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Cuentan las leyendas familiares que mi tatarabuela fue una mujer indígena e iletrada. Mi padre, quien sintió un gran afecto por ella y la recuerda como la persona más sabia que ha conocido, me contó que el día de su muerte, todos sus amigos de Barlovento viajaron a Caracas para participar en el sepelio. Nunca antes habían salido de Capaya. Cuando llegaron a Guatire, aturdidos por la inmensidad y el concreto, vieron con asombro a una multitud que esperaba en una esquina. ¡Es aquí!, pensaron los viajeros. Uno de ellos se acercó a la fila y, amablemente, preguntó si esa ciudad grande se llamaba Caracas y si esa era la cola para despedir a Felipa. «No, señor —le respondieron—, nosotros estamos haciendo la cola del autobús. Caracas es mucho más lejos».
Valoro la memoria como un riguroso y cotidiano ejercicio de Crítica. Por esa razón, cuando los representantes de FicciónBreve me comunicaron que mi novela Liubliana había obtenido el Premio de la Crítica de Venezuela, no pude evitar hacer un repaso detallado e incisivo por mi historia personal y mis circunstancias. La peripecia me llevó, por un lado, hasta los más recónditos poblados de Barlovento y por otro, hacia las montañas de Los Andes donde, alguna vez, mi tío-abuelo, el poeta Manuel Felipe Rugeles, compuso cantos de admiración a la naturaleza y a la infancia. La práctica del recuerdo, sin embargo (la búsqueda del pasado posible), es una experiencia cruel. No tengo la capacidad de aislar las gratitudes y satisfacciones que me brinda este reconocimiento, de la tragedia social que nos afecta y que, llevándonos al límite, saca lo peor de lo nosotros. El hilo está roto. En algún momento del pasado reciente, la continuidad se deshizo. No hay relato ni coherencia en nuestra experiencia del Tiempo. Simón Alberto Consalvi afirmaba que en el año 1958 los venezolanos perdimos el miedo y, de manera conjunta, apostamos por una idea de país. La realidad sugiere que aquel miedo no fue erradicado del todo. Hoy, detrás de la máscara festiva, somos un compendio de soledad, angustia y temor por los otros. En la Venezuela contemporánea, todo ejercicio de Crítica es un golpe tan fuerte, que convierte a la inteligencia en el algo parecido al corazón del poeta Vallejo.
La Crítica está ligada a la práctica y al debate continuo con la lectura. Un escritor, a mi juicio (entre otras cualidades y aptitudes) es el conjunto de sus lecturas. No concibo a un escritor que no lea. En los últimos años, se me hace imposible confrontar un libro sin hallar correspondencias con el entorno siniestro del presente. Todos los personajes con los que tropiezo tienen una opinión anacrónica y relativa sobre Venezuela. «Hemos tenido que acostumbrarnos poco a poco a vivir sin el suelo bajo nuestros pies, sin derechos, sin libertad, sin seguridad»; escribía, por ejemplo, Stefan Zweig en El mundo de ayer, su lúcido y mortificado ensayo sobre la destrucción de Europa y de su Austria imperial. Intimida la coincidencia, la descripción de la esperanza rota, la angustia, la impresión de que la condición humana está subordinada a los intereses de gendarmes eternos e indolentes. Susan Sontag, por su parte, en otro de esos ensayos que amenizan mis continuos insomnios, sugiere un conjunto de preguntas que, al adaptarlas al contexto local, dificultan el sueño y alebrestan la zozobra: «¿Qué seríamos si no pudiéramos sentir compasión por quienes no piensan como nosotros? ¿Quiénes seríamos si no pudiéramos olvidarnos de nosotros mismos, al menos por un rato? ¿Qué seríamos si no pudiéramos aprender, perdonar?», inquiere la autora. Al apropiarme estas preguntas, percibo con malestar que el mayor logro de la Revolución que nos asfixia, ha sido la deshumanización de los hombres y mujeres que, alguna vez, a pesar de sus dificultades y desencuentros, tuvieron algo en común. Porque la compasión, intimidada por la supervivencia, se ha convertido en una muestra de debilidad; porque ponernos en el lugar del otro nos degrada; porque el aprendizaje y el perdón son valores en desuso, inútiles, cursis; porque la inteligencia, cada día que pasa, es violada por la abyección y la ignorancia.
El sentimiento crítico encuentra eco en otras palabras distantes y cercanas. La lectura nocturna cae en la trampa descrita por Natalia Ginzburg, en su hermoso ensayo sobre los equívocos de las virtudes humanas. Leo esas palabras y reconozco el contexto, como si Turín quedara a las afueras de Caracas. La autora dice sobre sí misma, sobre ellos, sobre nosotros: «somos demasiados conscientes de nuestra debilidad, demasiado melancólicos e inseguros, demasiado conscientes de nuestras inconsecuencias e incoherencias, demasiado conscientes de nuestros defectos; hemos buceado demasiado a fondo en nuestro interior y hemos visto demasiadas cosas». Coloco el libro de Natalia sobre la mesa y me pregunto: ¿Qué es lo que hemos visto? ¿Qué hemos encontrado? No tengo la respuesta o, quizás, sí la tengo pero no la quiero ver, no me atrevo a pronunciarla.
