El ensayo de Rojas Guardia, de Fernando Rodriguez (a propósito de sus Ensayos completos)

02/ 03/ 2013 | Categorías: Reseñas

rojasguardiaYo quiero comenzar con una expresión muy tajante para comentar estas obras completas ensayísticas de Armando Rojas Guardia que la Universidad Simón Bolívar y la editorial merideña El otro, el mismo han tenido el notable acierto de publicar: Rojas Guardia es un gran escritor, seguramente de los más grandes de nuestra contemporaneidad —aserto que es ya lugar común, y es su pluma estelar entre otras razones por que su obra es verdaderamente única en la historia de la literatura nacional. Esto último es lo que voy a tratar de explicar, en primera instancia a mí mismo, porque cuando se me encargó esta honrosa tarea me surgió esa pregunta, ¿por qué coloco yo a Armando en un lugar muy alto y solitario de nuestras letras y nuestro pensamiento?

Es cierto que Armando es un escritor cristiano, místico seguramente, en que la religión, la búsqueda angustiosa y esperanzada del encuentro y el diálogo con Dios, es el centro mismo de su canto y su pensar, lo cual no es moneda corriente en la tradición de nuestras letras más bien ligada desde las primeras décadas de siglo XX a la terrenalidad, el esteticismo autonómico y la aventura sin bridas de las vanguardias. El es el primero en estar conciente de ello: «Intelectual cristiano viene a ser, en Venezuela, un binomio muy atípico, casi excéntrico» dice en El calidoscopio de Hermes. Lo cual, por supuesto, no quiere decir que muchos de nuestros escritores no se hayan topado en algún tranco de su camino con Dios, o con su ausencia o con su invisibilidad. En un hermoso verso Eugenio Montejo, por ejemplo, dice que la poesía sirve para llenar el vacío dejado por Dios.

Pero no se trata sólo de la consecuencia y la intensidad con que Armando ha tratado la religiosidad. Es, sobre todo, la peculiar libertad con que lo ha hecho. Y aquí me permitiré, sí, una breve vuelta filosofante que espero no fastidie demasiado. Ese gran pensador que es Jurgen Habermas publicó hace unos años un artículo, La modernidad, un proyecto inconcluso, que provocó centenares de respuestas y alusiones en todo el mundo. Allí planteaba que uno de los dramas fundamentales de la cultura contemporánea era su escisión, su fractura, su descomposición en al menos tres discursos -artístico, moral y técnico— distintos, intraducibles unos a otros, lo que conllevaba a que la visión del mundo del hombre de hoy fuese desgarrada, esquizoide. Y en el caso del arte, que es lo que nos ocupa, incapacitado de vincularse a nuestras vidas y orientarlas, especializado, con sus propios objetos y su propia lógica, pierde importancia, no es ya la gran palabra de la tribu, la educación sentimental, como fue hasta el siglo XVIII, antes de la huida romántica de la prosa del mundo. Buscar esa unificación era tarea apremiante. El filósofo catalán Rubert de Ventós, recuerdo, le respondió que esa unificación no era deseable puesto que significaría al menos para el arte su sumisión a la esfera política como sucedió en los totalitarismos del siglo XX y que por ende era preferible vivir en esa inestable pluralidad. El remedio podría resultar peor que la enfermedad. La verdad, pienso yo, que es una situación realmente dilemática la que plantea la contraposición de las dos propuestas. Por último quisiera decir que el cristianismo -y el comunismo por supuesto— es un ejemplo de ese arte supeditado a una instancia exterior, dogmática, que ahoga su libertad, su capacidad de innovar en el sentido fuerte de la palabra. Lo que explicaría la distancia manifiesta y muy extendida del pensamiento y el arte cristiano de los usos -y abusos— de la autonomía y el libertarismo de los movimientos de vanguardia de nuestro tiempo. Con lo cual cierro el paréntesis.

Todo ello para decir que en el caso de nuestro autor este drama de la unidad entre el creyente y el artista es llevado a extremos inusuales. Nada más lejos del espíritu de Armando que considerar a la religión como un apacible y ordenado sistema de verdades y normas. «Siempre me repugnó la máquina doctrinal que tiene todas las repuestas posibles a todas las posibles preguntas. Uno introduce la pregunta y al instante aquella máquina sapiente elabora la respuesta infalible que pretende calmar fatuamente la sed, el bochorno, la vergüenza que emanan del vacío, de las regiones postreras -y tantas veces atroces— de la conciencia», se dice en El Dios de la intemperie. De manera que el arte no es una ilustración de las verdades de la fe, sólidas e inmutables. Por el contrario es arma privilegiada en el escritor para entrar en esas regiones postreras, y atroces, la intemperie del mundo donde hay que buscar la lucidez, explorar los posibles humanos, llegar a los límites, buscar a Dios en lo oscuro. Como se ve esto acerca a Armando al más prístino espíritu del arte contemporáneo, a su riesgosa aventura en lo ignoto, su búsqueda de ser avanzada, vanguardia, capaz de abrirnos el conocimiento del mundo y el alma, su titanismo. De aquí que su notable bagaje cultural comprenda al lado de la tradición cristiana un apasionado vínculo con todas las formas del gran arte de nuestro tiempo. San Juan de la Cruz y Arthur Rimbaud, cara y cruz de una misma vigilia espiritual.

