El amor en tres platos, de Héctor Torres

19/ 04/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

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Uno saca sus cuentas pero la vida tiene calculadora de abasto y siempre te raspa el examen. Magali, siempre tan independiente, quiso vivir con sus muchachas lo más lejos que podía. Y así lo hizo. Ella decía que era preferible caer en las redes del olvido que en las lenguas de la familia. El mar no le hace daño a nadie pontificaba, luego de haberse instalado en esas costas de inmenso azul.

Y tenía razón. Al menos hasta cierto punto. No fue el mar el que las mandó a una escuela a dormir en colchonetas, a convertirse en candidatas a dignificadas y a ver verde oliva y carpas donde antes veía arena y azul cielo. Ni el que les llevó la casa con todo lo que cabía en ella. Fue el agua que bajó del cerro. Y sin enterarse cómo quedó el referendo, agarró sus muchachas (es decir, su muchacha y la muchacha de la otra muchacha) y fue a cerrar el círculo de su vida dando a tener a la casa de Meche, de donde salió hace mucho tiempo jurando que no volvería, a arreglarse en seis metros cuadrados de agradecida convivencia.

Y podían sentirse dichosas de tener dónde vivir. Así fuese un cuarto para las tres. Otros la pasaron peor. Estaban vivas y eso era bastante. Y estaban juntas. Si se detenían a leer una noticia de niños aparecidos, frente a un periódico, era por puro acto reflejo, por lejana solidaridad. Su realidad inmediata era tratar de encontrarle el ritmo a una ciudad que había crecido por todos los costados y se les había vuelto desconocida. E intentar reiniciar la vida. Que inexorablemente continúa. Con desaparecidos o hacinamiento. Con lutos o pesadillas. Porque la vida es un ritmo que hay que aprender a bailar, si no quieres pasar la noche sentado.

Ay, aquí ando toda perdida. No sé dónde comprar… ni cola’e caballo, pues, remachaba la señora Magali, a cada instante, sin poder evitar eso que los sicólogos de la Fundación traducían como la natural resistencia que le confería la edad. Y se entiende, todas las ramas de sus viejas recetas las compró durante años en la bodega de Miguel, donde ahora hay una roca enorme y un barrial perenne.

Pero la Negra era otra cosa. La Negra tenía bastantes ganas de comenzar a hacer eso de reiniciar la vida, porque ella se aprendía rapidito, por complicado que fuese, cualquier paso que se pusiera de moda. Sólo se vive una vez es el lema de todo veinteañero. Y de hecho, ya lo estaba haciendo. Bastante bien, por cierto. Claro, para agarrarle el ritmo se ayudaba practicando en cuanta fiesta se anunciaba. Y entró de lleno al ritmo en aquella miniteca a la que la invitó Carolina, la gordita sandunguera que, además de prima, se desempeñaba como cónsul honoraria y organizadora vitalicia de cuanto tumulto, bochinche o alboroto sucedía (guirigay decía la señora Inés, roja y acalorada, cuando veía pasar las caravanas auriverdes detrás del mostrador del «Funchal») en aquel reino del estruendo y la alegría desquiciada.

Es aquí cuando empieza su historia. La que vale la pena contar. Cuando él la sacó a bailar, ¿la verdad?, le pareció más bien federico. Claro, nunca confesaría sus más íntimas impresiones de esa noche, e incluso llegaría a dulcificar hasta lo indecoroso su versión pública de los hechos durante los futuros recuentos familiares. Esa negrita se siente como sola, se dijo él, aunque el orgullo de ella nunca toleró, transcurridos los años, esa odiosa versión según la cual me pedías a gritos que te sacara a bailar. Claro, él tenía un algo, cómo negarlo, bailando en sus ojos de negro triste, que lo hacía, no sé, así como tiernito.

Y, la verdad sea dicha, por supuesto que tenía chance. Ternura no era lo que le sobraba a los interesados —¡vamos!, que no eran tantos— en enfilar sus baterías hacia ella en aquellos tiempos en que, habiendo pasado de palillo eléctrico a potecito sin pasar por go ni cobrar 200, se cansaba ya de esperar el esplendor. Por eso, sólo por eso (le susurró en secreto a su corazón), aceptó bailar con él.

Y quién sabe de qué tanto hablarían, pero lo cierto es que bailaron toda la noche aunque, cuando él iba por más tragos, el Cabilla, concurrente también de la mini-T-K, como escribían los habitués de entonces, le dio por deslizarle propuestas bien subidas de tono, animado sin duda por las secretas fuerzas espirituosas que, como genio en botella, habitan en las guarapitas de cañaclara (o agualoca, como preferían los antes citados).