Aquellos que me conocen saben que mi educación emocional es lamentable, por lo que prefiero reservar los agradecimientos íntimos para el espacio privado. Otros agradecimientos trascienden el sentido convencional de la gratitud. Debo citar, en este contexto, a varias instituciones y personas. A Ficción Breve, por su cruzada a favor de la educación literaria y la importancia de la cultura, por la convocatoria de este premio que nos da voz y diálogo a los novelistas que con nuestras historias tratamos de darle forma a lo amorfo y sentido al sinsentido. A la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana; modelo gerencial y editorial que otros países contemplan con admiración, y que, para nuestra sorpresa resignada, la estulticia militar condenó a sus directivos a la humillación y el cadalso. Para ellos, mi solidaridad y mi respeto por su resistencia. A los miembros del jurado, quienes desarmaron y escudriñaron a fondo las debilidades y fortalezas de Liubliana. A los amigos libreros y editores que en medio del estrés diario, la falta de papel, el despropósito de los costos y la vigilancia permanente de las bestias, mantienen su fe en el valor humano del libro (en particular, a Rodnei Casares por prestar su casa para compartir este inventario de digresiones). A los periodistas, blogueros y tuiteros interesados por las Letras. A los docentes de mis escuelas (la UCV y la UCAB) y de otras escuelas asediadas por presupuestos miserables y la desidia de los reyes. A los novelistas, cuentistas, dramaturgos y poetas que, en estos últimos años, sin perder el instinto de la individualidad, la libertad del estilo, y las filias y fobias naturales en cualquier agrupación humana, han hecho causa común contra la hegemonía de la barbarie. Dándole la palabra a la memoria, no puedo dejar de ofrecer un humilde agradecimiento al hermano menor de aquel andino que le escribió poemas a la montaña y a los niños y a la vieja que, hace casi un siglo, emigró de Capaya y cuyos amigos, en el momento de su muerte, confundieron Guatire con Caracas.
Agradezco, finalmente, a todos los autores que azuzan mi insomnio. A una tradición histórica y literaria que pesa y que ningún decreto improvisado, ley de ocasión o capricho de gendarme, será capaz de borrar. Hace unos días, antes de viajar a Caracas, reflexionando sobre el significado de la Crítica y el sentido de esta ceremonia, me quedé aturdido por unas líneas de Wislawa Szymborska; su razón me hizo ruido, su lúcido argumento refutó mis paradójicas premisas. Dice la poeta: «A pesar de lo que podamos pensar sobre este teatro inconmensurable para el cual tenemos un billete de entrada cuya vigencia es ridículamente corta, limitada por dos fechas arbitrarias; a pesar de todo lo que podamos pensar sobre él, este mundo es asombroso». Las palabras de Szymborska retumban, enmudecen. Al adaptarlas a Caracas, a la Caracas que recuerdo y que, a mi manera, añoro; reconozco una irrefutable verdad: nuestra ciudad también es asombrosa. Lo difícil es interpretar la complejidad de esa impresión, la hostil naturaleza del asombro. Me gusta pensar que detrás de la anarquía institucionalizada, que con sus ridículos Ministerios ha envilecido, incluso, el significado de la Felicidad y del Deporte, aún nos queda un “algo” impreciso, un rezago de identidad, un reducto de civismo y sentimiento común, algo que nos hace continuar y gritar ¡Coño! No hemos perdido del todo. ¡Aún estamos aquí!
Reconozco, con Claudio Magris que «la literatura que dice las verdades más radicales acerca de la condición existencial e histórica es la de la negación y el rechazo, la que hace hincapié en el malestar de la civilización y en la laceración del individuo»; de ahí mi pesimismo militante, mi amargura, mi simpatía selectiva, mi cotidiana tristeza. Siempre creeré en las ficciones como una forma ejemplar de resistencia. En Venezuela, como el Adán de Borges sospecho que aunque sea impreciso en la memoria el claro Paraíso, yo sé que existe y que perdura… aunque quizás, no sea para nosotros.
Gracias por su atención. Buenas tardes,
E.
Simplemente conmovida, no sé que más decir. Las lagrimas no me lo permiten. Sánchez Rugeles es uno de mis escritores preferidos y este escrito confirma mi fe en él y su escritura.
¡Enhorabuena!
excelente , es nuestra realidad, dejamos de ser humanos , pretenden convertirnos en seres sin capacidad de discernir , pero existe un grupo de venezolanos que no nos dejamos
influenciar por esa mediocridad que nos ofrecen, . para muestra este sr escritor que bueno
que existe.
Ahora es cuando, aquí en Madrid, empecé a leer a Liubliana y estoy fascinada y entregada a su lectura, felicidades a mi primo querido.