Búmeran, de Ana García Julio
10/ 11/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteWell, I think the Good Book is missing some pages
Tori Amos. «Icicle»
El paquete me tomó por sorpresa en el colegio, en plena clase de Dibujo Técnico. Casi podía verlo circulando por el corredor de la planta principal bajo el brazo rollizo de la portera: una gran caja de cartón de color rojo carmín (y eso que los de la tienda aseguraron que serían discretos), sellada con cinta transparente de embalar. Me negué a abrirla pese a la insistencia de mis amigas: ya era bastante suerte que hubiese llegado en horas de clase (pudo haber dormido en la portería, como una bomba de tiempo), que la portera la hubiese dejado pasar sin enseñársela antes a la directora y que la profesora le hubiese permitido entrar al salón y entregármela sin preguntar qué contenía.
—¿Estamos de cumpleaños, Jimena? —preguntó, sin embargo, al ver que levantaba el tope de mi mesa de dibujo para poner la caja a buen resguardo.
Carlota hizo su característico mohín de desagrado y negó con la cabeza. Dora, la gorda, le clavó un codazo y declaró que el paquete contenía “flores”, lo que levantó silbidos y exclamaciones varias entre nuestros compañeros de salón.
—Flores de su novio italiano —inventó María Valentina.
Flores. De un italiano. Sí, claro. Entrecerré los ojos y fruncí los labios, odiándolas un poco. La cosa empeoró cuando María Valentina me echó los brazos al cuello, en un gesto que tenía más de llave de lucha libre que de carantoña, y me susurró al oído:
—Burusita, ¿eso es lo que creemos que es? ¿Por fin llegó? Acuérdate que tienes que prestármelo a mí primero…
—Ni siquiera le he quitado el celofán —observé, irritada.
Como siempre fui menuda, desde el kínder me llamaban Burusa. Pero que mi mejor amiga usara ese apodo en diminutivo para convencerme de que le prestara algo que no quería prestarle me asqueaba. La culpa era mía; durante la última semana había desplegado una intensa campaña de intriga en torno a la llegada de la caja.
Por fin, el timbre nos expulsó al corredor, que comenzaba a poblarse de camisas azules y beiges revueltas por el calor del mediodía. Con mis rizos recogidos en un moño improvisado, la camisa azul ajada, la liebre muerta del suéter sobre un hombro, el morral verde resbalando cada tanto del otro y el ruedo de la falda campeando sobre mis rodillas como una declaración de guerra, avancé abrazando la caja, arrullándola con los latidos de mi corazón —ese pequeño salvaje que a veces, sin motivo aparente, se licuaba y se regaba como lava hasta el estómago— mientras mis pies buscaban la salida.
Hum… Nah… Imposible.
Suspiré y me rasqué la cabeza con mi lápiz 4H. Seguía sentada en mi mesa de dibujo, junto al ventanal. Aprovechando que la profesora no estaba mirando, saqué la polvera del morral para echarle un vistazo al grano que me había brotado la noche anterior en la barbilla. De la caja no sabía nada. Había dado la dirección de la casa, no la del colegio; de otro modo, la portera habría corrido con la caja a la oficina de la directora y se habría armado un lío feísimo. Los menores de edad no tenemos derecho a la privacidad. En los niños y no tan niños, la privacidad se considera casi un delito.
Yo no era una niña, ni una mujer. A mis quince parecía de doce y me atormentaba la posibilidad de seguir pareciendo de doce a los veinte, aunque tal vez entonces podría sacarle algún provecho a mi desfase. Bostecé. En el puesto contiguo, María Valentina terminaba a la carrera su corte transversal de un tornillo, cundido de borrones. Hacía rato que yo había entregado el mío, limpio.
Esas dos horas eran, junto a las de Educación Artística, mi oasis semanal. A otros les encantaba sudar y pegarse pelotazos en Educación Física, hacer el ridículo o fingirse turistas desorientados en Inglés o Francés; lo mío era medir, mover la escuadra, el cartabón y el transportador, hacer que el compás bailara mientras tarareaba una canción de moda, sucumbir al ocasional desenfreno de la mano alzada… Como no pensaba entrar a la Escuela de Arquitectura para seguir sus pasos, sino dedicarme al dibujo, a la ilustración, mamá decía —con sorna— que tenía “inclinaciones artísticas”.
Fue esa vocación la que me deparó el hallazgo, la fulana caja roja que no terminaba de llegar. Había empezado como una búsqueda inocente en la calle y en Internet de “libros sobre mis dibujantes predilectos” y “libros ilustrados por mis dibujantes predilectos”, que se refinó hasta convertirse en “libros de mis dibujantes predilectos” y, más tarde, en “libros raros de mis dibujantes predilectos”. Mientras saltaba de una referencia a otra, mis ojos se hinchaban de técnicas e imágenes formidables: escenas bélicas, de futuros imposibles, de crueldad infantil, de pueblos fantasmas, de animales fantásticos, de sátira social, de sexo. ¿Cómo no iba a anclarme en esa última categoría, tras descubrir que Toyen, Gorey, Ungerer y Beardsley —algunos de mis dioses— le habían prestado algunos de sus mejores trazos? Pensé que sería bueno echar un vistazo, por interés profesional. O como diría mi padrastro, por mi educación sentimental.
Hice malabares para apoderarme de la tarjeta de crédito de mamá y encargué un tomo que se prometía complaciente por su espesor y el prontuario de su autor. El sistema de compras electrónicas de la tienda —ubicada en Buenos Aires— tomó el pedido y confirmó que lo despacharía en una semana. Y en eso andaba, esperando.
