Elogio de la sombra, de Natasha Rangel

14/ 01/ 2020 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente, Uncategorized

Cuando a Cordelia le bajó la regla por primera vez no pensó en Wilhelm, ni en su madre, ni se consideró “toda una señorita”. Se quedó unos minutos observando el trozo de papel tualé con la marca de su sexo estampada en la superficie, roja y abierta como una cayena. Hizo un doblez y lo arrojó sin ceremonias en la poceta. Tiró de la cadena. Fue a su habitación. Eligió un conjunto corto para volar. Le gustaba sentir la caricia del viento en los muslos. Se calzó unas zapatillas de muselina, comprobó el estado de sus rizos en el espejo y, justo antes de salir del edificio 11 con rumbo al parque, pasó por el umbral de la cocina y oyó a la Sra. Deschamps discutiendo entre susurros con la tía Minnie, como dos corrientes de aire que silbaban sacudiendo los cimientos de una casa vieja.

Siguió de largo.

Los columpios le producían una sensación de libertad. Se elevaba alto, muy alto, inclinando la espalda todo lo que podía y estirando las piernas con la fantasía secreta de que, en cualquier momento, las suelas de sus zapatos quedarían adheridas a las copas de los árboles y su cabeza apuntaría hacia el suelo. Entonces vería a toda la ciudad convertida en un ciempiés gigante mientras ella caminaba de rama en rama, volteada como un murciélago, hasta llegar a la línea del cielo. ¿Y qué haría después? Las propuestas de su imaginación eran infinitas. Cerraba los ojos, agradecía el beso del sol sobre los párpados, el dibujo de las hojas moviéndose con la brisa, y tomaba una inspiración profunda antes de pegar un salto y caer de puntillas en la gravilla.

No le gustaba el choque.

El choque era la realidad: el humo de los carros, el cacareo de los buhoneros, las manchas de orine sobre el cemento, la devaluación de la moneda –tema predilecto de sus padres–, la vecina levantando colillas de cigarrillo para paliar el frío de las noches y el abandono de los amantes, la incertidumbre: estudiar o trabajar.

Y los susurros.

La realidad era haber captado a la perfección el significado de las palabras de la tía Minnie:

—Si no encontramos el dinero que hace falta, voy a enterrar a mamá en la casa.

Captar el orgasmo es como intentar fotografiar a Dios. Pero Nicolás dispara de todos modos. Siempre dispara. Tiene buen oído para la música, sabe identificar el sube y baja de las notas que pronuncian las parejas cuando van a su estudio a practicar sexo. Le fascina atrapar los movimientos del amor, el diálogo genital, colmar el espacio con las vibraciones de los otros. Llenar con ellos el vacío que dejó Amarna y todas las groserías que no pudo decirle porque se le atravesó en el pecho la inmediatez de su partida. Un boleto de ida a algún lugar de cuatro estaciones. La excusa renovada gracias a la crisis: «No eres tú, Nicky», es el país. Proyectaba su figura en las siluetas que se fundían en el tapete, en el olor a sudor y feromona suelta, en la saliva, en el eco de la piel. Amarna había sido para él la fiesta inagotable del cuerpo y solo a través del solaz ajeno parecía mantener vivo su recuerdo ambivalente.

Esa tarde, sin embargo, no cumplió la cuota. Luego de la última sesión del día puso las cosas en orden y cuadró la entrega de resultados para fin de mes con los novios de turno. De antemano es seguro que el trabajo no estará listo para la fecha: hay demasiadas horas de sueño pendientes y dos tigres que llevan prioridad; aun así, estrechó manos, besó mejillas y se despidió. Desde el ventanal de la sala vio que había buena luz, todavía podía hacer un par de fotos en la calle.

Guardó la cámara en un bolso desgastado y bajó la bicicleta.

Cordelia examinaba la golondrina con el rostro ligeramente ladeado y las rodillas abiertas. Estiró una mano, agarró al ave por un ala y la alzó a la altura de su nariz respingona.

 —Entonces –comenzó, dirigiéndose a Wilhelm–, ¿lo vas a hacer o no?

—No puedo lastimar a un pájaro –respondió el niño y sacudió la cabeza con tal vehemencia que el casco de papel que traía puesto se torció.

—Ya está muerta, no siente nada ¿ves? –agitó el pequeño cadáver para probar su punto.

—Igual no puedo.

