico Simón Bolívar, sin embargo, siempre estaban en la pelea, siempre parecían estar muy cerca de conseguirlo.

Reina Madre era la nueva esperanza, había ganado algunas carreras y se figuraba como la favorita, pero para don Augusto confiar en el favoritismo era dañino para el espíritu. Todos los que trabajábamos para él nos estábamos esforzando el doble, todos queríamos que Reina Madre rompiera la maldición de La Rivera. Yo más que nadie.

—A partir de mañana practicaremos el doble —comentó el jefe cuando ya me había bajado del caballo, se lo decía a todo el equipo—, necesito que esté todo listo y en orden, no podemos equivocarnos, no puede haber ningún error.

Todos asentimos. Llevó su mano a mis hombros, sus movimientos siempre eran seguros, confiables, como si supiera exactamente qué hacer para ganarse nuestro respeto.

—¿Todo está bien? —preguntó como un murmullo, era alto, fornido, medía a lo menos treinta centímetros más que yo—. ¿Y el peso?, ¿cómo vas? Sabes que tenemos toda nuestra confianza en ti, pero debes esforzarte.

Me miró y, por un segundo, sentí que sus ojos eran parte de las miradas imaginarias que había percibido cuando estaba sobre la balanza. Él no lo sabía, pero quizás sí, tal vez presentía que no eran cuarenta y cinco kilos lo que decía la báscula, que eran más.

Tragué despacio y asentí, aún advirtiendo su mirada, incluso cuando ya se había ido.

****

Estaba en mi cuarto, era pequeño y no tenía mucho espacio, pero era lo que podía pagar en un país como este. Había un espejo enorme, que la dueña anterior había dejado por error y que nunca había ido a buscar. Me había quitado la ropa, una parte de la cama quedaba justo frente al espejo y me senté allí, solo con mi bóxer de algodón, mirándome fijamente.

No me miraba al espejo a menudo, a veces olvidaba que me veía de cierta forma. Que no era alto, que mis huesos se marcaban y que mi piel, bronceada por tanto tiempo al sol, tenía las marcas de las caídas, de todas ellas. Me miré de nuevo sin mirarme, sintiendo cómo la tensión en las piernas aumentaba cada segundo, y comenzaba a ser dolorosa.

Me toqué los muslos, el dolor comenzaba desde mis pies, endurecidos, que apenas tenían movimiento, subía por los tobillos adormecidos, por las tibias, que me fracturé alguna vez, hace muchos años, luego de una caída, cuando aún era un novato. La piel seguía sintiéndose tensa, como si se estuviera estirando. En aquel momento el dolor iba subiendo hasta la cadera y el pecho, irradiándose como fuego sobre mi cuerpo disminuido.

Me levanté a duras penas, me moví como pude y agarré un acetaminofén, el octavo o noveno que me tomaba en el día. Volví a la cama sintiendo cómo el dolor me hacía lagrimear, nunca había experimentado algo tan angustiante, que se iba incrementando segundo a segundo. Me miré de nuevo al espejo, ya estaba acostado, algo estaba cambiando, pero no sabía qué, quizás estaba enfermo y solo necesitaba dormir para que todo se sintiera como antes.

Me arropé con las viejas sábanas, la luz seguía encendida, pero no podía volver a levantarme. Decidí ignorarlo, teniendo la esperanza de que aquella pastilla se adentraría en mi cuerpo y detendría aquel malestar que me estaba destruyendo desde adentro, desde lo más profundo de mis músculos, huesos o venas. No sabía exactamente desde dónde.

****

La gente hablaba de “noche de perros” cuando tenían una mala noche, pero yo no sabía exactamente cómo podía llamarse, qué había sido todo aquello. La noche anterior había sido una agonía, sabía que había perdido la conciencia en algún punto y que durante los pocos instantes que estuve despierto el dolor me había atormentado como un espíritu en pena.

Cuando desperté de nuevo, el pequeño cuarto ya estaba iluminado por el día. Me vestí con esfuerzo, mis piernas se sentían extrañas, como si las usara por primera vez, como si la noche anterior hubiera perdido la facultad de caminar y aquella mañana estuviera aprendiendo a hacerlo de nuevo.

Caminé hasta La Rivera, la finca no quedaba tan lejos. Llegué a los establos sintiendo que en algún momento mi cuerpo torturado caería sobre la tierra húmeda, sentía la piel transpirada por el sudor y el rostro arrugado por el esfuerzo que estaba haciendo.

—¿Qué tienes? —Oí decir al señor Augusto preocupado.

Escuché que llamó a los peones y uno de ellos se acercó para ayudarme a mantenerme en pie, pues mis piernas comenzaban a flaquear de nuevo.

—¿Qué sientes? —preguntó, me habían sentado en una destartalada silla de madera que mantenían en el establo.