Aunque había recorrido despacio las cuatro cuadras que mediaban entre el colegio y mi edificio, entré al apartamento con la frente sudorosa y las mejillas enrojecidas. Moría por darme un baño. En la sala, mientras me quitaba los zapatos y las medias como una salvaje, llegaron ladrando Cástor y Pólux, nuestros tontilocos cocker spaniel, y Belén, la muchacha de servicio, preguntándome si me servía el almuerzo. De repente, sólo tuve ojos para la caja de DHL que golpeaba contra su muslo distraídamente, como una pandereta. Una caja amarilla, en vez de roja… Sí, bueno, las cosas no siempre salen a pedir de nuestra imaginación.
Más emocionada que el último mohicano, me precipité sobre Belén, di un grito, le arrebaté el paquete y salí corriendo. En el pasillo, despedacé el cartón con uñas y dientes; ya en mi cuarto, arranqué el celofán de un zarpazo. Puse el libro sobre la cama y, luego de contemplarlo por un rato con la ternura y el asombro que una primeriza miraría a su recién nacido, levanté la tapa cautelosamente. Oh, era… ¡Era un niño!
La primera vez que me llamaron “puta” (y digo “la primera” porque intuyo que, justa o injustamente, no será la última) tenía diez años, estaba en cuarto grado y llevaba tres días de “novia” con Jonathan León, un rubio tan lindo como inseguro, que no toleró que le pelara los dientes a un grandullón de quinto grado durante la formación del recreo. Luego que mi “ex” fuera obligado a disculparse y expulsado por un día, supe que había algo en mi sonrisa con lo que debía experimentar. Algo que sacaba de quicio a unos y amansaba a otros.
A un lustro de ese incidente había hecho ciertos progresos. De sugerir con la mera sonrisa y conceder pudorosos piquitos, había pasado a besar y a dejarme meter mano con furia (me sabía un país bien formado en mi estrecho espacio, aunque sin grandes relieves); cosa curiosa, siempre por chicos cuyo nombre empezaba por J, como el mío: Julio, Jonás, Jaime, Juan Ernesto, etcétera. Técnicamente era virgen; menos virgen que esa a la que la V mayúscula pertenece “por antonomasia”, pero virgen al fin. Lo de la virginidad era una idea problemática. Imagínense que un tigre hambriento los arrincona y que ustedes ponen las manos al frente para frenarlo, al tiempo que le dicen: “Espere un momento, señor tigre, vamos a razonar… ¿Tiene algún sentido que usted quiera comerme, a mí, que soy la más magra de todas las presas que andan por ahí? De acuerdo, no podemos ser amigos, la cadena trófica es más fuerte y más vieja que cualquier simpatía circunstancial, pero…”.
Ese afán mío de “razonar” con el tigre revelaba que no estaba lista para ser devorada. Y sin embargo… Tiempo atrás me había metido a husmear en el cuarto de Sergio buscando material explícito mal puesto. No tuve éxito. Si hubiera insistido por otros medios, posiblemente habría hallado algo que me dejaría boquiabierta, pero no lo que buscaba. Mi interés no era mirar, sino representarme eso que se escurría de las confidencias ajenas, reducidas a meros recuentos de las incidencias del partido. Eso que buscaban suscitar o capturar las fotografías más minuciosas, los videos más palmarios.
Quería saber qué aspecto tenía el deseo. Tenía que saber para poder reconocerlo. Para no confundirlo con algo más. Aunque, a juzgar por el modo como les hacía perder la cabeza a algunos, suponía que el riesgo de confundirse era mínimo.
Con frecuencia me sorprendía recordando esa tarde del año anterior cuando, estando sentada en el jardín del edificio, vi salir del ascensor a una muchacha bellísima. No era vecina nuestra, de eso estaba segura. Nunca antes la había visto: llevaba puesto un suéter de cuello de tortuga negro, una falda azul y sandalias de gladiador, y tenía un precioso pelo negro y unos enormes ojos grises. Me pareció tan dueña de sí, tan completa en sí misma que me puse en pie de un salto y, sin pensármelo mucho, eché a correr tras ella, hipnotizada, hambrienta de prodigios. Horas después, cuando mi euforia me dejó varada en una zona de la ciudad que no conocía, llegué a la perturbadora conclusión de que aquella chica me gustaba. Es decir, me había gustado durante un rato, sin que pudiera explicar por qué. Había actuado al tenor de mis ganas de apropiármela.
¿Y luego, ¿qué? ¿Qué? ¿Era esa fuerza sin dirección, el deseo?
Sospechaba que no hallaría las respuestas en un libro de travesuras eróticas firmado por un dibujante francés que se había hecho célebre ilustrando cuentos para niños. Pero mientras lo averiguaba, me entretendría echándole una ojeada. O dos.
En realidad, era una de esas niñas con nombres que suenan a niño. Un tomo robusto, de gran formato. La tapa combinaba el blanco Tipp-Ex y el fucsia Barbie con el dibujo de una dama que, ensimismada en su lectura, se hacía penetrar de cuclillas por una vela. Una vez abierto, lo recorrí desordenadamente, saciando la mirada deprisa para luego regresar al inicio y esculcarlo página por página, puerta por puerta, cuarto por cuarto, tan asombrada que ya no creí sentir asombro. A fin de darle cuerpo a la experiencia, los editores lo habían provisto de papel verjurado y portadillas de cartulina a juego con la cubierta. Acompañaban a las imágenes algunas notas arrinconadas al principio del libro y, según el grado de apetito, prescindibles. “Una buena adquisición”, me dije, mientras lo guardaba en el baúl de los blocks y cuadernos viejos, un sitio en el que ni mamá, ni mi padrastro, ni Sergio, ni Cástor y Pólux, ni Belén se atreverían a hurgar.
