Autorretrato, de Gabriel Jiménez Emán
10/ 04/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteCon el pincel me dibujé un ojo en la frente; busqué colores y encontré tres esferas transparentes; logré dar con mi paleta de artista pero sólo para morderla y encontrar que era suave como un pedazo de gelatina. Traté de encontrarme el pelo para sostenerme bien la cabeza, para mantenerla firme mientras buscaba con mi otra mano un lugar donde colocarla, y poder así verla con suficiente precisión.
Ni aquel espejo, ni aquella foto, ni siquiera el boceto de mi propio cuerpo me permitieron observarme. Ni toda mi obra. Ni la exposición donde había vendido todos los cuadros y el alma.
Nada. Nada me ayudaba a encontrar el lugar de mi cara donde dibujar el siguiente ojo, pues el primero dejaba salir de la frente un destello azulado que caía sobre las cosas haciéndoles perder el contorno, lo cual por demás me alegraba, pues ello me ayudaba a no verlas.
La tela se rasgó con el primer ademán que hice frente a ella, y fui a dar a una pared. Supuestamente la pared suplantaba la tela, pero poseía algo entre la ausencia de color y el blanco que no era ni lo uno ni lo otro. Con mis dos ojos naturales jamás había observado este fenómeno; con el ojo en la frente descubrí que podía atravesarla, pero no me decidía hasta no hacerme algunas preguntas acerca de ambas transformaciones: la de la pared y la mía: cabía la posibilidad de que ella me atravesara a mí y no yo a ella, y si esto sucedía yo quedaba atrapado sin poder realizar el retrato. La miré bien y vi que me reflejaba en ella (no a la manera de un espejo, sino a la superficie que conducía mis reflejos más lejanos y pequeños), y al final sólo veía al ojo en lo más profundo de la pared.
¿Y entonces con qué lo veía? Con mis dos ojos naturales, por supuesto (no quería de ningún modo parecer un cíclope o algún ser mitológico). Al cerciorarme de esto, el ojo dibujado desapareció, y no tuve que atravesar la pared, ni ella a mí. Y aunque al rato también me faltaban los dos ojos naturales, tampoco eso debía preocuparme, pues no tenía manos con qué tocármelos para comprobar si no existían o si sólo me había quedado ciego. Pero esto era lo de menos. Ya había realizado mi autorretrato.
Del libro: Cuentos y microrrelatos (Monte Ávila, 2008)
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