A solas con Dios, de Israel Centeno
19/ 02/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteLlora. Le duele muy adentro. Cada vez que respira, sus lágrimas fluyen y no lo consuela haber recordado la escena de aquella película en la que María Schneider se corta las uñas y unta sus dedos en mantequilla, qué carajo, el caso no es el mismo, los momentos no ensamblan con exactitud, él quiere un diagnóstico, algo que le calme esa sensación de tener vidrios en el estómago.
La noche transcurre con pesadez, otros enfermos se quejan, se escucha el llanto de algún familiar que monótonamente repite que algo es injusto, es injusto, injusto y Jasser desea tener a un familiar al lado, trasnochándose con él, presionando a los médicos entre sorbos de café. Antes de ingresar, antes de que el dolor se le hiciera inaguantable, llamó a Clara. Aló, aló, ¿Clara? Ella, incómoda al otro lado de la línea, preguntándole si era tan grave que no podía aguantar hasta la mañana, que ahora de noche todo es comprometedor, precisamente esa noche, sí, tenía a alguien, estaba cansada, la semana que pasó fue terrible y se había guardado esa noche para escuchar jazz en la José Félix Ribas, para beber unos tragos, tú sabes, una necesita expandirse ¿por qué no llamas a tu esposa? ¿Expandirse adónde reputa si lo único que haces con maestría es contraer los músculos de la vagina? pensó antes de dejarla al otro lado armando justificaciones: un dolor no es necesariamente una cosa que alarme, ¿por qué no iba a una farmacia para que le inyectaran un calmante? lo más probable es que mañana con tranquilidad veas a un médico y te diga que no era tal la cosa, ahora me esperan, tú entiendes.
Claro que entendía, la noche era prometedora igual que otras noches en las que salieron juntos a tomarse unos martinis secos en la barra de la Cota 880, donde se harían los encontradizos con el escritor de telenovelas (era imperativo incursionar en la televisión), le soltarían todas aquellas cosas sobre las bondades del género y escucha, María Rivas es la revelación de la década como cantante, qué broma ésa con aquellos que insisten en hablar mal de la televisión, es cuestión de resentidos y que te parece cómo decayó Jacobo en su última exposición. Luego, ser apabullados por otros que al igual que ellos se tratarán de sentar a la diestra del siniestro libretista que para su gusto, luego de pensarlo bien, no es más que uno de esos hombres que han perdido el pelo en la cabeza y tienen sucio el lomo porque no han dejado de ser unos mulos mediocres y esa es la vida Clarita, vámonos de esta vaina, qué lástima que el medio sea demasiado reducido. A veces pienso que tengo perdida la carrera de antemano, para qué seguir insistiendo, la vida no tiene sentido ni aquí ni en ninguna parte, le dice y terminan en un hotel y duermen profundo hasta bien entrado el otro día.
Jasser, presionando con la palma de la mano su abdomen, llega a la conclusión de que está solo.
Una enfermera trae una botella de suero y la coloca en un paral, le pide que extienda el brazo, busca una vena y lo pincha. Luego le inyecta algo cristalino que sustrae de una ampolla, él le pregunta qué le ha puesto y ella no responde. Pero el efecto del medicamento es inmediato, el dolor cede, su cuerpo va perdiendo pesadez. Ya no tiene la contundencia de hace dos días, cuando creyó que contaría con la fuerza suficiente para afrontar su situación. Su esposa le había pedido que se marchara y él, sin discutir, recogió algo de su ropa, el cepillo de dientes y la afeitadora, miró por última vez los cuadros que colgaban de la pared, nunca le gustó aquel donde unos pocos trazos pretendían un desnudo femenino; de la biblioteca no tomaba nada, aunque dejaba sus libros que lo acompañaron en Londres, mejor se quedaban allí, él no correría por ninguna otra carretera, no iría a ninguna otra ciudad, sólo extrañaría una mata del jardín, el jade. Había crecido frondoso, casi augurándole buena suerte. Su esposa siempre estuvo en la poltrona donde hojeaba una revista, así la conoció, hojeando revistas en un consultorio y así la dejaba; sin embargo no cesó de sentir el impulso de arrancarle la revista, incorporarla por el pecho hasta confrontar su cara y mirarse, mirarse las arrugas mutuas, la mutua desilusión. Todo aquello hizo que tuviera una erección inútil, ahora que se iba para siempre.
En la calle decidió no acudir a nadie: su familia, como en ruinas, había quedado en alguna parte; sus amigos eran inconstantes, alguna vez los catalogó de imágenes impresionistas tratando de hacer de ello una conceptualización genial. Tenía un poco de dinero, lo suficiente para alquilar un cuarto y preparar algo así como la muerte, aunque no tuviera bien definida la idea.
Siempre había hablado de la muerte, la convirtió en una amenaza para sí mismo, siempre se amenazaba, leía con fruición a los escritores japoneses que se habían quitado la vida, lamentaba no haber tenido una como la de Hemingway para cercenarla ocasionando un gran golpe a todos aquellos que se abrazaban a la existencia, suscribiendo una retórica de intensidad. Sintió un gran dolor en la barriga y ahora estaba tendido en una camilla, semidesnudo, desconcertado y temeroso.
Llegó el especialista y lo auscultó de nuevo. Presionó fuertemente sobre la parte superior del abdomen, el dolor volvía, ahora con más fuerza, arrancándole un grito. Miró la cara del médico esperando que le dijera alguna cosa, éste le preguntó por sus parientes y él respondió que estaba solo en la ciudad, el doctor arrugó la cara, llamó a otros médicos, anotó algo a prisa en una libreta y dijo que prepararan el pabellón.