Esa noche, antes de irme a la cama, volví a revisarlo con detenimiento, buscando ingredientes para mis sueños. En los días siguientes repasé algunas escenas, las que me parecían más audaces. Dispuse un abrigo, una sobrecubierta de cartulina negra para proteger a mi “niña” de las miradas de los curiosos y de mi propio manoseo; así podría llevarla adonde fuera, sin despertar sospechas. Si alguien se interesaba en ella, lo desencantaría diciendo que era un problemario de álgebra o un catecismo.
Durante el recreo, mientras veía televisión o cuando iba al salón de belleza con mamá y me aburría, mareada por el parloteo de su peluquera, intentaba visualizarme (a mí, a otros o a todos, a manera de coral) llevando a cabo esas páginas. Y el día se volvía un poco más caluroso de lo habitual.
No sé, pero creo que había algo romántico en que fuera un libro de dibujos, en vez de una revista a full color, fotos de aficionados colgadas en la red o una de esas películas sin pies ni cabeza. Porque un libro está hecho para permanecer, al menos, más que una revista. Y eso que las revistas pornográficas permanecen bastante.
Sí, el colmo de la permanencia de un libro es que alguien intente deshacerse de él, pero no halle cómo hacerlo.
Y entonces, ese estúpido remordimiento. No por la naturaleza del material, sino por mantenerlo escondido. Un libro erótico es una papa caliente; por mucho que se le disfrute en privado, nadie quiere que lo agarren con él encima. Grita en silencio. Pertenece a ese género de cosas que no pueden permanecer ocultas por mucho tiempo, y si lo hacen, aumentan sus posibilidades de ser malinterpretadas en cuanto salgan a la luz.
¿Qué hacer? Podía tragarme el libro. Podía memorizarlo y deshacerme de su soporte físico. Al fin y al cabo, tampoco iba a durar para siempre.
Una mañana, antes de irme al colegio, lo arrojé a la papelera de mi cuarto, la primera parada en su largo camino al botadero municipal. Me parecía triste despedirme así de un amigo que antaño había despertado tantas expectativas, pero no tenía opción.
Cuando regresé de clases, el comité de bienvenida salió a recibirme como de costumbre. Lo único diferente era la “cosa” forrada de cartulina negra que Belén traía bajo el brazo. Preguntó si iba a comer enseguida, pero el suspenso me amarraba la lengua. Al fin, como si se hubiese acordado de repente, me entregó el libro diciendo:
—Ah, sí… Estaba en la basura, en tu cuarto… Habrá caído ahí por accidente.
Esperé algún destello acusador, pero a Belén no se le movió ni la pollina. Quizás comprendía que aquel asunto no era de su incumbencia. Además, el error había sido mío: había tratado de convertir a la “niña” en un mendigo, echándola de mi lado, cuando en realidad la quería muerta, sepultada.
Después de cambiarme de ropa y almorzar, le pedí a Belén la llave del maletero. Dejé el libro allí, enterrado bajo mantas, maletas, cajas y cachivaches descontinuados que atestiguaban las épocas buenas y no tan buenas por las que había pasado mi familia. Eso fue un martes. El jueves, a mi regreso de casa de Dora, donde pasé toda la tarde intentando estudiar Matemáticas (y digo “intentando” porque entre tantas distracciones —revistas, esmalte de uñas, teléfono, chat, canal de videos, el hermano de Dora y sus amigos, todos muy atléticos— no suele ser fácil), abrí la puerta de mi cuarto y, ah, solté un alarido. No, no había tropezado con una cucaracha: era el libro, que había reaparecido sobre mi cómoda, resucitado. Después de estrujarme la cabeza y abrir un surco en el suelo yendo y viniendo por el pasillo, regresé para cerciorarme de que no lo había alucinado. En efecto, la “niña” seguía ahí. Era posible que Belén lo hubiese traído de vuelta. Y si no había sido Belén… Uff, cualquier alternativa sería aterradora. Me crucé de brazos y respiré hondo. ¿Quién dijo que sería fácil? Era como tratar de deshacerse de un cadáver. El oleaje de mi conciencia me lo regresaría una y otra vez.
Quizás si lo dejara en el suelo, como quien no quiere la cosa, para que los perros se lo comieran… Antes de que los entrenaran, Cástor y Pólux habían destruido a dentelladas un par de cuadernos míos, prueba de que les gustaba la textura o el sabor del papel… O quizás la tinta. Pero, de sólo imaginarme a Pólux escupiendo el preciso retazo de un cunnilingus a los pies de mi padrastro, se me nublaba la vista.
Tendría que encargarme personalmente del asunto.
Cuando me preguntaban por los perros, aclaraba que no habían sido mi idea (mamá los había comprado recién nacidos, con la excusa de que “traerían alegría a la casa”). O los presentaba como mis hermanos, junto a Sergio, sólo que Sergio estudiaba Derecho y aquellos bobazos ni siquiera habían ido al Preescolar. En señal de reciprocidad, Sergio me contaba entre sus mascotas, hablando siempre de “los Dioscuros y Burusa” como si fuéramos la misma cosa. “Eres mi perra favorita”, me decía cuando lo celaba de alguna novia. Mamá le tenía prohibido que me hablara así.
Domingo por la tarde. En la sala, el primogénito y sus amigos armaban un barullo que hacía pensar en una subasta. La señora tenía migraña y se había recostado en su cuarto con las cortinas echadas. El señor estaba en su restaurante, haciendo girar la manivela que garantizaba el dinero y la tranquilidad. Y la señorita de la casa llevaba un buen rato de rodillas sobra la alfombra del baño, luchando contra la modorra que le producía el ruido del grifo abierto de la bañera y ansiosa por el crimen que iba a cometer.
Cuando la bañera estuvo llena, retiré la toalla con que había envuelto a mi “niña” y la sumergí por largo rato, esperando que dejara de respirar. Luego la solté.
La “niña” emergió y flotó sin abrirse, como un turista en el Mar Muerto.