Ese día, ¡quién lo diría!, se sentía como una charanga. Que dicho en melodía sería: sa-bro-so-na, con eco de flauta incluido.
La tía Cecilia, de la que Carolina no perdió pista, resolvía toda crítica a su vida licenciosa echando mano a aquella sentencia que afirma: es temprano mientras haiga gente en la calle, mi amol. Esa noche, bien, pero bien tarde, por cierto, la Negra llegó a su casa feliz. Bueno, más bien con una explosiva mezcla entre feliz y asustada. Razones no le faltaban: sólo ella conocía cuánta furia era capaz de desatarse del alma resuelta y altanera de la señora Magali, que si había alcanzado el medio cupón en esa carrera de obstáculos de la vida, sin socio del sexo fuerte en el trayecto, no había sido por pasársela recitando poemitas de amor, de esos como los del libro de un tal José Ángel Buesa.

Asustada y atómica, valga también acotar, de tanto trago y tanto beso. Sólo ella podría decir a qué le supieron esos besos de negro zalamero. Por eso soportó con estoicismo el chaparrón que le estaba esperando, porque hay que ser loca para perderse toda la noche, con estos fiebrones que le están dando a la niña. Y en el segundo round, un certero upper de ya te veo, igualiiiita a la otra, que no quiso servir sino para abrir las piernas, carajo. Pero es que parece que mis hijas nacieron con un letrerito en la frente que dice: Agárrala, que es del pueblo. Y no quiso escuchar más, por lo que prefirió ir calladita hasta Mi botica a comprar el antipirético, deleitándose en relamer cada pedacito de esa noche loca, antes que estrellarse con la realidad, oída desde la desalentadora óptica de su desencantada madre.
Al poco tiempo, como era de esperarse, él la comenzó a visitar, a pesar de que la señora Magali (negra racista, que las hay) no le puso muy buena cara que se diga. Pero si algo sabía hacer Edixon, además de ejercer la exégesis en los erogramáticos códices de Panchita, era ganarse la voluntad. De tal forma que, antes de que aquella se percatase, sin dilación alguna, se metió a la doña en el bolsillo.

Pronto se hizo parte fundamental de la familia. Y no era difícil, porque manos no sobraban para arriar con la vida, ni con su más cruel alegoría: la bombona de gas que, como el implacable arrepentimiento, pesaba sus diez exactas cuadras, con el sol aupando desde las gradas, como si de un Caracas-Magallanes se tratara. Y en pleno round robin.

Le llevaba, además, cositas para el pelo a la niña (de la exclusiva mercancía importada de Taiwán, que ofrecían a su distinguida clientela los buhoneros de La Hoyada, mejor conocidos como Los Inmortales), atinando justo donde había puesto el ojo. Te caigo a tiros, Don Casimiro, que donde yo pongo el ojo pongo la bala, decía el negro Edixon imitando la voz del negro Oscar, entre cervezas, sintiendo que el colorcito lo autorizaba.

Terminó la señora Magali cogiéndole cariño, comprendiendo que el negrito tenía buenas intenciones, que estaba enamorado, que… qué carajo… como una vez le dijo Cecilia, su hermana, tomándose un café con ella: Mira, Magali, que a la cantante la pintan carva. Después de todo, la otra quién sabe dónde andará, como si esa muchacha no la hubiera parido ella, lo único que llevó alguna vez a la casa había sido una profunda ondulación en el abdomen, que creció y creció sin miramientos ni pudores de ninguna índole, cavilaba doña Magali, teniendo al Edixon en la puerta del corazón, a punto de abrir, mientras Cecilia, celestina por naturaleza, hacía un eficiente lobby.
En eso vino la mudanza. La nueva casa quedaba en Manicomio. Era grande, o al menos más grande que la habitación de Puerta Caracas, que ningún cuarto es grande para tres, vale acotar. Edixon tuvo toda la oportunidad —o todos los peroles— del mundo para derribar los últimos bastiones de resistencia que pudiesen persistir en la señora Magali. Con todo y estadísticas de los sicólogos de la Fundación.

Y, como las cosas casi nunca llegan solas, con la cargadera de corotos, al parecer también movieron una idea empalagosa que había estado ahí, ahí, agazapada, esperando su momento.

