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Un aviso, un caveat emptor para aquellos siempre en busca de la quinta pata del gato: el material que sigue es autobiográfico, cero impresiones vicarias enmascaradas en primera persona. Lo resalto desde el principio para evitar en el futuro los análisis posmodernos y deconstruccionistas de Angel, Carlos, Luis, Antonio o el otro Carlos. A ver si me explico: si alguno de ellos, o sus adláteres, escribe una línea más sobre mi trabajo usando jerga, le arranco la cabeza. Por si no quedó suficientemente claro: “jerga” para mí incluye (aunque la lista no sea exhaustiva) a los términos superestructura, fonema, morfema, omnisciente, intertextualidad, resemantización, textículo, noveleta, destinatario, literaturidad, perspectiva diacrónica, adecuación lexical, hilo diegético. La fatwa también se aplicará a estos individuos si se les ocurre citar a Freud, Jung, Chomsky, Lacan, y a todo ese atajo de enfermos y sinvergüenzas, que han proyectado sus peores miedos y perversiones en sus supuestos discípulos y pacientes, para terminar fornicando con ellos la mitad del tiempo. Por otro lado, y para evitar vaguedades, no debería interpretarse lo que sigue más abajo como crónica, del tipo producido por gente más hábil que yo en el tema, como Alberto, Sergio, José Roberto o Milagros. Si acaso se desea exhibir algún parentesco literario, baste con citar, de los de aquí, a Julio, Jorge Luis y el otro Luis, y de los de allá, a Francisco, Benito, Miguel, José Luis y José María.
Una vez aclarado lo anterior, puedo pasar al grano, a cómo se siente uno afectado cuando sus ex novias empiezan a morirse, así sin más, en el medio de lo que se podría denominar la flor de la vida, la época más productiva en la experiencia vital, la juventud de la madurez, o algún otro cliché que se refiere a ese interregno más allá del primer retorno de Saturno, entre los cuarenta y los cincuenta años. En ese intervalo está el abajo firmante, y también están ellas, mis ex novias y mi ex esposa, si bien ésta última no difunta, para todos los efectos sí, enredada con el mayorista de vinos y licores, bastante mejor partido que yo, hay que admitirlo, buen mozo, billete parejo, pent-house en Valle Arriba y sin rollos existenciales. Estoy solo. Como diría un amigo boliviano, «no tengo a nadie que me encrespe las pestañas». ¿Que qué hace un servidor? Emborrono cuartillas. Concretamente escribo pulpa para la televisión, novelas donde cumplo las premisas básicas, mantengo el rating y todo el mundo, anunciantes, gerentes y televidentes, tan contentos. Puntualmente mis protagonistas femeninas salen preñadas del tipo que no debería preñarlas y hay una sirvienta sinuosa de la que se enamora el niño ricachón, o una niña bien que se empata con el marginal buenmozazo. Lucha de clases, pues, estimados. Ahí no hay pele, y en eso estoy de acuerdo con todos los panas: Alberto, César, Ibsen, Leonardo… Está de anteojito, si me permiten otra informalidad, el tipo de narración que sube cerro. A veces son las hermanas separadas al nacer, una con destino a la mansión, la otra con rumbo al rancho; de adultas se conocen, se intercambian roles, novios y enredos obvios. Luego está el tema de la ciega o el tullido que recuperan la vista o la motilidad; esto hay que dosificarlo y no abusar, porque también la gente se cansa de las intervenciones de la Virgen de Lourdes o de María Lionza, según convenga. Otras veces opto por la línea Conde de Montecristo: él o ella, de origen humilde y expulsados del seno familiar por equis, ye o zeta motivo, salen de la cárcel y regresan ricos para vengarse de los parientes coñoemadres («miserables», para el horario estelar) bajo una identidad falsa. En fin, es un reciclaje continuo de cuatro o cinco ideas amalgamadas con abundante copulación. (En mis diálogos «copular» se traduce como «estar» para ajustarse a la legislación vigente). La gente a las nueve de la noche se traga casi cualquier cosa, no deja de sorprenderme el voluntarismo de los telespectadores, siempre dispuestos a suspender la lógica y la realidad para aceptar mis guiones. Ya hace tiempo dejé la peleadera con los productores por pendejadas, como que en mis novelas todas las mujeres amanecen en la cama portando ostensibles sostenes debajo de sus dormilonas y maquillajes a prueba de balas. No soy inmensamente feliz con mi trabajo, pero me da de comer con relativa facilidad, los cheques salen puntuales quince y último y algunas noches me traigo compañía del canal después de la grabación, compañía que al día siguiente amanece sin sostén, dormilona o maquillaje, en referencia a lo anteriormente discutido, y que se desaparece sin mayores complicaciones a futuro.
Me temo que todo lo anterior son rodeos, circunloquios para evitar tocar los temas esenciales en estas cuartillas. Voy a decirlo sin tapujos: estoy sumido en una profunda depresión, depresión clínica la llaman los expertos, y para combatirla tengo meses tomando diez miligramos de oxalato de escitalopram en las mañanas y un cuarto de miligramo de alprazolam en las noches. Empecé a notar los síntomas a finales del año pasado. Por un lado, no podía dormir bien, ni solo ni acompañado. Por otro lado, se disparó mi agresividad al tope: perreaba a mis actores y actrices, le respondía mal a los ejecutivos de la planta, se me crispaban los nervios en el tránsito. Un día tuve una pequeña dificultad para pagar unos apios en la caja del automercado, la lectora óptica no trabajaba bien, algo de ese estilo, y además de maltratar verbalmente a la cajera, cuando llegué al estacionamiento, con una furia homicida me devolví al automercado, exigí la presencia del gerente y le endilgué una perorata sobre cómo su negocio era peor que una bodega de esquina, porque no podía pesarme unos apios y calcularme su precio. Más tarde, a solas en el apartamento, reflexioné que algo serio me estaba pasando. Por esa época me alimentaba casi exclusivamente con sánduches de queso y refresco que engullía en la cama mientras veía los canales porno de la tele, y como consecuencia me la pasaba estreñido. Del librito de síntomas me faltaban las tendencias suicidas, quizás porque siempre he sido muy egoísta con el tema de la vida, me ha costado mucho llegar a donde estoy y no quiero renunciar a ello. Ahora estoy más controlado, gracias a un par de químicos salvadores. Mi siquiatra me dice que al menos debo permanecer cuatro meses con este régimen, cuidado si seis, y a mi juicio, si es que me queda, he hecho grandes progresos.
