Ana Isabel, una niña decente, de Antonia Palacios
24/ 02/ 2013 | Categorías: Capítulos de novelas, Lo más recienteEl azafate de plata
Es día de retiro, Ana Isabel tiene que permanecer en el colegio igual que todas las niñas que harán la Primera Comunión. Ya están llegando las vianderas y los azafates. Ana Isabel mira hacia el patio, hacia la reja del zaguán, en espera de Estefanía. Cecilia va a almorzar en el salón de las pequeñas, con Justina y Esperanza Caldera. Luisa Figueroa, sola, en la mesa redonda de la señorita. Ya ha llegado su almuerzo. Un gran azafate que ha traído el jardinero, porque Luisa Figueroa es rica y vive en El Paraíso en una quinta con un gran jardín. Ana Isabel y Jaime lo han visto los domingos cuando van de paseo a dar la vuelta en tranvía por El Paraíso. Ana Isabel echa un vistazo a ver que le han traído a Luisa Figueroa. ¡Pollo! ¡Luisa Figueroa va a comer pollo! ¡Y uvas! Uvas verdes, cristalinas. Y una gran vaso de leche. ¿Qué es aquello en una bandejita? Una cosa con crema… ¡Ay, qué rico debe ser! ¡Y qué servilletas! Blancas y bordadas…
Esperanza Caldera y Cecilia también tienen un rico almuerzo con pollo, frutas, dulces… Entonces ella no podrá almorzar con ninguna, porque seguro le enviarán lo que comen en su casa: arroz, caraotas…
Comerá sola. Se irá al salón de las grandes que está desierto y allí nadie la verá y no se burlarán de ella…
—Ana Isabel, ¿todavía no ha llegado tu almuerzo? ¡Ven con nosotros que te estamos esperando!
Es Cecilia quien la llama. Cecilia quiere mucho a Ana Isabel y ella quiere mucho a Cecilia. Un día, Cecilia lloraba porque se le había muerto un pajarito y Ana Isabel la había abrazado muy fuerte, a Cecilia, que tenía la cara tapada y no se dejaba ver por nadie…
¡Al fin ha llegado Estefanía con el almuerzo! Se lo han enviado en el azafate de plata. El juego de café que en su casa no usan nunca y que guardan bajo llave en la vitrina del comedor. El juego de plata que Ana Isabel y Jaime admiran tanto. Un regalo de bodas del tío Marcelino. Marcelino Alcántara, tío de su padre.
Ana Isabel y Jaime no ven casi nunca al tío Marcelino. Tan sólo una vez al año, en Navidad. Es un gran día para ellos. Los visten con sus mejores trajes y Ana Isabel no hace otra cosa que pensar en el regalo que habrá de hacerles el tío Marcelino.
El tío Marcelino es un viejito seco y apergaminado, con gorra de seda y pantuflas de cuero. Tiene mucho dinero. Cuenta su padre que posee una hacienda de café y otra de cacao, tan grandes, que se tardan días y más días en recorrerlas. Pero no es simpático el tío Marcelino. Nunca les ha dicho un cariño.
—Ana Isabel, saluda al tío Marcelino…
Ana Isabel se queda rezagada junto a la puerta. El salón donde los recibe el tío Marcelino no le gusta a Ana Isabel. Las paredes están cubiertas de retratos pintados al óleo con grandes marcos dorados. Retratos de los Alcántara. Y tienen todos un aire frío y duro,los Alcántara, dentro de sus marcos dorados. es una pieza cerrada. No tiene ventanas y no se puede mirar hacia el patio, ni siquiera un trocito de cielo. Un olor a naftalina, a sedas carcomidas, y el tío Marcelino sentado muy tieso sobre una poltrona tapizada en damasco rojo. Los demás muebles están revestidos con fundas de liencillo crudo, pero Ana Isabel sabe que son rojos, como la poltrona, porque el día del arbolito los desvisten y todo el mundo tiene derecho a sentarse sobre el damasco.