No me di por vencida. La abrí por la mitad y volví a hundirla: el agua lamió sus páginas sin humedecerlas, como si el papel fuese impermeable.
Podía quemar a aquella carajita de papel, pero, ¿qué tal que saliera volando, o que, como el Ave Fénix, se recompusiera de sus cenizas? Era indestructible. Estorbosa e indestructible. Tenía poderes que escapaban a mi comprensión. Amenazaba mi futuro. Digamos que llegara a ser una ilustradora prestigiosa, de esas que destinan parte de sus cuantiosos ingresos a obras de beneficencia: viviría expuesta al peligro de que alguien desempolvara aquel libro-niña y me dejara ante todos como una depravada.
Ya en serio: aquello me asustaba porque era un secreto, y los secretos van horadándote, van pudriéndote si no eres buena para disimularlos o si no pesas lo suficiente para mantenerlos bajo una lápida de silencio… Y yo no pesaba mucho.
Cuando quería ver a alguien horadado por sus secretos, bastaba que me asomara un rato al cuarto de mamá. Me gustaba verla dormir. Liliana era más “fácil de manejar” como durmiente. El segundo papel en el que estaba casi perfecta era el de anfitriona. La gente decía que había heredado de ella cierta elegancia inconsciente, esa actitud “querendona” con la que me embolsillaba a todos y la imposibilidad de quedarme quieta que me atacaba a ratos. Pero, por mucho que la miraba, no me encontraba en ella. Pese a sus segundas nupcias y a las comodidades que la rodeaban, yo tenía la impresión de que Liliana siempre estaba sola y hasta un poco triste. En su trabajo, entre sus amigas, durante los compromisos familiares, con su marido, incluso en la cotidianidad, en compañía de sus hijos humanos y sus hijos caninos, seguía siendo una viuda. Una viuda de su propia existencia. No era algo que me provocara conversar con ella. No importa lo que digan los diplomáticos, hay cosas que no se arreglan hablando. Suelen ser aquellas que prefieres apartar la mirada.
Mirar a los chicos era otro cantar. Los chicos ocupaban la mitad de cada uno de mis días. Junto a las clases de Dibujo Técnico y Educación Artística, los chicos hacían que el colegio valiera la pena. Desde luego, también los había fuera del colegio: mis primos, los amigos, hermanos y afines de mis amigas (que eran mis amigos), los panas del club de playa. Había chicos en la calle, que no conocía y que me hacían girar la cabeza y sonreír, y que aparecían en mis sueños rondándome, intentando iniciar una conversación con frases raras o tratándome como si me conocieran de toda la vida. Y eso me encantaba, pero a veces también me estremecía.
Una de esas tardes de impaciencia salí a caminar por el vecindario con el libro. Cuando creí haberme alejado lo suficiente como para que mi rostro no le resultara familiar a nadie, fingí que la “niña” se deslizaba de mis dedos o de mi bolso de mensajero. Pero la “niña” era pesada y ruidosa, y en lugar de caer con la gracia de un trozo de seda, se precipitaba en la acera como un ladrillo o, peor aún, mostrando a una mujer de facciones caricaturescas abierta de piernas o a un tipo enmascarado, excepcionalmente dotado, enhiesto y gozoso. No faltaba algún transeúnte libidinoso que la asumía como un pañuelo-insinuación, obligándome a recogerla y a huir a toda prisa.
Cansada del jueguito, la abandoné a puertas de una farmacia y me marché sin mirar atrás. Volví a casa sin los remordimientos que albergaría una madre normal. Al cabo de media hora, alguien tocó nuestro intercomunicador, solicitándome. Era el farmaceuta, un anciano calvo, bajito y muy parecido a Mister Magoo. Las instrucciones que yo había garabateado en el interior de la tapa de la “niña”, dejándome llevar por la emoción inicial y una ridícula costumbre inculcada por mamá (“Si este libro se perdiera, favor devolver a Jimena Muñoz”, seguido de mi dirección) le habían facilitado su buena acción del día. Ya podía dormir tranquilo, e incluso, irse tranquilo al sepulcro. Para colmo, esperaba que le diera las gracias. Y quizás, una propina.
Ser buen ciudadano tiene su precio.
Oh, sí, aquel era el libro que toda chica debería tener bajo la almohada. Si todas tuvieran el suyo, no habría lugar para luchas de poder. Nadie podría acusar a nadie de nada. Nadie envidiaría a nadie (bueno, entre mujeres, ese propósito es utópico).
A comienzos de julio me convertí en víctima de un ridículo sistema de chantaje, urdido en turnos por Dora, Carlota y María Valentina. Ignoraba cómo el factor de superioridad, la gracia de poseer algo que ellas no tenían, se me volvió morisqueta; pero, mientras lo averiguaba, no hacía más que ceder. “Oye, Burusa, si no me das la franela de la jirafa azul, tus papás se van a enterar de tus lecturas licenciosas”. “Préstame tu dije, el del pececito, mira que si no…”. “Ay, esto que traje hoy no me gusta, Burusita… Cámbiamelo por tu merienda o… ya sabes”. “Como no me hagas el trabajo final de Química…”. Cabía esperar que la menos piadosa fuera María Valentina. A la hora del recreo, mientras estábamos en el baño haciendo pipí al unísono, comentó —como quien no quiere la cosa— que me había tomado unas fotos con el libro. Del tiro, uno de los chorros se interrumpió. El aire olía a extorsión.
“¡No!”, exclamé. “¡Sí!”, exclamó ella.
¿En qué momento…? ¿Y cómo fue que no me di cuenta? Claro, debió ser en la piyamada que la arpía esa hizo en su casa el mes pasado. Nos bebimos un par de botellas que su mamá había dejado mal puestas. Y ya entonada, seguramente no paré de posar. De las poses más sublimes hasta las más grotescas, debí entregarle el alma a la cámara, junto a mi “niña”, mi fiel compañera. “¡Eres una bicha!”, grité, bajando la palanca y saliendo del retrete en pie de guerra. María Valentina salió del suyo riéndose.