Nunca antes me había atendido un siquiatra, y la verdad, uno carga demasiados prejuicios contra estos profesionales que, mal que bien, a veces te pueden ayudar. Lo peor de todo, lo digo desde ya, es la peregrinación hasta la clínica, las largas horas para atravesar el río y aguantar las colas con el surtido de saltimbanquis en los semáforos (ya los tengo catalogados, hay una pareja especialmente diestra, se paran uno al lado del otro e intercambian pelotas y bastones), mendigos exhibiendo tumores o malformaciones congénitas (mi peor pesadilla: el que exhibe una esfera prominente, como un alienígeno, sobresaliendo del abdomen), los puestos de frutas invadiendo la calle, los toldos de comercios ilícitos de telefonía celular, los vendedores de bolígrafos que patrocinan drogadictos rehabilitados, los limpiadores de parabrisas con sus cepillos y botellas de agua jabonosa, los buhoneros con sus placas de anime exhibiendo películas y libros de imposible actualidad, en fin, el zoco urbano de cada día. Luego sigue la ordalía subterránea para encontrar un puesto de estacionamiento en el caos de esa gruta, caliente y mal iluminada, donde ya he trabado cierta familiaridad con un parquero que me suele simplificar el trámite. Intercambiamos algunas frases sobre el clima, su pañuelo en la calva, «es el calor, amigo», «las llaves, no, no voy a lavar el carro», y sigo hacia los ascensores atestados, siempre una pelea por el espacio, uno acaba aplastado entre unas intimidades de cuerpos que jamás lograría en otras circunstancias, sótano dos, planta, el cuatro, por favor, permiso, voy saliendo. A veces se dan pequeños dramas con sillas de ruedas, o pacientes con piezas metálicas atornilladas a la cabeza, o como aquella vez que salvé a un muchachito, dormido en el hombro paterno, de terminar con su brazo colgante atrapado por las implacables puertas de aluminio. Al final del pasillo, el pequeño consultorio guardado por la secretaria fiel, impasible y refractaria a cualquier mal. Casi que uno se siente completamente sano al hablar con ella, entre revistas y espejos. A la salida, le extrae a uno los reales en cheque o en efectivo, no hay problema. Y luego, claro, viene el impacto de la cruda realidad, el encuentro con el doctor, que destapa la olla de mis problemas. Hay algo de tensión en esos encuentros, esas búsquedas minuciosas en mi alma y mis circunstancias, aunque no debo estar tan mal, pues siempre conversamos frente a frente, escritorio de por medio, a pesar de que puedo atisbar en la habitación de al lado un diván, reservado sin duda para los casos perdidos. Hablamos de todo, de mi vida, mi trabajo en la televisión, mis circunstancias familiares, a veces él también arroja alguna luz sobre sus propios problemas, apuntando paralelismos entre mi situación personal y la suya. Deben ser técnicas, supongo, para hacerme sentir bien. Y así es como en general me siento. La posible excepción fue el encuentro con la sicóloga clínica, una mañana sabatina, como parte integral de mi tratamiento. Me encontré en el consultorio del doctor con una walkiria de nombre impronunciable, pálida, entrada en carnes, que se presentó con voz estentórea y profesional como mi psicóloga. Inmediatamente la visualicé con unas placas metálicas cónicas protegiendo sus pechos, un corsé de cuero y un casco vikingo, con cachos desde luego, berreando arias gemebundas para adornar agonías interminables en algún teatro de segunda. Pasé varias horas con ella en la habitación sin diván, y con otros pacientes en una sala contigua (todos mujeres, a simple vista muy normales), mientras contestaba formularios o trazaba dibujos.
Terminé aquella mañana extenuado, con una necesidad imperiosa de meterme una dosis doble o triple de mi ansiolítico favorito. Hasta se me quitó el apetito, y sólo en la tarde pude abrir una cerveza y una bolsa de tostones mientras veía un partido de la liga española por ESPN.
A los pocos días pasé recogiendo el informe. Fuera vaina, se me pareció a las bolserías que debe inventar un colega para el show del horóscopo de las mañanas, con las que a veces le ayudo: generalidades, lugares comunes, constataciones obvias de lo cotidiano («géminis: encuentro desagradable con un cobrador; aries: conflicto amoroso en puertas»). A continuación transcribo algunos pasajes del informe en cuestión con mis comentarios para que cada quien pueda sacar sus propias conclusiones:
Los resultados obtenidos a través de las evaluaciones realizadas nos hablan de personas que presentan una tendencia definida hacia la hiperactividad y una autoevaluación irreal.
Son personas enérgicas, prefieren la acción al pensamiento. Tienen un amplio rango de intereses y es probable que tengan muchos proyectos al mismo tiempo. Sin embargo no utilizan su energía en forma prudente y con frecuencia no concluyen sus proyectos.
Cómico. Esta gente no sabe lo que es trabajar contra reloj para entregar un manuscrito a tiempo. Y la tercera persona del plural: “personas que presentan una tendencia”. ¿Eso es para que no me sienta aludido?
Pueden ser creativos, emprendedores e ingeniosos, pero tienden a aburrirse e impacientarse muy fácilmente y su tolerancia a la frustración es limitada.