Pero ese dramático andar tiene un destino, uno sólo, llegar a Dios, al Dios cristiano, donde reside la plenitud humana y la posibilidad de redención. De manera que es una tarea, una misión, un compromiso, un juramento del alma, lo cual obliga rechazar toda gratuidad y ludicidad del arte, cualquier esteticismo, cualquier encierro del sentido artístico en sus propias fronteras como han pretendido muchas tendencias y proposiciones teóricas de nuestros días. Es el lado que podríamos llamar clásico de la obra de Armando, su tono solemne, su cartesianismo del absurdo, su apego a las ideas, su afanosa búsqueda de la iluminación que pueda redimirnos. Rafael Castillo Zapata en el prólogo a este libro no sólo se asombra ante la profunda continuidad que hay entre todos los géneros que el autor utiliza sino ante su empeño juntar a la maestría formal de su escritura «las fuerzas conceptuales de la argumentación» y lo llama poeta pensante. Igualmente en el Prólogo del Calidoscopio… de María Fernanda Palacios, que aparece como apéndice de esta edición, señala que Rojas Guardia más que hacer literatura quiere hacer alma. Y Juan Liscano, en el Prólogo a El Dios de la intemperie, también en esta edición, habla de «esa envidiable unificación espiritual de su quehacer vital accidentado, sufriente y a la vez jubiloso, y de su pensamiento, de su testimonio, de sus facultades intelectivas» y lo llama cristiano crítico, liberado, adogmático.

Es esta extrema tensión entre la pasión religiosa, su fe digamos, su intuición de que debe haber una verdad al fin del camino, y esa convicción de estirpe pascaliana de que Dios está oculto y acercarse a él es la máxima aventura, la extrema incertidumbre, la inestabilidad anímica, la angustia lo que le dan, en una primera instancia, una fuerte individualidad a la obra de Armando. Pero hemos dicho Pascal y eso nos obliga a aclarar que si bien ambos pueden acercarse en el vértigo y la agonía de la experiencia de Dios la distancia es enorme si se compara su valoración del mundo y los afanes humanos. A diferencia del desprecio pascaliano del mundo, inútil divertimento, desierto inclemente donde sólo podemos apostar por una opción, la inmortalidad, Rojas Guardia cree que el amor y la fraternidad, el júbilo y la sonrisa, conviven con el dolor y la resaca amarga de lo vivido. Es más el júbilo es el trofeo mayor de la cercanía con lo eterno y este mundo es también un festín desmesurado de maravillas, salidas de la mano divina.

Además todos sabemos que no sólo en su obra sino en su vida la generosidad, la ternura y la solidaridad están entre sus más nobles e hiperbólicas virtudes, desde su sentido de la amistad hasta su compromiso con la justicia social. Es todo lo que hace del cristianismo de Armando una experiencia intelectual excepcional, única entre nosotros dije y lo reitero, que le permite aunar su «anacrónico catolicismo hispanoamericano» -es él quien lo dice— con la más vehemente pasión por el pensamiento y la vida moderna en una síntesis magnífica.

Soy de los que piensa que la muerte de Dios quizás sea el hecho más trascendente y trágico de la historia humana, un duelo sin fin. Y me parece que es por ello que un cristianismo tan valeroso, sufriente y, sin embargo, esperanzado es una construcción espiritual que me conmueve sobremanera. Como aprecio a ese autor que ha convertido en lucidez una penosa dolencia psíquica, que ha asumido de la manera más audaz su condición homosexual, de finanzas siempre en rojo intenso y que ha macerado la tenacidad para convertirse en el gran escritor que es, ese que tiene lectores que casi uno llamaría creyentes.

Hace unos meses tuve una amenaza, falsa por cierto, de una terrible enfermedad. Armando me llamó para decirme que estaba rezando mucho por mí. Yo tuve la sensación de que si hay algo allá arriba y de lo cual yo he vivido tan ajeno no tendría mejor abogado que ese que dialoga con Dios en las sombras del misterio y la borrasca vital. Se lo agradecí infinitamente.

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