No tiene niños el tío Marcelino, ni esposa tampoco, porque no es casado. ¿Para qué tendrá tanto dinero? Cuenta su padre que ha gastado mucho en viajes. Ha vivido largo tiempo en París y habla francés. Los primos Izaguirre le llaman «grand oncle», pero Ana Isabel y Jaime le dicen simplemente tío Marcelino. Al tío Marcelino no le gusta Venezuela ni a los Izaguirre tampoco. La señora Izaguirre suspira por irse a vivir a París. ¡Les Champs Elysées! ¡Au Bon Marché! ¡Au Bon Marché!, esa tienda tan grande que tiene tantos pisos y hasta un ascensor. Se allí le trajeron a Josefina y a Luis aquellos trajes de lana azul con cuello blanco…
El azafate de plata tiene en el centro un monograma: A. K. Alcántara, Krauss. Krauss con K, porque el abuelo de Ana Isabel era Alemán.
El abuelito llevaba también gorra como el tío Marcelino, pero no se le parecía en nada. El abuelo Krauss quería mucho a Ana Isabel y a Jaime. Los días de lluvia se sentaba con ellos a la ventana y les hacía barquitos de papel. Por las calles de piedra corría el agua negra y espesa. El barquito se doblaba con las velas hinchadas y casi naufragaba entre papeles sucios y alpargatas rotas que la corriente arrastraba del cerro.
—Allá va el capitán Jaime y la goleta Ana Isabel bogando por el Rin…
Y el abuelito reía con sus ojos azules y su bigote rubio. El Rin era lo único que el abuelo Krauss evocaba de Alemania. El Rin con sus aguas tumultuosas y alegres. Porque él había nacido en Venezuela y allí trabajó la tierra. Ana Isabel escuchaba asombrada cuanto el abuelo narraba de la hacienda, donde hacía tanto frío y los árboles eran tan altos… De cómo se levantaba de madrugada y ya estaba con los peones tomando café, comiendo biscocho de rodilla y queso blanco y duro. Porque en sus comidas el abuelo Krauss era más criollo que ningún mulato, que ningún negrito barloventeño. le gustaban las caraotas, la carne frita con cebolla y tomate, las hallaquitas y el café aguarapado. En la hacienda cantaban cantos venezolanos con voz pequeña y bien timbrada, acompañándose a la guitarra. Eran los buenos tiempos. El abuelo Krauss era un hombre fornido y alegre. En el corredor de la hacienda se tendía en el chinchorro rodeado de la familia y la peonada. Por las noches enseñaba a los hijos. Era una escuela nocturna. Después de la cena, que se servía a las seis, el abuelo sacaba sus lápices y sus cuadernos y comenzaban las clases. Historia, Geografía, Aritmética, hasta francés y baile… ¡Tralalán! ¡Tralalán! ¡Dos vueltas a la derecha, dos a la izquierda! El abuelo Krauss cantaba «Sobre las olas» o «Adiós a Ocumare». A veces, en recuerdo del padre, entonaba muy quedo, románticos lieds que mezclaba con golpes tuyeros y corridos llaneros…
Pero los buenos tiempos pasaron pronto. Revivieron los tradicionales atropellos políticos venezolanos… El abuelo fue confinado a Curazao y perdió sus tierras. Cuando el abuelito evocaba para Ana Isabel su destierro, sus ojos se nublaban y hablaba de la isla con voz sorda. De los cielos estrellados, de las noches tibias de «Otra Banda». De las aguas tranquilas, donde se miran blancos barcos veleros y chiquillos negros se sumergen en busca de un chelín, que lanzan los turistas desde los trasatlánticos. Allí también, como antes, habían vuelto a relucir sus olvidadas dotes de maestro y por las noches, de nuevo, enseñaba. Pero entonces eran los hijos de los «macambos», quienes repetían la cartilla y la historia de Federico el Grande. En las horas de la siesta, cuando en la isla parecía detenerse la vida. Cuando los ademanes eran lentos, torpes, y los cuerpos empapados en sudor se arrastraban en un último esfuerzo, don Juan Krauss, ganaba tres chelines afinando pianos. Sus ojos azules sonreían tristemente mientras acercaba el oído a las cuerdas. Luego, las manos del abuelito recorrían las teclas de los pianos afónicos, y en la isla negra y pesada de trópico flotaban los acordes de los lieds románticos, los corridos llaneros…
Pero el abuelito había muerto.