Lo de creativo e ingenioso debe ser por la manera de rellenar la prueba de Wartegg: los dibujitos a medio hacer en una docena de cuadrados o viñetas. En el caso de la viñeta con dos rectangulitos perpendiculares, los uní con unas curvas, sombreé todo y lo titulé «codo de tubería» (es que también te piden un título para cada dibujo, no se vale, como en tantas obras de galerías, rotularlos «sin título»); en el caso de la línea curva, como un pájaro, la usé como parte de unos labios entreabiertos, y ése fue precisamente el título de la viñeta; en el caso del punto en la mitad del paralelogramo, escribí la palabra «listo» a la izquierda del punto y titulé la viñeta «punto final». Y así los demás casos, dejé galopar la imaginación.
Experimentan mucha dificultad en la inhibición de sus impulsos y pueden ocurrir episodios periódicos de irritabilidad, hostilidad y agresividad.
En el test de Machover para encontrar desórdenes sicológicos, me pidieron que dibujara un hombre y una mujer en sendas hojas de papel Bond blanco tamaño carta, y qué querían que hiciera, ¿que me inhibiera? ¿Iba a representar dos astronautas asexuados? Dibujé un hembrón en pelotas sobre una cama en una pose clásica, con una pierna doblada ocultando el sexo, así como una odalisca recatada, y con un texto sobre su cabeza que decía, «ven acá, mi amor, vamos a conversar un momentico». El hombre, también en cueros, con los abdominales planos y definidos como una batea donde restregar la ropa, lo dibujé corriendo como un Superman sin capa y sin shorts, con la paloma y los testículos penduleando sobre una pierna, y una burbujita encima de su cabeza exhibiendo el parlamento «Ya va! Primero debo salvar el mundo!» O sea, si no me salieron dos esculturas griegas, al menos dos personajes de comiquita sin ropa, dos arquetipos de la cultura occidental: la mujer sumisa y postrada, y el hombre en movimiento, erguido, mas no eréctil, estrictamente hablando. No sé qué opina ustedes que me leen, pero no creo que se pueda deducir de mis dibujos que soy sicótico o esquizofrénico.
Un optimismo irreal y sin fundamento también es característico, parecen pensar que nada es imposible y tienen aspiraciones muy elevadas, además una estimación exagerada de sí mismos, de su propia dignidad y vanidad, les cuesta ver sus propias limitaciones, son egocéntricos y están centrados en sí mismos y en sus propios proyectos, les cuesta atender a los demás y a las necesidades de los otros.
Por supuesto, si le dije en la entrevista que no tengo hijos y que no me gustan ni los niños ni los perros, ¿qué va a opinar sobre mi egoísmo? Y si mi personaje masculino es Superman sin ropa, ¿qué va a opinar de mi autoestima y mi vanidad? La redacción, por otro lado, es terrible: «son egocéntricos y están centrados en sí mismos». O sea, son enanos y cortos de estatura.
Se plantean metas irreales que los alejan de las actividades cotidianas y de los afectos y las atenciones hacia los demás, por lo que sus relaciones con los otros resultan superficiales acarreando dificultades en las relaciones más íntimas y que requieren de mayor atención y cuidado, inclusive abandonando el área sexual de sus vidas, sus proyectos, sus actividades y sus propias necesidades le resultan más importantes que las que podrían tener los demás.
¿Cuáles metas irreales? Vivo decentemente de lo que escribo, en un apartamento clase media totalmente pago, manejo un carro al que sólo le he hecho 40,000 kilómetros, he sido finalista en el Concurso de El Nacional, dos veces finalista en el de SACVEN y gané el del Ayuntamiento de Cascajones en España. Tengo un par de libros publicados, material para tres más, y seis culebrones de mi autoría se han distribuido por América y Europa. Me siento especialmente orgulloso de Sin fecha en el calendario, romance entre una dama perimenopáusica y el novio de su hija, que me abrió las puertas al exterior, y Gatas de Noche, un primer intento de humanizar a las prostitutas, que me mandaron a cortar demasiado rápido pero estableció mi reputación como renovador del género. Tampoco es que voy a poner en el curriculum «Nobel: pendiente de aprobación», pero soy un escritor, carajo, vivo de la pluma, y esa siempre fue mi meta fundamental. Pertenezco a la Directiva del Sindicato y he estado un bojote de años en la Junta de Condominio del edificio, por si acaso quieren saber de otras metas. No aspiro a llegar ni a la Presidencia de la República ni a la del Canal, únicamente a no ser una carga para nadie, a poder comerme una buena parrilla y beberme un buen Rioja cuando me salga de los forros. Conocer una mujer decente que me acompañe el resto de mis días, eso sí quizás caiga en el territorio de lo irreal, aunque desde luego seguiré intentando conseguirla. Si a veces he abandonado el área sexual, como dice ese párrafo, es porque las oportunidades no abundan. Y porque uno ya está harto de peluqueras y maquilladoras.
Son sociables y amistosos, les agrada estar rodeados de personas y en general crean una primera impresión favorable, a los demás impresionan como seguros y equilibrados, pero conforme lo conocen mejor se dan cuenta de su falta de confianza en sí mismos, de sus sentimientos de insatisfacción concernientes a lo que obtienen de la vida.
Pueden presentar una excesiva ansiedad, obsesiones y tensión emocional con un elevado índice de preocupación.
Presentan períodos alternos de impulsividad y cuadros de sentimientos de culpa y devaluación.
Son propensos a la preocupación y pueden ocurrir episodios periódicos de depresión.
No se observaron signos indicativos de daño orgánico cerebral.
