Comentarios a las Antiguas postales del fin del mundo, por Manuel Llorens

10/ 11/ 2015 | Categorías: Lo más reciente, Reseñas

antiguas postales

Agradezco a Pedro la invitación a compartir la celebración de su último libro Antiguas Postales del Fin del Mundo que avanza una obra que sigue creciendo. Lo agradezco, en primer lugar, porque me permite conversar de una experiencia única que me ha dado la vida que es poder hablar del trabajo de mis amigos. Uno crece leyendo escritores consagrados que uno admira y ve desde una perspectiva lejana. Pero con Pedro, como con algunos de los que compartimos en los noventas los talleres de creación literaria del Celarg, como lo son también Héctor Torres, Daniel Pradilla, Orlando Verde y Juan Andrés Ravell, entre otros, he podido disfrutar mucho el ver su trabajo desarrollarse.

Pedro tiene varios trabajos premiados y publicados con que este poemario conversa, entre los que se encuentran Oficio de Lectores: textos de detectivismo literario (Editorial Fundación para la Cultura Urbana) y El Silencioso Vuelo de los Peces (Editorial Equinoccio).

En segundo lugar, agradezco la oportunidad porque este libro habla de mi generación, de la experiencia de la época que he transitado en paralelo a Pedro. Habla así de mi vida y mi tiempo.

Pedro rescata el hermoso título del filósofo Jean Francoise Lyotard “La Posmodernidad Explicada a los Niños” para adentrarse en la época, no desde las posiciones filosóficas, sino desde sus consecuencias afectivas. Dibuja la textura emocional de ser joven en los años ochenta y noventa en Venezuela luego de que Fukuyama diagnosticara el final de la historia y los filósofos posmodernos el final de los grandes relatos épicos de las causas políticas del siglo XX. Es también el final del siglo que describe Eugenio Montejo en su Adios al Siglo XX, ese “siglo vertical y lleno de teorías”, que ahora vagabundea por los bares sucios y olvidados.

Ya la desilusión de la falsedad de las grandes teorías que habían prometido un mundo más justo y el progreso para todos había pasado. Ya había pasado el fervor revolucionario de comienzos del siglo XX y también el desencanto épico de las décadas anteriores. Cuando Rafael Cadenas, que ahora celebramos por su más reciente premio, escribió Derrota y Fracaso, le habló a su generación, dibujando el peso de la desilusión, intentando lidiar con ella.

Nosotros vinimos después y a nuestra generación nos tocó el repele. Crecimos durante la caída de la bonanza petrolera de los 70s, la caída del Muro de Berlín que simbolizó el final del delirio soviético y la decadencia demostrada de las utopías. Había un ambiente de desazón por la crisis en el país y no había grandes proyectos a los cuales mirar. La posmodernidad nos trajo desaliento y descubrió como vacías las ilusiones de esos antiguos ideales absolutos. Ya para los años noventa el fin del mundo que Pedro retrata no era ni romántico, ni épico. “La muerte de la historia”, escribe Pedro, “terminó siendo blanda y huidiza”. La muerte de las décadas anteriores había sido cinematográfica como la de James Dean o Marilyn Monroe, o rebelde y operática como la de Hendrix y Morrison. Fueron las últimas tragedias románticas de nuestro siglo, sentencia Pedro. En nuestra época “Si el hombre estaba muerto, en verdad se le veía igual que siempre”.

Y al mismo tiempo es un poemario lleno de nostalgia. Hay algo de esa época ausente de grandes heroísmos que sin embargo, nos permitió encontrar, entre el desencanto, nuestras propias épicas personales. Pedro logra rescatar los pequeños encantos que emergieron por instantes del desasosiego: las habitaciones de hotel en que se escondía con una novia difícil y lejana; las imágenes de las playas que habitó sin pensarlo de pequeño; la luz de uno que otro atardecer que se fijó en su recuerdo y, de manera recurrente, los universos privados que va descubriendo gracias a sus autores preferidos: Artaud, Walcott, Montejo…

Interesa en particular la dimensión histórica de esta reflexión íntima. Uno de los temas que atraviesa toda la obra de Pedro son los héroes fallidos, que medio intentan sus pasiones, alcanzando pequeñas victorias o que se repliegan a mitad de camino justo antes de cruzar la meta, ese Sherlock Holmes en interiores que describió en libros anteriores. Es paradójico ese personaje. Mi generación es paradójica. A pesar de ser consciente del desencanto de las grandes épicas del siglo XX, nos tocó presenciar con horror cómo nuestro país se embarcó de lleno en el delirio de la fantasía revolucionaria, cuando todo parecía asegurar que era un sueño ya agotado.

Ya sabíamos de la desmesura de las bonanzas petroleras venezolanas, ya sabíamos de las medias verdades de las promesas revolucionarias y sin embargo, nos tocó atravesarlo todo de nuevo, como una mala película que hay que volver a ver una y otra vez.

Escribe Pedro:

 

Nuestra época se lanzó una noche por un precipicio,

en un carro con las luces encendidas

donde un conductor borracho escuchaba

una canción de amor interpretada por alguien que no sabía amar.

 

Para sobrevivir en el desencanto, sin tratar de negarlo, Pedro insiste en el “poderoso músculo de la imaginación”. Con la imaginación regresa a los callados momentos de calma o ternura que halla en la contemplación infantil de una playa inmensa, el perfil de una joven como salida de un cuadro de Boticcelli, la manera en que su madre se pasea por la cocina.

 

De niño dibujé una y otra vez a mi madre

en la vieja y lejana casa donde vivimos.

Fue lo único que nos quedó,

Aunque esos dibujos se hayan perdido.

 

Pedro busca a través del trazo de la palabra escrita hurgando en la cinestesia del amor, la plástica del registro caligráfico; él busca esas condensaciones en que la belleza del sonido, la forma visual de la palabra se entrelaza con la memoria y la recuperación del afecto perdido.

 

A veces los busco, como se busca un detalle,

en las fascinantes escenas que ocurren

dentro de los trípticos de la pintura flamenca.

 

Me encanta ese verso en que busca las imágenes de los dibujos que hizo de su madre en los trípticos de la pintura flamenca.

La portada de Oficio de Lectores es “La Extracción de la Piedra de la Locura” de El Bosco. Cuando leo su búsqueda en la pintura flamenca no puedo sino imaginarlo hurgando en los cuadros delirantes de El Bosco. Es una estampa hermosa de este poemario. Entre las esquinas de una ciudad llena de horror, cadáveres, delirios, Pedro rescata instantes de amor y vida íntima.

 

Cierro con unos versos de Ferlinghetti que asocio con este poemario y que quizás tengan algo que ver con Pedro, poqrue los vi por primera vez en una novela que sé que leyó con mucho amor, como lo es Rayuela.

En el capítulo 121 Cortázar extrae de Un Coney Island de la Mente de Ferlinghetti:

 

Sin embargo, yo he dormido con la belleza

a mi extraña manera

Y he hecho alguna que otra escena hambrienta

con la belleza en mi cama

y he derramado así uno que otro poema

y he derramado así uno que otro poema

en este mundo

                                               que se parece al de El Bosco

 

Texto leído en la presentación del libro Antiguas postales del fin del mundo, de P. E. Rodríguez

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