Lo iban a operar. ¿De qué? No quería que lo operaran, no pensó nunca que le fueran a abrir el estómago como a un cerdo en un hospital público, no tenía probabilidades, seguro que moriría ¿pero acaso no había deseado la muerte? sí, pensó en procurársela, pero no en que se la procuraran las circunstancias.
—¡Es absurdo que muera así!
Comenzó a gritar, vinieron unas enfermeras y lo sometieron poniéndole una nueva inyección que lo sumió en un ensueño, donde fue apareciendo aquel día en el que Tato le presentó a su prima. Era una tarde de mucha luz, celebraban el cumpleaños del Coronel, él habla ido con su esposa y estaban asando carne y tomando cerveza mientras hablaban de lo sofocante que se había tornado la novela histórica. Es un imperativo, gritaba el Coronel, nos la imponen.
Jasser ya había cumplido cinco años al lado de su esposa y a pesar de no tener trabajo fijo ni un futuro claro, parecían hacer una vida de pareja aceptable, si se puede decir, feliz. Sin embargo en una oportunidad, se anduvo con la queja de que ya no esperaba sorpresas en el sexo. Sí, lo disfrutaba, pero no esperaba sorpresas y todo aquello era terrible. Los demás bebían y discutían, mientras que él procuraba un espacio para acercarse a la prima de Tato. Era joven, bastante joven para él, pensó que eso era lo que buscaba, algo terso, sin detalles que fastidiaran la estética. Miró sus piernas cuidadosamente y no encontró rastro de celulitis o amenaza de várices, tenía una cintura perfecta y los senos como si le hubiesen injertado silicona ¿qué más que una cara fresca, una sonrisa plena y el pelo cayendo en cascada más abajo de los hombros? La abordó, se dio cuenta que funcionaba eso de la química, que llegaría a algo con ella y en efecto, la citó para el siguiente día, donde con palabras y a pulso de cirujano le impuso el deseo de disfrutar las ventajas de una relación madura, tenía muchas cosas que enseñarle, sabía muchos juegos, le convenía una experiencia adulta en su vida. Luego de tomarse dos bourbons en El Atico, decidieron ir al Dalias a pasar la noche. La niña se desnudó y él en verdad se sentía colmado ante aquella mujer que se revelaba con sólo unas pantaleticas de pierna alta que se perdían entre nalgas firmes y bronceadas. Trató de abrazarla, pero se le escapó. Corrieron por la habitación hasta caer sobre la cama, ella le dio la espalda y empezó a hablar, en realidad no decia nada, a cada sugerencia de Jasser le respondía con un pedazo de la letra de una canción de Rudy La Scala. Dijo que tenía un novio y él qué, también tenía una esposa. Entonces nos pasa igual que en la letra de aquella canción «el cariño es como una flor, que no se puede descuidar, porque siempre hay alguien que desea poderla arrancar». Está bien, pero déjate quitar la pantaletica, chica. «Tratando de olvidar, su nombre le grité y lo intenté besar». Recitaba temas completos y nada de abrir las piernas. Se dio vuelta y comenzó a llorar ¿Por qué? Jasser trata de consolarla. Le dice que está deprimida, que su novio la ha dejado «¿Por qué la vida es asi… ?» Él se cabreó, quería encoger su pierna y darle duro en el espinazo y ponerse a gritar desaforado que si no conocia ésta, claro, la letra no era fiel pero iba por ahí: «Sin pensarlo dos veces te tiré a la pared, te arranqué eso que te queda encima y te llené de patadas el culo». Pero tenía que encontrar una salida adulta y le dijo que estaba bien, que lo dejaran así, que otro día sería. Ahora la llevará hasta su casa y no ha pasado nada ¿así? Salieron del hotel y no hablaron durante todo el camino, hasta que se detuvo el auto. Ella se acercó, le dio un largo beso y no terminó de bajarse sin decirle «No lo niego, fui feliz, aunque con muy poco amor». Jasser apretó el acelerador y se perdió en la avenida pensando que había anotado un desacierto más a una larga cadena que nunca terminaría de romperse.
Llegaron los camilleros y lo condujeron al pasillo del hospital desde una noche de avenidas y luces donde se prometía no indagar nunca más en territorio impúber. Afuera se escuchaba la sirena de una ambulancia que llegaba, las enfermeras y los médicos corrían a su lado, giró la cabeza y miró el piso sucio, papeles en los rincones, vasos plásticos, manchas de yodo y sangre, alguien se quejaba. Quiso preguntar qué sucedía, pero iban muy rápido. Las luces en el techo del pasillo pasan como focos de autos, al fin tropiezan con una puerta que se abre en dos, están en el pabellón. Allí todos visten de verde y tienen gorros que cubren sus pelos, alguien gira órdenes —¡Rápido, rápido!— Jasser piensa que quizás existe una manera de detener aquello y grita que tiene esposa, hermanos, amigos, tíos, que los llamen, que no está solo.
Comienza a temblar convulsivamente. El anestesiólogo le palmea una pierna y le pregunta, mientras se lleva un trozo de pan a la boca:
—¿Tienes miedo, campeón? —Jasser mueve la cabeza afirmativamente, el anestesiólogo concluye:
—No te preocupes, que yo tengo más miedo que tú—. Introduce una jeringa en un boquete de salida de la botella de suero y comienza a presionar el émbolo. Jasser siente que el cuarto se vacía, las voces y los hombres se escuchan en otra parte, en otro lugar del hospital. No queda nadie junto a él en el quirófano, está a solas con Dios y no sabe si debe reclamarle, rendirle cuentas o llorar.
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Un cuento con mucho realismo. Muy bueno.