Lo de la falta de daño orgánico creo que lo sacó de mi desempeño en la prueba Bender-Gestalt. Me puso a copiar en hojas en blanco tamaño carta nueve figuras impresas en unas tarjeticas de 3 por 5 pulgadas. Ahí me da la impresión de que salí bien, porque tengo buena coordinación mano-ojo, y tampoco se necesitaba ser Da Vinci, o sea, para copiar unas rayas onduladas, otras punteadas, qué se yo. Las otras conclusiones quizás tienen que ver con mis resultados en la prueba de Rohrschach, más vieja que la sarna y a la que no le daría mucha credibilidad. Ya saben cómo funciona esa prueba: se exhibe una colección de manchas en varios colores, cada una de las cuales semeja el resultado de rociar tintas en una hoja en blanco, para después doblarla y obtener impresiones simétricas de ambos lados de la hoja, y le preguntan a uno qué ve en esas manchas. Siempre me viene a la memoria una comedia de Walter Matthau donde su personaje estaba pasando por el mismo trance de Rohrschach que un servidor, y a cada mancha que el sicólogo le mostraba respondía lacónicamente «mariposa», a lo que el especialista garrapateaba unas líneas en un cuaderno; a mitad del test el médico debe ausentarse de la habitación y Matthau, picado en su curiosidad, lee lo escrito en el cuaderno, una breve consideración sobre la falta de imaginación del paciente. No contento con este comentario, al regreso del sicólogo, y enfrentado a la siguiente mancha, Matthau se manda con una barroca visión de espermatozoides danzando, o algo de ese tenor. A la manera del personaje de la comedia, en alguna mancha vi una flor, una cayena o una orquídea con sus estambres y pistilos, que simultáneamente era una vagina con todos sus aditamentos; en otra mancha vi una paila puesta al fuego, dentro de la cual unas brujas se retorcían de dolor, y así por el estilo. Con respecto a esta última, algo desperté en la sicóloga, que me soltó un aria del tipo «Has sentido mucho dolor en los últimos tiempos».
Bien, como podrán deducir del título que acompaña estas cuartillas, y tal como lo discutí ampliamente con mi siquiatra y la sicóloga clínica, mi depresión comenzó a agudizarse con la desaparición de mis ex novias, un proceso que comenzó hace un tiempo y al que no le había prestado la atención debida. Poco a poco he venido organizado el caos de mis recuerdos para entender mejor mi situación, y lo que sigue representa una buena parte de esos esfuerzos por encontrar un orden y un sentido.
La primera en irse fue Marlene, mi novia del pregrado universitario y primera novia «seria». Todo marchó bastante bien mientras estudiábamos en la Central, donde nos conocimos, yo dos años más adelantado que ella. El primer encuentro ocurrió en el cafetín, mientras el grupito de incondicionales nos vacilábamos los ires y venires de las muchachas de la nueva cohorte admitida a la facultad, las nuevonas . Al rompe me impresionaron sus curvas agresivas y su habilidad para sostener en una sola mano el cigarrillo y el vaso plástico lleno de café hirviente. Uno de los dos sonrió primero, luego el otro, y el resto es historia. Ese mismo fin de semana fuimos juntos a una fiesta encopetada en el Este, de una amiga de ella, donde ambos nos sentimos mal vestidos y fuera de lugar. Poco me acuerdo de esa fiesta: los tragos de ron puro para coger ánimo y los besos apasionados en una mesa cerca del caldero donde freían los tequeños. De regreso en mi Yamaha 125 cc de cuarta mano, su cuerpo se aferró al mío con un claro lenguaje subliminal. Estacioné la moto frente a su casa y durante el largo beso de despedida me sentí con derecho a deslizar mis manos bajo su vestido para palpar sus abultamientos más prominentes. Para mi sorpresa, mis dedos tropezaron con unos trozos de cinta adhesiva. Aprendí así que para esa época y en ciertos círculos, era de mal gusto que los pezones se marcaran libremente por encima del vestido. Había que someterlos con adhesivos. Como esa, muchas cosas aprendí de Marlene, y viceversa, espero, mi novia también aprendió de mí. Nuestra relación sobrevivió todas las penurias de una pareja joven: la falta de ingresos y de una vivienda propia, las relaciones carnales mal lubricadas, en lugares inadecuados y técnicamente incompletas, los ataques de celos, las frecuentes peleas y reconciliaciones, pero no sobrevivió a mi primer semestre de doctorado en Salamanca. El ambiente universitario postfranquista, de destape y anarquía, me afectó demasiado, supongo, y al regreso en diciembre, en el transcurso de una cena china, en un restaurante hoy en día desaparecido, rompimos oficialmente. Ella dejó de comer, yo seguí tragando lumpias y chop-suey, así que pueden adivinar quién fue el villano. Esas Navidades resultaron un poco incómodas, que si mis padres, los suyos, todos esos años conociéndose, etcétera. Yo me quedé con unas sillas y algo de lencería, ella se llevó la carpa Coleman con capacidad para cuatro personas, la cubertería y los platos. Supuestamente ella quemó mis cartas y las fotos, por lo que no podría exhibir testimonios gráficos, si me los pidieran. Los detalles los fui juntando después del retorno definitivo de Salamanca. En una salida con una encantadora amiga mutua, que yo secretamente quería horizontalizar desde mucho tiempo atrás, me enteré del matrimonio de mi novia primeriza, las dos hijas y, para usar los eufemismos tradicionales, la larga y penosa enfermedad terminal. Por supuesto, tales informaciones arruinaron la noche y no volví a salir con la amiga mutua. Un tiempo después me encontré con Carlos, el hermano de Marlene, en el centro comercial cerca de la casa. Iba acompañado de una joven catira que deduje debía ser su hija, en caso de que él hubiera seguido con Magaly, la novia que le conocí y con la que junto a Marlene formábamos un cuarteto bastante bien avenido. Me invadió una oleada de nostalgia por los buenos ratos pasados juntos. El viaje a la Gran Sabana en el Jeep destartalado de Carlos, durante la prehistoria de caminos sin asfaltar que llevaban hasta Santa Elena, y del que todavía conservaba una piedra rojiza extraída de la Quebrada del Jaspe que, como se lo comenté a Carlos en la entrada a la panadería, servía para mantener abierta la puerta del maletero de mi estacionamiento, una de esas puertas cuyas bisagras misteriosas hacen que se cierre cuando tú no la estás mirando. Carlos me confirmó que la jovencita pálida y pasada de quilos que lo acompañaba era su hija, y me dio el detalle adicional de que su padre también había muerto. «Tú sabes, no se repuso de lo de Marlene», me dijo en voz baja, despertándome, por alguna razón sobre la que no especularé, un intenso sentimiento de culpa.