En esa época él formaba parte de una nada alentadora estadística de nosecuánto por ciento de desempleo, pero eso no fue impedimento, porque ella habló con un vecino que tenía un pana panita que era hermano de la mamá de los chamos de un colector de la Unión Venezuela (nombre abreviado y confianzudo que daban los usuarios a la Línea de Conductores Unidos Asociación Civil Unión Venezuela S. C., con el sello oficial del mapa, zona en reclamación incluida y una cinta atravesándolo).

Y a los días —el destino cuando quiere puede— ella comenzó a ofrecer Satisfacción Garantizada en Todoacien. ¿Esto también tacien, mi amorrr?, le decía él, juguetón, pellizcándole las nalgas cuando le hacía imprevistas visitas en la tienda, con su uniforme de avance, que hasta bonito se ve, como admitía extrañamente lisonjera la señora Magali.
Durante semanas destinaron las noches de visita, que solía írseles en ver la novela, en sacar cuentas, repartir facturas, planificar su riguroso, aunque pleno de promesas, endeudamiento… hasta que concluyeron que estaban listos. ¿Para qué?, fue lo que nunca supieron a ciencia cierta.

Cuando la señora Magali se enteró de los planes, les salió con aquella inolvidable frase (esas que se esculpen en la historia doméstica de la gente) de cómo es eso que se van a mudar; aseverando que la casa era lo suficientemente grande para todos, que desde la deserción de July era con ella que contaba para salir adelante con la niña, que por más que sea, en las casas siempre hace falta un hombre (Edixon, con el pecho inflado de orgullo, rememoraba sin rencor aquellos ahora lejanos días cuando, desde la puerta de la casa, preguntaba en las extraviadas noches de farra: ¿La vieja carepitbul ya se habrá acostado?, antes de animarse a entrar), que así les iban a rendir más sus churupos, que…

¿Y qué pensó el negrito? No es difícil imaginarlo: Que después de todo mientras más masa más mazamorra, como resumía su filosofía para razonar que mientras más disponibilidad financiera más cervecitas, más numeritos, más caballitos… ¡Se armó un limpio, caballero!, se presume que dijo.

II

La fiesta empezó a media tarde, y a ella le aplicaron toda la energía que en estos lares se le imprime a la vida; o sea, se dieron durísimo. Invitaron, por supuesto, a los antiguos vecinos de Puerta Caracas (reza la tradición que se les invita para que constaten la inobjetable abundancia. Es decir: para que sufras).

Y bailaron… ¿Que a que no te acuerdas cuál fue la canción que te saqué a bailar en aquella miniteca?… y rieron ufanos, felices… ¡No me voy a acordá, gafo!… tan felices que creían que sólo a ellos… Me lo pedías a gritos… por un afortunado descuido del destino… te di el chance, (y oscureciendo la voz) que no es lo mejmo… les había tocado la de los demás. Un piquito ahí, mi negra. Eso sí tá bello, mi amor. Ay, negro, te quiero que jode, vale. Y es que hasta las aguas del llanto son dulces cuando manan de la alegría.

Y en su corazón, la depresión, la sensación de vacío, el sentimiento de soledad, el miedo a la noche y al rugido del agua, todo eso, había sido aniquilado por ese nuevo deslave que venía del futuro, que la arrastraba con blandura y con su complicidad. Y en su cuerpo, la cerveza bailando juguetona, pícara, hinchando el ánimo y cociendo jugos. Y en la vida, todo se había vuelto una espléndida fiesta. Menos mal que se había aprendido todos los pasos, porque juraba que no pararía de bailar más nunca.

Y bailaron tan sabroso esa noche que algunos historiadores espontáneos comenzaron a compararlos con las más míticas parejas de la familia. Ahhhhh, me hicieron acordá de la China y Toñeco aseguró, tras un suspiro, con melancólica ternura, la tía Julia (la menor, esa que el marido le cantaba desde el bar de Don Lázaro ¿Por qué me dejaste?, Julita, ¿por qué me abandonaste?, con su mejor voz de Andy Montañez), mientras la cerveza espumaba en su mano, y en la de todos los concurrentes, el rito tribal de la fertilidad. La campana cam-campanero de botellas y anillos marcaba al unísono el compás de esa felicidad colectiva. Ellos eran todo y todos los demás sobraban.
La descarga era fuerte entre los locos de la Unión Venezuela, cada vez que se aparecía con esas ojerotas que casi le llegaban a la quijada. Eso y las religiosas cervezas de los viernes y sábados lo hacían sentirse realizado, esto es: todo un varón.