“Son esas cosas que te están amortajando…”. Como la canción de Spinetta. Eso lo sabía porque en febrero había salido con alguien de 2° de Humanidades que, sí, estaba chévere y tal, pero se las tiraba de profundo. Como oía Pescado Rabioso, me tocó hacer un curso intensivo; total, para nada, porque el relajo sólo duró un par de semanas.
A veces temía llevar las imágenes del libro estampadas en las mejillas como moretones y no levantaba la cara del plato en toda la cena. “¿Por qué tan callada?”, preguntaba mi padrastro y yo me encogía de hombros. “Le faltan vitaminas”, decía mamá. A otras madres les habría enorgullecido mi aspecto famélico de modelo de los noventa, pero a la mía le parecía que estaba demasiado flaca, aunque yo no tenía memoria de haber sido de otro modo alguna vez. Sergio no se quedaba atrás: “Con la energía que tiene siempre, sería raro que a esta hora no se le hubiera acabado la cuerda”.
Yo suspiraba y los dejaba a sus anchas con sus especulaciones. Esa suspiradera siempre me había parecido cursi, pero a veces no podía evitarla, como tampoco podía evitar perderme en ensoñaciones bobaliconas cuando me quedaba sola en mi cuarto, descalza, dando vueltas en la oscuridad con mi iPod. Para algunos, recobrar su primer lustro de vida es comerse los mocos en secreto; para mí, era girar con los ojos cerrados hasta marearme, y luego parar y observar con asombro cómo el mundo seguía agitándose a mi alrededor, sin mí, y luego, empezar de nuevo, en dirección contraria. A menudo, mientras hacía de trompo, me ponía dramática. Canalizaba a alguna heroína personal, ¿cómo se llamaba la última? Sí, sí, la pobrecita que Stephen Dedalus había amado y juzgado injustamente. Sí, debería haber leído En este país para que no me rasparan en el examen del día siguiente… Pero me regía por mi programa personal de Castellano y Literatura (en realidad, más Literatura que Castellano) y, de momento, sólo me apetecía hablar de Joyce, de esa “inocencia” que Dedalus y su amiga no habían podido comprender mientras eran inocentes, y que luego habían echado de menos. Para mí eso de la inocencia era, como dicen en la tele, un tema de “candente actualidad”. De tanto repetirla (o encarnarla), de tanto girar sobre su frágil eje, había empezado a perder su significado.
“Oh, padre, estoy ardiendo”, susurré mareada, dejándome caer en la cama en medio de un silencio extraño, el silencio de mi aburrimiento o mi impaciencia.
Emocionados, su madre y su padrastro le anuncian que le tienen una sorpresa. Abren la puerta del cuarto. ¡Taráaan! El sol baña el parquet como una mancha líquida. Al alzar la vista, ella descubre con horror que las páginas de la “niña” —enmarcadas con vidrio y cañuela y colgadas en cuadrícula— tapizan las paredes de su cuarto.
“Pensamos que te gustaría una pequeña redecoración”, dice la madre, impasible ante el carnaval de escenas de sexo explícito.
Todavía con un pie en aquella pesadilla, salté de la cama, saqué el libro de su escondite, lo lancé por la ventana como un búmeran y retrocedí jadeante. La respuesta no tardó en llegar: siete pisos más abajo, una voz masculina me reclamó por nombre y apellido, como el farmaceuta. Asustada, volví a la ventana: en la acera opuesta, mi hermano se sobaba la cabeza mientras escudriñaba las alturas, buscándome. A su lado, mi “niña” yacía bocabajo, abierta, con la espalda y las nalgas protegidas por el sayo negro. Sergio sabía que era mía porque me había visto con ella en varias ocasiones, pero jamás intentó averiguar qué ocultaba la mampara de cartulina, porque nunca se metía en mis cosas. Empero, si esta vez me exigía una explicación, le diría, parafraseando a Kurt Cobain: “Daddy’s little girl ain’t a girl no more”. O: “¿Qué sé yo? Hay mañanas así, en las que hombres y mujeres desnudos caen del cielo y te golpean con su…”.
“Deberías tener más cuidado… Pudiste haber matado a alguien”, murmuró, mirándome de hito en hito cuando salí a la puerta del apartamento, todavía en piyama, para recibir su reprimenda y el libro. Seguramente lo había hojeado en el ascensor, pero se abstuvo de comentarlo (ah, es extraño cuando sabes que el otro sabe… Y cuando el otro sabe que sabes, pero ambos se lo callan). “Pssht, largo de aquí”, dije, risueña, empujándolo. “Debería demandarte”, dijo Sergio, tratando de parecer un hermano mayor serio. “Pero como tu cumpleaños viene por ahí, lo dejaremos para después”. “Sí, claro… Después del campamento, si sobrevivo”.
Agosto apenas comenzaba y yo me sentía extrañamente complacida —o más bien, aliviada— de largarme al encuentro de ranas, zancudos y uvas venenosas. Hacía mucho que mi entusiasmo por esos campamentos de verano había muerto, pero no me quedaba más remedio que seguir participando en ellos, bien fuera por que mis padres se iban de viaje para pasar tiempo a solas, o porque se quedaban en la ciudad, metidos de cabeza en sus respectivas labores, y querían asegurarse de que yo estaría haciendo algo productivo entretanto. Los mortificaba la idea de dejarme suelta en casa, como si fuera a romper algo o a volver loca a Belén. ¿Acaso no notaban que estaba madurando?