De mi segunda ex novia muerta me enteré a través de un compañero de andanzas salmantinas. La verdad es que en sentido estricto no podría hablar de novia, pues Betzaida, una caraqueña de largo cabello negro y tez cobriza, con cierta similitud física a Marlene y a mi madre que haría feliz a cualquier psicoanalista, estaba casada con Iñaki, un vasco de familia acaudalada, en cuyo círculo tuve la suerte o la desgracia de caer. Esta pareja que se había conocido en Los Roques practicando windsurf, rápido flechazo y visa rumbo a Europa, tenía carro, un lujo saudita impensable para casi todos nuestros compañeros estudiantes, y un apartamento excesivamente grande. Solíamos vernos bastante en el campus, en las cafeterías llenas de humo y en cualquier fiesta de venezolanos, donde Betzaida y yo bailábamos, sin pausa y con el visto bueno del marido, salsa, merengue, tambores barloventeños, lo que nos pusieran, siempre rodeados de un círculo de mirones. Por esas vueltas del destino, o por alguna desavenencia con la familia que le limitó la mesada y le obligó a reducir los gastos, Iñaki me ofreció la posibilidad de mudarme con ellos a cambio de una razonable mensualidad, con habitación separada y acceso a cocina y baño. Eran tiempos de apertura, de buena nota, de marcha . Yo, estúpido de mí, acepté. En principio, tener acceso al Seat, al amplio apartamento cerca de la Plaza de Anaya, y a la convivencia casi exclusiva con Betzaida, parecía una manguangua, el tipo de cosas capaz de generar la envidia negra de mis compatriotas en el mismo exilio de claustros universitarios y piedras medievales. Sin embargo, no todo el monte es orégano. Empezamos muy bien, que si los hombres dominábamos las artes culinarias, y el bacalao a la bilbaína nos quedó de chuparnos los dedos a Iñaki y un servidor, y Betzaida, chica, te pedimos que no le pongas tanto detergente a los platos, eso termina contaminando los ríos, joder tío, es que esta mujer no tiene conciencia ecológica, no parece venir del mismo país que tú, y patatín y patatán. Los roces empezaron curiosamente por la comida, para luego extenderse a todas las áreas: si quieres usar aceite de oliva te vas a tener que comprar la tuya, te dejamos este hueco en la nevera para tus vainas pero no te pases, y a la hora de las rumbas en la casa con nuestras parejas de amigos, oye, no se ve bien que estés sin pareja. Tampoco contribuía al bienestar hogareño, en oposición a lo sólido de los sillares medievales por todas partes, lo frágil de la mampostería moderna de nuestro apartamento. En las noches los gemidos y golpeteos rítmicos contra la pared donde descansaba mi cama me parecían un abuso insoportable, una agresión a mi intimidad, una provocación. No podía evitar imaginarme a Betzaida en decúbito prono, supino o lateral, con Iñaki encima, y este salvaje vascongado usando el cuerpo de su mujer como ariete para hundir la frágil separación entre nuestros cuartos. ¿No podían orientar su cama en otra dirección? Como uno es humano, no me quedé de brazos cruzados en actitud zen, que hubiera sido lo más sensato dada la situación. Por un lado, una que otra vez traje discretamente alguna moza fermosa hasta mi aposento, tratando de reproducir con éxito limitado la percusión amorosa de mis compañeros de domicilio. Por otro lado, y aquí estuvo el problema, el faux pas irreversible, acepté ayudar a Betzaida a elaborar una torta de queso una noche que Iñaki estaba de guardia en el hospital. Para empezar, yo tenía una vainita por mi compañera de residencia, ya dije antes que ella poseía el fenotipo de mi agrado, y en la dirección opuesta también había cierta atracción innegable, al fin y al cabo ambos nacimos en Santiago de León de los indios Caracas, yo medio pela bolas, ella ricachona, la lucha de clases que sustenta cualquier telenovela que se precie, etcétera. Aunado a esto, el queso crema, el azúcar, la leche, los huevos, el batir estos ingredientes con la batidora manual, aguántame aquí el bol, la blancura inmaculada de la torta, todo este tema de la repostería propiciando una carga erótica inmensa, sobre todo cuando al final la única luz presente fue la de la nevera entreabierta y uno estaba pendiente de probar aquí, probar allá, fíjate que tienes un sucito ahí encima del labio, ahí, ahí. Ahorraré los detalles, añadiendo tan sólo que a partir de aquel día, muchas fueron las noches de guardia en el hospital universitario que utilicé para – si me permiten el lugar común y textual – llenar un hueco emocional de Betzaida que Iñaki no podía llenar. Todos sabemos que no hay bien que dure cien años, y en este caso, mi convivencia con la pareja duró menos de un semestre. La pasé mal tratando de encontrar nueva vivienda a mitad del período lectivo, para beneplácito perverso de buena parte de la envidiosa delegación criolla en la ciudad junto al Tormes. Durante un tiempo viví arrimado en la covacha de mala muerte de Germán, un tercio del veintitrés de enero con quien jugaba fútbol los fines de semana. Este mismo Germán, ya en Caracas y convertido en magnate de la telefonía celular, me echó el cuento del divorcio sin hijos de Betzaida y el galeno euskaldún, el regreso con sus padres a la quinta de La Castellana, el diagnóstico fatal y el último viaje a Houston cuando ya estaba desahuciada.