Y como a cada quien lo que corresponde, al tiempo le correspondería rellenar su abdomen con generosidad para darle la anhelada pincelada de distinción, que lo ascendiese pa´ bravo yo al próximo escalón social; esto es: todo un señor. Doctor es cualquiera, el señor hay que ganárselo, decían los más calvos y panzones de la cuadra cuando las cervezas los volvían filósofos.
Trabajaba alternando la ruta con Raúl en la unidad 17, un tipo que no era mala gente, pero que a veces tenía unas salidas ante las que convenía recular, por aquello de mantener el clima laboral. Pero ni el veleidoso humor de Raúl, ni la ausencia de cortesía en algunos pasajeros (a pesar de la lapidaria sentencia que advertía que «de su educación depende nuestra atención»), ni los choques, atrás hay puesto, mi niña… las colas, los atracos en la vía… ¿no tiene más sencillo, varón?… las horas cero, eran suficientes para que él no acudiera… déjenme irme que es muy tarde ya…. puntual y decidido… ¿Dónde está lo mío?… a cumplir sus deberes maritales… ¿lo tuyo? lo tuyo se está enfriando en la olla… con su mingona mujercita… Yo lo caliento, mami. Y aunque no entendía de jerga marina, suponía que su vida iba viento en popa.

Ella, por su parte, llegaba a su casa marchita por todo un día de ofrecer satisfacción garantizada (no sería para sus piernas, después de diez horas diarias al ritmo del pase adelante que si hay descansando una en la otra, y otra en la una), pero ni eso, ni los cambios hormonales que con mayor frecuencia alteraban el humor de la señora Magali, ni las colosales cornetas que sonaban las diez exactas horas a la entrada de la tienda, ni las enfermedades y los doloresdecabeza que le daban la niña (la que parió, porque la otra ya casi no daba guerra), ni las frecuentes derrotas que le infligían los precios al presupuesto familiar, eran motivos suficientes para no llegar con una atenta sonrisa y un cuento nuevo a darle satisfacción garantizada a su negro.

III

Pero ya se dijo, la vida tiene una calculadora de abasto en la que nunca cuadran las cuentas. Tiene su propia clave, y lo único seguro en ella es la sorpresa. Y la vida de ellos, dentro de eso que llaman cotidianidad, fue pasando cada vez con más lentitud, perdiendo ritmo como un radio al que se le acaban las pilas. Tanto, que con el tiempo fue pesando. Y después pisando. Y duro. Y ya no había música para bailarla.

Y eso que había prometido ser una fiesta de vida comenzó a dar golpe tras golpe, a uno y otro costado, de esos certeros, de los que casi no se sienten, de los que no aporrean de inmediato aunque van desmoralizando las entrañas (como esos que saben dar los policías), de los que ponen las piernas a temblar, de los que la gente no sabe cómo fue lanzada al piso, ya sin ánimos de levantarse, mientras escucha, allá a lo lejos, al réferi yendo como por quince, y el público abucheándolo, y al second viéndolo con lástima, y a los mafiosos con cara de estás muerto. Y a la novia de Rocky, la que esperaba abrazarlo triunfante; decepcionada, o más bien desconcertada. Y a las ilusiones yéndose por el albañal, peso fracaso. Peso fragilidad. Peso fractura. ¡Fuera, fuera, fuera! Ruge el público, aburrido.
Y una noche de esas en que no podía dormir, se preguntó, con una inesperada aunque no desconocida amargura en la boca, cuándo fue que esa gorda altanera y malhumorada, cada vez más parecida a la mamá (cuándo fue que ese negro panzón, malasangre y borracho), había sido la pavita que se levantó (había sido el negrito de ojos tristones que la sacó a bailar) en la miniteca aquella, en aquel lejano siglo en que la visitaba para ver la novela cuando ella vivía, arrimada y feliz, en la casa de Meche, en Puerta Caracas, a donde las mandó el deslave sin llegar a enterarse cómo quedó el consultivo…

 

Del libro El amor en tres platos (Equinoccio, 2007)

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3 Comentarios a “El amor en tres platos, de Héctor Torres”

  1. Fahs dice:

    Que agradable narración, que al igual a otras muchas su ojo clínico y su mente vivas rememora las mas recónditas cotidianidades típicas del venezolano con suspicacia y picardía, pero sin perder el hilo de esos temas tan reales y vigentes que hacen imaginar al lector así como interesar el desenlace de cada una de sus historias.

    Es decir, lo felicito.

  2. Una narración que te introduce y no te suelta hasta que estás en la última línea. Un cuento lleno de verdades con el estilo de un gran narrador.

  3. Margoth G dice:

    Excelente narracion, me encantó muy real…atrapa desde el comienzo. Como todo lo que le he leido al autor.

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