Todos estaban a mi alrededor, con sus rostros confusos y sus ceños fruncidos, yo no miraba nada en específico, sentía que el dolor no permitía que mi lengua se moviera o mi mente lograra formular una respuesta, en aquel punto me dolía todo y no sabía muy bien cuál era lo que punzaba más.

—Pier… nas —logré articular.

El señor Augusto puso una de sus manos sobre una de mis extremidades y yo grité, todo se volvió un borrón y sentí que, por un instante, la agonía paraba, mientras todo era oscuridad.

****

Cuando abrí los ojos estaba en otro lado, la habitación estaba limpia y olía a algo desconocido, no a mierda de caballo y a tierra. A medida que mi cerebro despertaba fui reconociendo el lugar, estaba en una de las habitaciones de huéspedes de La Rivera. La voz lejana, pero conocida, del doctor Ignacio mencionaba algo sobre cuerpo y proteínas, y también sobre muerte. Intenté moverme, pero no pude, quise hablar, pero mi lengua se sentía pesada en el fondo de mi boca.

—¡Al fin despertaste! —comentó el doctor entrando al cuarto.

Hacía muchos años que no lo veía, desde que Benjamín Rivera, el padre de don Augusto, había muerto, luego de batallar durante algunos años contra una extraña afección de los riñones.

—¿Has comido algo últimamente? —preguntó sin más, yo asentí, había comido papas y agua, quizás, aunque no recordaba la última vez que lo había hecho.

—¿Has tenido días libres? —Negué, no tenía más nada que los caballos, por eso, descansar no me agradaba tanto.

—No sé qué estás pensando en este momento, no sé tampoco qué estás viviendo, pero no te estás convirtiendo en caballo o superhéroe, te estás matando y ningún muerto gana nada.

Asentí de nuevo, el doctor salió de la habitación y oí que le decía algo a alguien de afuera. No pasó tanto tiempo cuando el señor Augusto entró al pequeño cuarto, lucía contrariado, sin embargo, se sentó junto a mí al borde de la cama

—¿Te sientes bien? —Asentí, mintiendo—. No le creas nunca a los doctores, si quieres correr el domingo, lo harás.

Yo volví a asentir, me había preparado para esto. No podía fallarle a Reina Madre, ambos teníamos que ganar. Había luchado con las uñas para hacerme un lugar en La Rivera, no podía detenerme ahora.

****

Estaba en mi cuarto de nuevo, me habían llevado hasta allí confiando en mi palabra de que me sentía mejor, pero no era así. No dejaba de pensar en el dolor y en las palabras del doctor Ignacio, las que, según el señor Augusto, no debía creer, sabía que no podía ser un superhéroe, sin embargo, quizás sí me estaba convirtiendo en caballo, quizás esa era la razón del dolor lacerante, de la pesadez, el cansancio y la sensación de que mi piel era cuero.

Me miré al espejo y vi lo que el doctor no quería que viera: las similitudes. Mi cuerpo estaba cambiando, ya yo no era más yo, era otra cosa, era más grande, más majestuoso, más equino. Intenté levantarme, pero el dolor me lo impidió, me miré de lejos, con la luz encendida, con el cuerpo que cambiaba a cada segundo, de la misma forma en que dolía.

No supe cuándo dormí o si estaba despierto, o si mi cuerpo había colapsado de nuevo y había perdido el conocimiento en medio de aquella transformación. Recuerdo que me levanté temprano y nos fuimos hacia el Hipódromo de La Rinconada, mi mente estaba en blanco mientras me ponía la indumentaria y me preparaba para correr el Clásico Simón Bolívar por primera vez.

¿Recuerdas la primera vez que montaste un caballo y te preguntaste cómo se sentiría si aquel animal corriera más rápido y pudieras sentir la brisa en tu cara como si estuvieras volando? Yo lo recordaba, pensaba en ello a menudo, la idea se filtraba en mi cerebro incluso sin querer, como una gotera. Me imaginaba a mí mismo corriendo, haciendo el recorrido de veinte minutos de Candela y Carlucho a setenta kilómetros por hora, hasta que mis piernas se cansaran, hasta que el niño que era en aquel momento pudiera sentir la verdadera gloria de un animal tan veloz como el caballo, sentir toda su fuerza, su velocidad, su poder.

Y lo hice, aquel día lo logré, corrí tan rápido con mis patas de caballo que superé a Reina Madre.  El viento sobre mi cara era tan veloz que se sentía como un murmullo, como un sonido envolvente que hacía que todo lo demás se sintiera lejano, absurdo, como si la tragedia y el dolor nunca hubiesen siquiera tocado mi vida, como si mi padre nunca se hubiera matado montando a Pamela días antes de su primera carrera y que juntos le mostraran al mundo su verdadero potencial.

Estaba seguro de que mi papá hubiera ganado el Clásico Simón Bolívar, como yo lo hice, o como creí hacerlo. No recuerdo bien a causa del dolor.

 

Primer lugar del XVIII Premio de Cuento Julio Garmendia de la Policlínica Metropolitana

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