La gota que rebosó el vaso fue la reciente llamada de España mientras veía la tele. Estaban pasando los octavos de final del Abierto de EEUU. El calvo y entrado en años Agassi se enfrentaba a Blake, otro calvo pero joven y negro. Supongo que muchos de nosotros, con ciertos años encima, tomamos el bando del más viejo por pura necedad generacional, nos negamos a aceptar el paso del tiempo, en el deporte o en cualquier otra área, nos la damos de pavitos chévere y esperamos que el más viejo de la partida se imponga a las nuevas generaciones. Como corresponde, entonces, estaba ligando a Agassi, quien para mi decepción estaba abajo 3-6, 3-6, aunque iba ganando 4-3 en el tercer set. La alegría del tísico, pensaba yo, Blake afloja un poco en este set de consolación para el viejito, y en el próximo lo despedaza a punta de aces. En ese momento recibí la llamada anunciando el fallecimiento de María Jesús, mi novia platónica española. Llamaba Basilio, su hermano, con quien había conseguido un grado de complicidad extraordinario, no sé por qué me va tan bien con los hermanos, usualmente celan bastante a sus parientas más cercanas, ¿no? Basilio estaba hecho un océano de lágrimas, no supo aclararme si la causa fue congénita, viral o bacteriana. Tan sólo que una víscera, hígado, páncreas, bazo, colon, yo qué sé, empezó a descomponerse y todas las demás reaccionaron en cadena. «Macho, no duró ni una semana», me trasmitió entre sollozos, «y lo peor es que deja dos críos. Cyril está destrozado, lo mismo que mis padres». Le agradecí bastante a Basilio la llamada, se había tomado la molestia de registrar entre las pertenencias de su hermana hasta encontrar mis coordenadas del otro lado del mar, porque sabía que entre nosotros se había fraguado algo de lo que quedaba un rescoldo sin apagar. «Aquí todo el mundo pensaba que os ibais a casar», me dijo, y le contesté: «sí, yo alguna vez también pensé lo mismo, pero ya sabes, la vida da vueltas». Este Basilio siempre me cayó bien, pertenecía al mismo círculo de bares y cafeterías llenas de humo que frecuentaban Iñaki y Betzaida, y era uno de los españoles menos calvos que jamás hubiera conocido. Yo no sé si ustedes comparten esta opinión, pero a mí me parece que hay como demasiados españoles calvos. Quizás tiene que ver con el exceso de testosterona, o con algún ingrediente de la dieta ibérica que acelera la caída del cabello, no sé. El caso es que uno se encuentra una abundancia de cráneos pelados en la península que hacen destacar todavía más a individuos hirsutos como este hombre, que hubiera pasado cualquier casting para interpretar a un rey castellano en una película de moros y cristianos: una melena rubia, crespa y espesa, y una barba de las mismas características adornaban su cabeza, sembrada al extremo de un cuerpo bien proporcionado y con una estatura mayor al promedio. Tenía todas las tías que le daba la gana, como decían por allá. Un día lo vi llegar al bar donde gravitábamos los sospechosos habituales con una tía impactante que tenía cierto vago parecido con él. Recé para mis adentros que fuera familia suya y, en efecto, cuando me la presentaron como Chus, la hermanita de Basilio, supe que inevitablemente me iba a enredar con ella. Lo primero que hice fue abolir aquella abreviatura, Chus, de nuestra conversación. Una hembra así, debía llamarse con el vocativo completo a la corte celestial, María Jesús, enfatizando las sílabas acentuadas, haciendo honor a las largas y enredadas guedejas como las del hermano, éstas de un tono castaño oscuro y casi hasta la cintura, a los ojos azul claro y a la nariz fuerte y bien plantada, como una pista de saltos de esquí en miniatura. De aquella noche recuerdo las tapas que devoré por su recomendación, setas rellenas de camarones y ajos, oreja de cerdo rebozada, y otras exquisiteces exóticas generadoras de sueños desapacibles.
Fue amor a primera vista, intenso y breve. María Jesús preparaba su mudanza para Barcelona, pues su tutor había aceptado un cargo en la Universitat Autònoma, y ella no tenía más remedio que seguirlo. Le quedaba una semana en Salamanca, que llenamos con conversaciones interminables y salidas para visitar ruinas poco atractivas a los turistas, o pequeños tugurios, donde continuar las pesquisas de tapas fuera de lo común y de vinos de la ribera del Duero, para esa época casi desconocidos. Me dejé llevar a los lugares más recónditos y excéntricos, donde ella, salmantina hasta la médula, parecía por un lado, conocer siempre a alguien dispuesto a brindarnos alguna comida o alguna sorpresa, y por otro lado, disfrutar el develar a un forastero como yo el conocimiento de aquellos mínimos arcanos. Descubrimos nuestros gustos comunes, o nuestra proclividad a aceptar cualquier gusto del otro como propio: Borges, los poetas andaluces, el adagio de Albinoni, los condimentos fuertes, el tempranillo y la fotografía. Conservo varias imágenes de ella tomadas con mi vieja Yashica, envuelta en un abrigo negro de su abuela frente a una iglesia derruida, o con una blusa blanca y un chaquetón abierto, desafiando las temperaturas invernales en una planicie de chopos barridos por el viento. Basilio fue nuestro cómplice, prestándonos su carro en varias ocasiones, y otras veces sirviendo de chaperón inoportuno. Me llevaron a casa de sus padres y almorcé con todos ellos, sellando con la comida algún tipo de pacto solemne cuyo significado en aquel momento se me escapaba. Bebí todo el vino y comí todos los chorizos que me pusieron por delante. Pasé la prueba de las guindillas, tragando sin chistar un bocado de aquellos ajíes picantes, cargados con capsaicina suficiente para mantener saludable mi próstata por el resto de mi vida. Ebrio de vino y endorfinas, me faltó poco para proponerle matrimonio allá mismo a María Jesús. Todo esto sin haber experimentado con ella grandes contactos físicos, a lo sumo unos besos furtivos en alguna calle helada y desconocida.