El abuelito había muerto cuando Ana Isabel contaba apenas seis años. Aquel día ella le vio tendido en la cama con las manos juntas y un pañuelo blanco cubriéndole el rostro. ¿Por qué ese pañuelo blanco? ¿Por qué las manos tan juntas?
Ya no harán más barquitos de papel las manos del abuelito. Los días de lluvia, cuando la corriente arrastre del cerro papeles sucios y alpargatas rotas, ya no irán el capitán Jaime y la goleta Ana Isabel bogando por el Rin con las velas hinchadas.
De ver al abuelito tendido en la cama, Ana Isabel le ha cobrado un miedo terrible a la muerte. Por las noches, cruzando las manos sobre el pecho, lo mismo que el abuelo y cerrando los ojos se ha dicho: ¡Estoy muerta! Luego se ha puesto a temblar y ha gritado muy fuerte, tanto, que la señora Alcántara, acudiendo a los gritos, viose precisada a calmar a Ana Isabel que repetía:
—¡Estoy muerta! ¡Estoy muerta!
¿Por qué habrá que morir? Ana Isabel no ignora que se mueren los pájaros, y el burro del panadero se murió y tuvo este que enganchar otro burro al carro del pan. Se mueren los perros. Bob el perro de Justina se murió. Lo enterraron en el corral al pie de la mata de guanábana… Se mueren las hormigas. Ana Isabel las mata, es decir, las mataba, porque ya no lo hace desde que supo que la muerte es quedarse quieta para siempre. En el patio de su casa hay muchas hormigas. Ana Isabel, tendida en el suelo, las observa largas horas. Las hormigas pasan en fila cargadas de briznas verdes y basuritas pardas. En veces, es tan grande la carga y las hormigas son tan pequeñas que no pueden con ella y Ana Isabel las ayuda. Cuando atraviesa el patio no marcha descuidada como antes, cuando ignoraba lo que era la muerte. Ahora pasa despacito, mirando al suelo, para no aplastar a las hormigas…
Se mueren los animales, pero también la gente. El abuelito había muerto. Y su madre, tendrá que morir y su padre y su hermanito Jaime y ella, Ana Isabel, también tendrá que morir… Y después que muera, ¿qué hará Ana Isabel? ¿dónde irá? A la abuelito lo encerraron en una caja negra que luego habían soldado. Ana Isabel estuvo escuchando largo rato el zumbido del reverbero Primus que sonaba como un motor, como las locomotoras de los trenes que a ella le gustan tanto. Pero el ruido del Primus no le gustaba a Ana Isabel. Se escapó al corral para no oírlo pero todavía sonaba lejano, monótono y había tenido que taparse los oídos como cuando tiene miedo.
Ya en el corral Ana Isabel olvidó que estaban soldando la caja donde se hallaba el abuelito y que ya no le vería nunca más. El corral estaba tranquilo. Estefanía y Gregoria se encontraban en el cuarto del abuelo con Jaime mirando las coronas. Estaba desierto el corral y parecía más grande. Eran cerca de las doce. El sol se había ocultado bruscamente. Ana Isabel echada en el suelo, bajo la mata de guásimo, mordisqueaba un guásimo negro y baboso y de pronto se había puesto a llorar, con unos sollozos muy fuertes, con el rostro pegado a la tierra. A llorar por el abuelito, por su madre, por su padre, por su hermanito Jaime, y por ella, por Ana Isabel, a llorar por todo el que tenía que morir…
El azafate de plata es grande y pesado y Estefanía rezonga porque Ana Isabel lo quiere llevar ella sola.
