El último encuentro, de Humberto Acosta
21/ 12/ 2013 | Categorías: Capítulos de novelas, Lo más reciente
La acción del bateo deviene enigmas indescifrables: ¿por qué Roberto Clemente puede conectar la pelota hacia donde él desee y el bateador más desprovisto de las grandes ligas debe conformarse con rozarla con su bate, si en teoría ambos disponen de las mismas herramientas proporcionadas por la naturaleza? Es ese misterio lo que en parte aclara el por qué la intención de colocar la bola en tierra de nadie, es inversamente proporcional al talento. Aún para alguien con la innata destreza de Clemente. Eso explicaría también porque la práctica de bateo representa, para los menos dotados, la única oportunidad real de tratar de demostrar que también ellos tienen con qué. De hecho, la práctica es el único instante en el cual el bateador al menos sabe, con anticipación, qué tipo de lanzamiento y a qué lugar de la zona de strike irá dirigida la pelota.
Sólo que el asunto es tan desconcertante y complejo, que todavía existirá una mínima opción de no pegarle a la bola. O en el mejor de los casos, no darle con la contundencia esperada. Por eso, al iniciarse el juego de verdad, verdad, no sólo cuentan los Clemente.
Sandy Koufax, que detenta el dudoso récord de poncharse en cada uno de sus primeros doce turnos al bate en las grandes ligas, fue capaz de darle un jonrón al celebérrimo Warren Spahn, el zurdo con más triunfos acumulados en las memorias de las ligas mayores. Fue en el verano de 1962. El cuadrangular salió de su bate en una situación que obligaba al ganador de 363 encuentros lanzarle a Koufax como si de Clemente se tratara. La pizarra estaba igualada en la parte alta del quinto inning. Luego del deshonroso estacazo, Spahn arrojó el guante contra el suelo y empezó a gritarle improperios a Koufax mientras éste cruzaba presumidamente a través de las bases. Dodgers 2 Bravos 1 fue el resultado final.
Pocas experiencias deben haber como batear, ejercicio que encierra una dificultad no apreciada en otro deporte. ¿Dónde radica ese alto grado de inconvenientes que de todas maneras no evitan hacer de Clemente un ser excepcional dentro de su cosmos? Al parecer, todo estriba en que para batear no sólo se requiere de una habilidad natural, maestría física y una mente despierta. Igualmente se necesita de fuerza y, sobre todo, poder lidiar con la frustración que conlleva el fallar siete de cada diez veces para ser un bateador de 300 puntos, cifra que extiende la raya que separa a los toleteros excelsos del resto.
El origen de la vivencia debe remontarse a los albores de la humanidad, cuando el hombre del neolítico descubrió, hace más de diez mil años, que la madera no sólo servía para avivar el fuego que lo protegiera del frío. Advirtió que si le daba forma de cilindro podía emplearla para defenderse de los animales y de los mismos hombres que lo atacaban, que podía golpear piedras y maravillarse con lo lejos que lograba enviarlas con el impacto. Quién sabe dónde habrá nacido el ancestro de Clemente.
El cúmulo de sensaciones comienza a percibirse apenas se toma el bate entre las manos. Es una impresión de autoridad que, de inmediato, se trastoca en una experiencia sensorial al golpear la pelota. Un estremecimiento que se traslada desde la punta de los dedos a los bíceps, pasando por los ante brazos, sincronizado con el brote de un conflicto sensual: ¿qué da más placer, ver hasta dónde va a parar la pelota con el porrazo o el sonido seco al golpear ésta con la madera?
No obstante, la verdad sea dicha. La complicación superior para quien empuña el bate estriba en que la iniciativa del combate la toma el pitcher. Jamás el bateador. Los dos boxeadores en el centro del cuadrilátero tienen la misma posibilidad de arrojar el primer golpe. En la cancha de tenis, el azar determina quién hará el primer saque. Aquí no. Irreversiblemente, el bateador debe esperar a que el pitcher envíe la bola para entonces decidir, en fracciones de segundo, qué hacer. He allí su drama. Primero debe tratar de adivinar qué envío le harán y hacia dónde va dirigido. Después intentar pegarle. Todo en un lapso tan estrecho que entre sus ojos y sus manos tiene que darse una concordancia tal para que sus reflejos reaccionen y así poder golpear una pelota que viaja a más de noventa millas por hora a través de una distancia de dieciocho metros. Para acentuar su tragedia, el pitcher sostiene una promiscua relación con su catcher, sin olvidar a los siete hombres ubicados a su espalda.
El bateador está solo contra el mundo.
Pero cuando el ancestro de Clemente halló la utilidad que podía tener un trozo de madera, y notó el deleite que le proporcionaba el seguir la distancia que era capaz de recorrer el objeto que con él castigaba, el antepasado de Koufax ya acumulaba siglos de experiencia en la técnica de lanzar cualquier cosa que cayera en sus manos, especialmente piedras. El brazo humano es la primera palanca que registra la historia y no habrá manera de alterar el orden de los acontecimientos en el terreno, refrendado además en el libro de reglas: la contienda la emprende el pitcher, no el bateador.
El duelo que sostuvieron en el cuarto inning del juego del 16 de septiembre de 1966, lo inauguró Koufax con una recta pegada que obligó a Clemente a doblar el dorso hacia atrás para que la maligna esférica no lo golpeara. El nada oculto propósito de Koufax no era más que la puesta en escena de otro rudimento que patentiza la orfandad del bateador: el miedo. Ese justificado temor a recibir un bolazo que pudiera costar la vida, se agrega a la lista de reparos que se debe sortear en el designio por al menos conseguir los tres ansiados imparables por cada diez turnos que harían de él un toletero singular.
Fue el propio Koufax quien patentó la máxima hasta hoy irrebatible: lanzar es el arte de instalar pánico en la mente del bateador. Sin embargo, cualquier duda razonable que pueda sobrevivir alrededor de la certidumbre de las ventajas que acompañan al pitcher en su encuentro con el bateador, quedaría aclarada para siempre ante la desapasionada objetividad de los números.
El último encuentro (Editorial Libros del fuego, 2013)
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