Por primera vez, yo misma, sin dilación, hice mi equipaje. Mamá estaba impresionada: le habría impresionado más enterarse de lo que llevaba en el fondo del bolso. Todas las hijas han de impresionar alguna vez a sus madres, para bien o para mal. Yo me preguntaba si mi “niña” me desafiaría, si se atrevería a volver del barranco al que planeaba lanzarla. Se había vuelto “dura de matar”.
¿Cómo se le da muerte a algo que no está vivo? Quizás allí radicaba el problema. Era inútil lanzar a un barranco algo que no tenía huesos y que, en consecuencia, no podía perecer a causa de múltiples fracturas o, desnucado, sin más. La gente que habitaba el libro parecía no tener huesos. En el campamento había chicas huesudas, como yo, y chicas gordas (quizás existiera una categoría intermedia, pero yo no era capaz de verla). Había chicas bien formadas, con suficiente carne sobre los huesos y accesorios bien proporcionados, y chicas esperpénticas, mal equipadas, fallidas en todo sentido. Y claro, había todavía-niñitas, niñitas-no-por-mucho-tiempo y niños que se hamacaban con placidez en la última frontera de la infancia, sin prisa por crecer. La mayoría de los muchachos eran delgados, pero no faltaban dos o tres pasados de kilos, fofos, informes, rezagados. En los varones se evidenciaba, más que en nosotras, la incomodidad de la metamorfosis. Aun en mi imperfección, yo adivinaba algo penoso en esos cuerpos dismórficos, algunos proyectándose hacia la maravilla, pidiendo paciencia, y otros, anunciando el desastre de una inadecuada constelación de genes.
Echada de espaldas en la litera, al abrigo del sol, la vegetación y las actividades preparadas por los guías, hojeaba mi libro, mi carcelero disfrazado de reo. Algunas chicas entraban al dormitorio y me preguntaban: ¿Qué tienes ahí? Un libro sobre madrigueras. Mira, esta se trajo una novela… No, es un catálogo de esculturas blandas. Ay, pero, ¿qué tanto lees, Burusa? Ciencia ficción. Esteee, eso debe estar muy bueno para que te pierdas del día tan bonito que hace afuera… Sí, es un manual de enchufes. Por Diosss, ¿a quién se ocurre traer una enciclopedia al campamento? ¡Te estás volviendo una nerd, Jimena! ¿Qué? ¿Lo dices por mi librito de hechizos?
Jimena la que contaba dieciséis años. Jimena la más hermosa de la pradera. Qué linda era, qué linda era. Predestinada a perder la competencia de traje de baño en el río, compensaba mi falta de exuberancia, de tetas, de trasero, con alocamiento. Si no sonreía, si no estaba canturreando, retozando o haciendo alguna payasada, entonces no era yo o tal vez estuviera moribunda, y eso lo sabían todos los guías, que me sufrían y me disfrutaban año tras año. También me entretenía cuidando de los más pequeños. Era una versión femenina de Holden Caulfield. Adoraba los niños, aunque no viera una conexión real entre mi disparatada vida, mi cuerpo y su futura aparición en el mundo.
Oh, sí, los niños… Sospechaba que mi tentativa de ahogar a la “niña” en la bañera había fracasado, en parte, por llevarla a cabo en agua estancada. Pero, ¿qué sucedería si probara con una corriente, con el río de la hacienda? Lo habitual: uno de los cuidadores me pillaría, la recuperaría y me la traería indemne, chorreando agua.
“Creo que esto es suyo, señorita”, dijo el hombre, bigotudo, gris, áspero como leña, ante la cara de bochorno de uno de los guías.
Yo miraba a la “niña” con la misma exasperación a fuego lento que mi madre solía mostrar en la oficina de la directora, cuando la convocaban para ponerla al tanto de mi última tremendura. “¡Búscate una vida y déjame en paz!”, pensé. “¿Por qué es tan difícil deshacerme de ti? ¡Te odio, te odio!”. Luego bajé la guardia y admití lánguidamente: “Okey, no es verdad… Pero uno debe saber cuándo marcharse”.
“La próxima vez te pongo una multa”, dijo el guía. Ni él ni el cuidador habían mostrado interés por el contenido del libro. La pobre cultura lectora de quienes me rodeaban volvía a salvarme de una vergüenza que no me creía capaz de soportar.
La caridad. Eso me faltaba por ensayar. Luego del desayuno, durante una cita relámpago detrás de las caballerizas, le “doné” el libro a Humberto, uno de los habituales del campamento con el que antes solía treparme a los árboles y recoger piedras bonitas. No sé por qué pensé en él. A lo mejor me parecía lo bastante listo como para no dejarse pillar, o para convertir la falta en una chiste a los ojos de los guías, que eran chamos como él, sólo que algo mayores, universitarios casi todos. Así que se le entregué a la “niña”, esperando que no lo tomara como una muestra de interés o una indirecta. Porque para malentendidos, yo.
Ah, parecía que por fin me había sacudido aquella piña para siempre.
Durante dos semanas y cuatro días fui una pluma, fui una Burusa feliz, el chorro más saltarín del Campamento Los Chorritos.
La mañana del regreso, entre guías de impermeables amarillos, trajín de bolsos, canciones estúpidas, adolescentes húmedos que remoloneaban como cerdos para subir a los autobuses, el ruido de los motores encendidos y la terca llovizna que había hecho imposible cualquier actividad al aire libre durante los últimos tres días, un chico cuyo único atributo memorable era una franela de los Ramones se me acercó al trote. También traía puestas unas bermudas de caqui y las piernas comidas por los zancudos. Alguna vez tuvimos la misma estatura; luego, no sé que pasó. En ese instante tampoco supe qué pasaba: mi atención oscilaba entre su sonrisa desagradable y la mano lampiña y regordeta que me ofrecía de vuelta algo que no había tenido tiempo de extrañar. Como yo no reaccionaba, puso el libro sobre mi pecho, obligándome a sujetarlo con un brazo como quien carga un chiquitín, y se alejó silbando.