—Mire, niña si me tumba el azafate no me venga luego con brinquitos…
Al fin, entre las dos, lo habían llevado al salón de las grandes. El salón está solo. Ana Isabel coloca el azafate sobre la mesa donde se encuentran las reglas y los tinteros.
¡Ah! ¿Pero qué es esto que le han enviado? ¡Ella también tiene dulce, dulce de durazno! ¡Y una tortilla! ¡Y papas cubiertas!… ¿Será hoy día de fiesta en su casa? ¡Pero no es el santo de su madre ni el de su padre tampoco! Es el mes de diciembre. No es el santo de ninguno de su casa. Entonces, ¿por qué habrá fiesta? ¿Habrán hallado dinero de pronto? ¿Se habrán vuelto ricos mientras ella se encuentra en el retiro?
Estefanía espera en el zaguán. Ana Isabel arde en deseos de preguntarle. ¿Se habrán vuelto ricos? ¡Se habrán vuelto ricos! Si es así su madre no tendrá ya que trabajar y se comprará trajes como las madres de sus amigas y a Jaime le regalarán un velocípedo y a ella unos patines de municiones como los de Cecilia.
La señorita está almorzando. Puede llegarse en puntillas hasta el zaguán donde aguarda Estefanía, sin que nadie la mire. La vieja Estefanía está sentada en el quicio del zaguán. Está cantando bajito la vieja Estefanía.
Oscura q´está la noche
Y tenebroso el camino…
¡Ay, mi vida!
Y tenebroso el camino…
Canta tristemente mientras golpea el cemento con la mano.
Mas como te quiero tanto
A todo me determino
¡Ay, mi vida!
A todo me determino…
Si se han vuelto ricos Estefanía no parece contenta. Estefanía canta siempre que está triste. Hasta el día que murió el abuelito Ana Isabel la escuchó cantar tan bajo, que tuvo que adivinar lo que cantaba… Pero… ¿Y ese almuerzo?
—Estefanía, ¿dónde han encontrado dinero en casa?
En el silencio del zaguán Ana Isabel se asusta de su propia voz.
—¿Dinero? ¡Guá, niña, qué dinero van a hallá! Ningún dinero. ¡Qué dinero va a habé!
—Y… ¿ese almuerzo?
—¿Qué almuerzo? Ese almuerzo es pa tí sola. Tu mamá que te frió esa tortilla y te compró ese medio de durajnos. Ese almuerzo es pa tí sola. Guá niña, ¿No ve q´ está en el retiro?
Ana Isabel no pregunta más. Caminando despacio regresa al salón. Estefanía modula sentada en el quicio del zaguán.
Oscura q´está la noche
Y tenebroso el camino
¡Ay, mi vida!
Y tenebroso el camino…
Sobre la mesa está el almuerzo de Ana Isabel, en el azafate de plata. La tortilla, el dulce de durazno en el platico redondo de cristal. Todo limpio y cuidado, cubierto con una servilleta también muy limpia y muy blanca.
Pero Ana Isabel no siente hambre. Tiene la boca seca y un nudo en la garganta. Se diría que va a llorar. Pero, ¿por qué ha de llorar Ana Isabel?
Se sienta y parte un pedacito de tortilla y comienza a masticar. Tiene los ojos nublados como si estuviese llorando. Pero ¿por qué ha de estar llorando Ana Isabel?
Desde el comedor de la señorita llega un ruido de sillas que se arrastran. En el salón de las pequeñas se escucha la risa fresca de Justina y la voz chillona de Esperanza Caldera.
—¡Chica, no te rías tan fuerte que eso es pecado!
Ana Isabel, una niña decente (Monte Ávila)
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