Ella se incorporó.

—Okey. Dame las tijeras.

Wilhelm balanceó su peso de un pie a otro.

—¿De verdad es necesario?

—Absolutamente –dijo ella, imitando el tono cortante que usaban las maestras en el colegio de monjas.

—Pero…

—Si no vas a ayudarme ¿para qué viniste?

En medio de esa discusión los sorprendió Nicolás. Aunque no pretendía intervenir, la curiosidad fue irresistible: le llamó la atención el varón con su extraño casco de estilo espartano –sin penacho– elaborado, al parecer, con cartón y papel periódico. Detuvo la bicicleta frente a ellos.

—Disculpen, ¿cuál es el problema?

Los niños lo encararon. La hembra lo escaneó de arriba abajo, hubo una chispa de reconocimiento en sus ojos. El varón se limitó a sostenerle la mirada. Decidieron, de manera tácita, que el extraño no era una amenaza.

—¿Puedes hacernos un favor? –habló la niña.

Su amigo volvió la vista hacia ella, el ceño fruncido bajo el casco.

—Claro.

—Ten –le extendió el cadáver de una golondrina.

La situación, que empezaba a ser divertida para Nicolás, se trastocó cuando vino la siguiente orden:

—Córtale las alas.

Wilhelm pensaba que los columpios eran jaulas bien diseñadas. Uno se arriesgaba a subir solo porque confiaba en el soporte, en la estabilidad de las cadenas que servían para impulsarse en el aire. Un despegue controlado.

No obstante, a Cordelia le encantaban y a él… bien, a él se le tranquilizaban los aleteos en las costillas cuando ella era feliz.

Pero esta vez había algo distinto.

Si tuviera que comentárselo a un adulto, probablemente le diría que era como si una máquina estuviera succionando todo el aire del espacio. Se sentía inquieto, sofocado. Paralizado en sus impulsos de preguntar por la paciencia de la amistad, mientras la ayudaba a mecerse.

Y después, ella había encontrado a la golondrina y había arrastrado a Nicolás –así se presentó el desconocido– al embate de sus demandas.

Nunca entendió por qué el hombre cedió ¿acaso los adultos también carecían de la autoridad para decirle “no” a Cordelia?

El eco metálico de las tijeras quebrando los huesitos del ave se le encajó en la memoria. Tuvo un conato de náuseas.

Pese a esto, su amiga no sonrió, como tenía por costumbre luego de salirse con la suya. Admiró unos minutos las alas mutiladas que reposaban sobre las palmas de sus manos y le dio las gracias a Nicolás.

—¿Qué harás con ellas? –preguntó él.

A la gente grande le gusta interrogar a los niños aunque a veces no tengan idea de cómo lidiar con sus respuestas.

—Despedirme.

Nicolás quiso contarle el episodio a Amarna vía Skype. Habían retomado el contacto después de reaccionar al mismo meme de un amigo en común por Facebook y las conversaciones por chat se mudaron a las videollamadas.

Lo que tenía intención de ser una anécdota peculiar se transformó en una súplica por su regreso.

De pronto, Amarna estalló en lágrimas:

—Ni siquiera un puto entierro decente se puede tener allá, Nicky ¿cómo voy a volver?

Le pidió que se explicara.

Ella le habló de una tía abuela que había muerto recientemente.

—Imagínate, la vieja quería que la sepultaran en Caicara del Orinoco, que la llevaran con los indios. Pero resulta que hasta los indios están emigrando y nadie tiene plata ¿sabes qué hicieron? Tuvieron que enterrar a mi tía Olimpia en la casa, abrieron un hueco en la sala y después echaron cemento sobre la tierra para empatar el piso de nuevo. Le van a caminar a la vieja por encima mientras vivan.

Coño.

Más bien, “ay”.

Verga.

Esteee…

El diálogo se enfrió. Amarna, maestra de las excusas, se disculpó bajo el pretexto de trabajar doble turno al día siguiente. Nicolás permaneció un rato viendo la estampa de su sombra congelada en la pared, desde la pantalla del ordenador. Quizás aquella fuera la única ventaja de tener la conexión a Internet más lenta del mundo: robarse un instante del presente para contemplar la imagen pixelada de los que ya no están.

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Este cuento formó parte de la Semana de la Narrativa 2019, organizada en alianza con Revista Ojo

Ilustración cortesía Revista Ojo

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