El día de la partida la acompañé hasta la estación de ferrocarril. La mañana estaba fría y nuestro diálogo eran dos nubecitas intermitentes frente a las bocas Ese mismo día me tocaba la defensa de mi tesis doctoral, y me vestí algo mejor de la cuenta. Tenía los nervios de punta, y manejé un poco torpemente la situación, le conté lo de la tesis y le quité el posible encanto de que la corbata y los nervios fueran motivados por la despedida. Como de costumbre, el beso fue casto, epidérmico. En un arranque de espontaneidad moderada, de los que a veces me dan, me quité la corbata y le pedí que se la quedara como recuerdo. Era una de esas corbatas que no se han vuelto a poner de moda, como de lana tejida y no terminada en el clásico corte en V, sino en un tajo horizontal. Cuando el tren arrancó, la corbata iba ondeando al viento, agarrada en la mano de María Jesús. En el frío andén de la estación, mientras el tren se alejaba, no podía pensar en muchos tecnicismos, pero tiempo después, cuando ella me contó en una de sus cartas cómo clavó la corbata en una pared de su residencia en Barcelona junto a otros recuerdos, entendí que detrás de aquel fetiche de tela había una excelente escena, para una película o telenovela, a la espera de ser escrita.
Debería acotar que después de la llamada de Basilio no pude conciliar el sueño pensando en todos estos pormenores de mi pasado. Me fui a la sala y prendí la tele a tiempo para ver al experimentado Agassi haciendo reverencias y tirando besos en todas direcciones. Increíblemente ganó el partido. ¡Vaya que los viejitos ganamos una! Me quedé un rato dándole al control remoto hasta que me invadió un agradable sopor y me volví al cuarto proponiéndome, entre las brumas de mi sueño, registrar el maletero en busca de algún memento de mi más recientemente fallecida ex novia.
La búsqueda produjo una bolsa plástica de una tienda mayamera de nombre imposible, Gay-Mar, cuya dirección y teléfono adjunto por si quieren chequear mis fuentes: 50 S.E. 3rd avenue, Miami, Florida (305) 371-0765. Enterrada en los estratos más olvidados del maletero y seguramente producto de la mudanza de alguna gaveta poco frecuentada, esta bolsa se me reveló como una cápsula temporal de mí mismo décadas atrás. Dentro de ella encontré varias cartas de amigos y de otras novias del pasado que, hasta donde puedo saber, están vivas, o no me importan un carrizo; invitaciones a bodas a las que nunca fui; un comprobante de votación del Consejo Supremo Electoral; una entrada general de Bs. 30 para escuchar en el Poliedro a Joan Manuel Serrat y Mercedes Sosa; unas cartas de recomendación; el programa de un congreso norteamericano donde presenté un artículo; un juego incompleto de cuerdas de guitarra (Si, Sol, La, Mi) La Bella; varias partituras con los acordes para guitarra de Paul Simon y los Beatles, algunas de ellas escritas en un cuaderno Alpes de tapa azul y precio de un bolívar; un lote de estampillas con el rostro del rey Juan Carlos; un certificado internacional de vacunación contra la fiebre amarilla; y finalmente, dentro de un sobre frágil y amarillento, ribeteado de rayas azules y rojas, un hoja con rayado sencillo tamaño carta, una letra menuda y delicada, con muchos trazos de emes y enes como diminutas sierras, extendiéndose liberalmente por el papel. Gran margen a la izquierda, pequeño a la derecha, sin rayas verticales de guía, todo ello indicativo de una persona equilibrada, sin duda. Lo que sigue, con edición mínima, es el texto íntegro de esa carta. No me den el crédito de inventar escritura femenina:
Recibí tu carta hace unos días, pero es una mala época para contestar cartas porque los apuntes que cubren mi mesa, son como la maleza de la selva y no me dejan ver un huequito para escribirte.
Pero para todo llega el momento y aquí estoy, a altas horas de la mañana, olvidándome del examen del lunes y de un montón de cosas más.
Gracias por tus cuentos, no pierdas esta sana costumbre y sigue mandándomelos, que ¿quién sabe? Quizás algún día consigo tener la colección de cuentos de un Premio Nobel, ¿no?
En cuando a tu viaje me parece magnífico, ¡cómo me gustaría tener dinero para un viajecito de estos! El verano pasado estuve en Paris con un amigo mío, en plan pobre, pero fue realmente encantador. Paris es una ciudad de la que la ilusión y la sorpresa surgen a cada minuto. Un pintor, un violín, el Sena, Paris…
Pero por ahora tendré que conformarme con Barcelona, Barcelona en junio y julio, porque no se si te dije que había comenzado a hacer una tesina en el Departamento de Genética de la Facultad, y como durante el curso apenas he tenido tiempo de trabajar en ella, me quedo el mes de julio para ver si puedo comenzar a encauzarla. Voy a trabajar con un hongo microscópico, Phyarmyus, es un precioso hongo anaranjado con el que «dicen» que se pueden hacer muchas cosas; esperemos que sea así, porque ilusión no me falta.
Así que para localizarme en julio, la única dirección que puedo darte es la que ya tienes, y en todo caso el teléfono del Departamento, aunque no se que horario voy a hacer. El teléfono es XXX-XXXXXX (mejor a partir de las 8h. de la tarde). En agosto estaré, al menos unos días en Salamanca, ya tienes la dirección de allí, y el teléfono es XXX-XXXXX, por si allí te dicen cómo localizarme.
Espero verte al menos unos días y charlar largo y tendido, ahora te dejo ya porque los exámenes me esperan, espero recibir pronto noticias tuyas. Hasta pronto. Un beso. Chus.