Hay cosas que no puedes lavar (una niña de papel), y hay cosas que, sin importar cuánto las laves, jamás volverán a ser las mismas (tus amigas, que ya no pueden serlo porque te miran y las miras con la desconfianza y el rencor desatados por su chantaje). Tal como ocurre con los desengaños, los fluidos humanos afectan metafísica y sanitariamente a la materia. Un libro de esta naturaleza es como la ropa interior: ni se toma prestado, ni se compra manoseado… A menos que lo que busque no sea el libro, sino los rastros de su uso, lo cual es muy válido, pero no era mi caso.
Dos semanas y cuatro días era un récord: nunca había logrado mantenerlo lejos de mí por tanto tiempo. Sólo cuando estuve en mi cuarto comprendí la magnitud y el precio de la separación. La “niña” regresaba mutilada y tatuada. Le habían (porque aquello no podía ser obra exclusiva de Humberto) arrancado las páginas que más les gustaron. Otras estaban pegadas. Detrás de una de las portadillas habían dibujado —y muy mal, por cierto— a una mujer sodomizada por un perro enorme. Sin reponerme de la impresión, alcé a la niña en vilo y, sacudiéndola, le dije: “¡Háblame! ¿Qué viste? ¿Qué oíste?”. Pero ella sabía guardar secretos.
Pensé en la sonrisa burlona de Humberto. En los zancudos. En que Mambrú se fue a la guerra. En que la “niña” se estaba divirtiendo a costa mía, teniendo aventuras, conociendo mundo, tierras de caníbales. En que sus peripecias no eran las mías.
Y en mi enojo supe que ya estaba algo crecidita para ir a campamentos.
A menudo, las soluciones más simples son las más eficaces. Si yo no las había ensayado de entrada era porque desconfiaba de su sencillez. Con la desesperación apretándome el cuello, me dirigí —como cualquier vecino— al bajante de basura y arrojé mi tesoro a sus fauces. Una cosquilla de diabólico regocijo me iba invadiendo mientras lo oía alejarse, siempre hacia abajo, chocando contra las paredes metálicas del ducto. “Así es como se encamina a un hijo en la vida”, me dije. No contaba con que, apelando a ese reflejo que lo había salvado en otras ocasiones, se abriría y quedaría atascado entre el tercer y el segundo piso. Al día siguiente, la conserje subió para devolvérmelo, sin escatimar detalles de lo que su marido había tenido que hacer para resolver el problema. Por suerte, no hubo que llamar a los bomberos, ni al Ejército.
Mi saldo era un libro porno que apestaba en todos los sentidos y un incipiente dolor de cabeza, que remedaba el de mi madre. Guardé el libro en una bolsa negra, en el estante más alto del closet. Aunque estábamos en el trópico, empecé a usar guantes en pleno septiembre y mis padres no sabían por qué. Caprichos de la edad o de la moda. Todavía llevaba los guantes esa noche de noviembre, cuando entré al estudio y le pedí a mi padrastro que me prestara su destructor de documentos. “¿No andarás buscando un sacapuntas?”, replicó en tono de broma. Le encantaba hacerse de rogar, era su modo de retenerme, sobre todo, desde que había crecido, excluyéndolo de mi agenda. Como insistí, me preguntó para qué lo quería, con cara de: “¿Y es que a tu edad ya tienes documentos que destruir?”. Para no ser mi padre biológico, Ricardo era un sol. Su mezcla de disciplina e indolencia nos satisfacía a mamá y a mí por igual. Así que se agachó, abrió uno de los cajones del escritorio, sacó el destructor de documentos y lo puso en mis manos.
Sólo entonces reparé en un detalle con el que no contaba: la tapa del depósito estaba asegurada por una cerradura. Y si había una cerradura, debía haber una llave, en poder de su dueño. De modo que Ricardo vería lo que había hecho trizas en aquel recipiente transparente, alargado como el contenedor de espagueti que teníamos en la cocina. Ese recipiente era una metáfora de su manía de control. Ricardo era un sol, repito, pero le habría encantado que las paredes del apartamento fueran de vidrio para poder atravesarlas permanentemente con sus rayos.
De modo que destruir el libro no era la solución. Si lograba esconderlo un par de años sería legalmente mío. Pero entonces lo odiaría, del mismo modo en que odiaba pensar que mi sexualidad —bajo cualquiera de sus manifestaciones, y aquel libro era una de ellas— le pertenecería a mis padres mientras estuviera bajo su tutela.
En cualquier caso, el libro no permanecería en primer plano todo el tiempo. Ese año, pese a su desmesurado afán de atención, no logró trepar hasta la copa de nuestro árbol de Navidad y sustituir a la estrella. Una fuerte competencia le salió al paso.
Ese diciembre, Burusa se convirtió en víctima de la ortodoncia. Ese diciembre, su padrastro decidió asociarse con unos españoles que venían rondándolo para que abriera otro restaurante. Ese diciembre, Burusa se peleó para siempre con Dora, Carlota y María Valentina. Ese diciembre, Sergio se mató en un accidente aeronáutico, cuando regresaba de Los Roques con su novia y una pareja de amigos. Eventualmente, a raíz de todos esos acontecimientos, bien fuera porque el pesar la volvió seria o porque quería consolar a su madre, Burusa cambiaría de parecer con respecto a la Escuela de Arquitectura. Pero, por un tiempo, Liliana viviría tan olvidada de todo que no sería capaz de apreciar su gesto.