Para ubicar esta carta en un contexto apropiado, debo señalar que desde su partida de Salamanca, iniciamos un intercambio epistolar que, a su manera, continuaba nuestras largas conversaciones repletas de esgrima intelectual. Incidentalmente, mi tesis doctoral fue aprobada y, contrariando el consejo de varios familiares y amigos, regresé a la Central para retribuirle al país algo de lo que había invertido en mí a lo largo de unos cuantos lustros. Las misivas barcelonesas, desafiando la ineficiencia del correo local, siguieron llegando a mi casillero. Recuerdo que en una ocasión ella me mandó una flor, recolectada en una salida de campo de algún curso de Botánica, pegada a la carta. Le respondí, plagiándome a Giovanni Papini, que había un significado obvio en enviarme de regalo los órganos sexuales de un vegetal. Ella retrucó descargándome por proyectar en una pobre plantita toda mi problemática existencial. Lamentablemente no conservo nada de estos intercambios, el testimonio que aquí copio es la última carta que entrecruzamos, y de ese texto se pueden inferir sin mucho esfuerzo varias circunstancias y conclusiones. Se menciona ahí un viaje que estaba planeando, específicamente a Salamanca, para asistir a un congreso de Literatura Latinoamericana, irresistible para mí, a la sazón empeñado en aumentar mi currículo en investigación. Todavía pensaba que la carrera académica era mi destino, con todo y los raquíticos salarios universitarios. Mi propuesta a María Jesús contemplaba reunirnos en su ciudad natal, y después embarcarnos en un viaje en tren por toda Andalucía, para ver los olivares de García Lorca, las cebollas de Hernández y la mar de Alberti. Para mi decepción, no sólo mi propuesta sonaba menos atractiva que un champiñón anaranjado, sino que además se mencionaba a un amigo con el cual ella ya había hecho un viaje ¡a París!
El cabo de la historia que falta atar es breve: permanecí en Salamanca los suficientes días después del congreso para poder almorzar con Basilio y con sus padres, para visitar todas las ruinas y figones de antaño, y para que llegara Agosto, y con él la presencia en la ciudad de María Jesús y su amigo Cyril, con el cual se casaría uno año después. Nos vimos, claro que nos vimos, porque tenía que apurar ese trago amargo hasta las heces. Muy civilizadamente compartimos unas buenas tapas y unos cuantos vinos. La puntilla la metió, sin querer, Basilio. En una confidencia que pretendía llenar un silencio embarazoso, en alguno de aquellos encuentros con el francés, me dijo con una media sonrisa: «La verdad es que los amigos de mi hermana sois todos muy majos».
El epílogo de lo que pretendía contarles tampoco es muy largo: nunca regresé a Salamanca y poco a poco empecé a desvincularme de la universidad y a meterme en el mundo de la farándula, gracias a un compañero de los talleres literarios que frecuentaba durante el pregrado. También él se dejó de poesía y altruismos académicos, y se puso a producir guiones para la televisión. Sobreviví en ese medio, más aún, hice fortuna, e incluso encontré una gata de noche en mi telenovela favorita con la que me casé, aunque eso, como ya dije antes, no duró para siempre. No podría decir que me arrepiento de los rumbos que tomé y las cosas que hice, porque capaz de que si pudiera volver al pasado y tomar otras decisiones, me hubiera ido peor. Me encantaría rematar estas líneas, a la manera de uno de mis héroes favoritos, con una reflexión final antológica: «si os halláis imposibilitados para realizar en el mundo los generosos impulsos del pensamiento y las leyes del corazón, acordaos de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lo tuvo todo». Sin embargo, mentiría si me apropiara de esa frase, pues si bien me aquejan las carencias citadas, no es exacto que nací sin nada, y tampoco es cierto que hoy en día lo tenga todo, de eso no le debe quedar ninguna duda a quien haya seguido leyendo hasta aquí. Mi propósito inicial, de dotar de cierto orden y sentido al hecho de que varias novias de mi pasado ya han muerto, creo que lo he alcanzado a medias. Orden lo hay, al menos un hilván subjetivo de eventos correlacionados en el tiempo. Que haya sentido es debatible, a menudo todo está conectado, pero nada parece obedecer a un designio global lógico. Claro, ustedes que desde afuera me leen no tienen por qué compartir ese criterio. Incluso, llegando a este final, es posible que mis garrapateos les parezcan desechables, no digo yo en un nivel cósmico, sino en la escala de la cotidianidad más pedestre. Quizás opten por la interpretación obvia: me estoy volviendo irreversiblemente viejo. Razón para que las novias pretéritas de uno se mueran, ¿correcto? A mí eso no me parece suficiente. Miren, yo sé leer las curvas actuariales, esa especie de zetas con un techo inicial alargado, y me consta cómo durante las primeras cuatro, casi cinco, décadas de una generación, más del noventa por ciento de tal generación estará todavía viva al cabo de esos cuarenta y cinco, cincuenta años de existencia unos al lado de los otros. De manera que mis tres amores muertos, si se quiere, son accidentes raros, ocurrencias de un exiguo azar sobre el cual no disertaré, pero que me tocó sufrir en carne propia. Sé que las cosas se ven bien distintas cuando los miembros de esa generación hipotética a la que pertenezco se adentran en la sexta, y luego en la séptima década, y empiezan a ver cómo a su alrededor tan sólo va quedando un veinte y luego un diez por ciento de sus contemporáneos, y así siguiendo, en un descenso progresivamente más acelerado. Como posible conclusión: planeo ser uno de esos individuos, cada vez más escasos, que van deslizándose lo más lentamente posible por la ominosa pendiente de la curva actuarial, con la esperanza de llegar al menos a rozar el otro segmento casi horizontal, abajo, de la letra del zorro. Mientras el momento llega, espero que me acompañen en ese viaje un buen número de lectores, con cierto moderado optimismo, incluso con entusiasmo. A lo largo del camino, me comprometo a seguir soñando con novias vivas y, sin descartar el uso de algún ansiolítico o de algún barbitúrico, a seguir escribiendo fantasías sobre mis ex novias muertas.