De vez en cuando lo sacaba a pasear, a orearse (debido al uso prolongado, la sobrecubierta había pasado a mejor vida). Lo usaba de visera, de sombrilla, de asiento, y también, de carpeta, de cartera, de archivador, cuando tenía que entregar algún trabajo o transportar los documentos de algún trámite al que me obligaba —de modo personal e intransferible— mi recién adquirida mayoría de edad. En el fondo, no perdía la esperanza de que se cansara de vivir pegado a mí y desapareciera. Ya ni siquiera lo llamaba la “niña”. Era “el libro ese”, sin más.
Una noche de marzo, después de discutir con José Miguel, mi novio de turno, me tocó volver a casa por mis propios medios. Cuando no andaba con él, solía usar el carro que había sido de Sergio; pero esa noche no tenía una cosa ni la otra, y en vista de que los taxis que pasaban estaban ocupados, me tocó subir al Metrobús. Y allí olvidé el libro. En serio: estaba tan hundida en mis pensamientos, tan efervescente, que no me percaté de que nos acercábamos a mi parada. Sólo cuando las puertas se abrieron y la gente empezó a bajar, brinqué de mi asiento como una gallinita nerviosa y, nimbada por el desorden renacentista de mi pelo y el ruido de mis pulseras, corrí por el pasillo.
Ya en la calle, entre ese sonido neumático de hacen las puertas al cerrarse, oí que me llamaban… del mejor modo que podía haberlo hecho un desconocido: “Epa, ricitos de oro”. El sujeto —en la veintena tardía, alto, con algunos kilos de más, pelo castaño arremolinado, cara de niño grande llena de cañones, suéter de capucha, franela negra, pantalones holgados y Converse azules… Hum, quizás había traicionado mi vocación original, pero no había perdido el ojo, la manía de atraparlo todo de un solo golpe— también iba en el Metrobús. Yo no lo vi cuando subí, o quizás lo vi, pero no me fijé. O pudo haber subido después de mí. Como fuera, estaba ahí, delante de mí, sosteniendo mi libro (desnudo, sí, con ese título acusador y esa mujer impresentable) en la clásica pose de quien va a pedir un autógrafo y espera en la fila, armándose de valor. Sin decir nada, me lo alargó con una mano velluda, de hombre joven, que me pareció hermosa.
Le di las gracias. Él soltó un “de nada” amortiguado. Me gustó su combinación de ojos avellanados y mirada trasnochada. Luego de asomar una sonrisa tontarrona y demorarse absurdamente (el equivalente a “quedo de usted, su atento servidor” en las cartas de los abuelos, supongo), se subió el cierre del suéter hasta el cuello, se cubrió la cabeza con la capucha y siguió su camino con andares de cartujo, las manos metidas en los bolsillos. ¿Acaso era uno de esos chicos con los que solía soñar años atrás, esos que me abordaban en la calle con cualquier pretexto para conocerme? Esa noche estaba tan harta que hubiera podido irme con aquel tipo adonde él quisiera, aunque ni siquiera sabía su nombre. No sería preciso que conversáramos: sólo mencionaríamos páginas del libro, nos lanzaríamos retos. A que no puedes hacer esto. A que no puedes lo otro.
Todavía me parecía tenerlo enfrente mientras caminaba rumbo a mi edificio, blandiendo el libro como un ladrillo. Sonriente, me pregunté de qué cantante o banda tendría que hacer un curso intensivo para allanar nuestra brecha. Por su pinta, costaba adivinarlo. Podía gustarle cualquier cosa. Sí, esos eran los peores, los eclécticos. No había manera de agarrarlos, de ganarles una, de saber por dónde venían.
Pronto comprendí que había tenido un encuentro cercano con el deseo. Y que no se me había ocurrido pedirle su número telefónico.
Una fama de lunática me perseguía por doquier. La alimentaba adrede, para ahuyentar a la gente que no me parecía interesante. En la universidad, cuando Burusa perdía sintonía con sus amigos, solía sentarse sola en algún banco, con las sandalias a la derecha y el libro a la izquierda. “¡Eres terrible!”, le decía al libro, mirándolo de reojo y parodiando los amorosos regaños que solía echarle su propia madre. “¿Qué voy a hacer contigo, eh? ¿Enviarte a un internado en Suiza? ¿O quizás mandarte de vacaciones a Nueva York? ¿Y qué te parecen el desierto australiano o el Congo belga?”.
Debo confesar que alguna vez, exasperada por mis vanos intentos de deshacerme de aquel lastre, pensé en quemar el apartamento entero. Fue una de esas noches en que, mientras cenábamos, Ricardo volvió a preguntarme por qué estaba tan callada. Como ya no solía pregonarlo tronchada de risa, como mi boca había adquirido un rictus amargo luego de la muerte de Sergio, todos se empeñaban en averiguarlo. Y yo les decía: “Nada”. Y me espantaba la “nada” con un rápido movimiento de cabeza, con un aleteo de manos, como si fuera una mosca. Pero eso no siempre funcionaba. Y se me ocurrían ideas peregrinas como quemar el apartamento para proteger mis pensamientos, o para que otros no descubrieran un libro que era una extensión de esos pensamientos, una aguja oxidada en el pajar de nuestra casa. “Tu casa de vidrio derritiéndose bajo el fuego”, pensé esa noche mirando a mi padrastro. Aún recordaba aquella pesadilla en la que Liliana y él me presentaban mi habitación “redecorada” como regalo de cumpleaños.
No fue preciso tomar medidas drásticas. En algún momento, el libro desapareció, como van desapareciendo los juguetes y ciertos resabios. A nadie podía preguntarle por él, así que celebré su extravío y lo olvidé. Pero no me extrañaría que, así como algunos conservan los dientes de leche de sus hijos, mi querido padrastro lo tuviera bajo llave en el estudio… Sólo para asegurarse de que Burusa no estará mirándolo a escondidas.
Del libro: Joven narrativa venezolana III (Equinoccio, 2011)
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