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Los nombres de la Máquina

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El casco hace ver tu cabeza como una tortuga, resguardándote, quizá, de tus pensamientos. Llevas, a manera de capa, una bandera raída e incolora que ondea en un intento por enaltecer tu tamaño ante la Máquina. 

Así se ha llamado desde que tienes uso de razón. Tus padres, y sus padres, lo hicieron; y a su vez los abuelos de sus abuelos: árboles genealógicos cercenados hasta la raíz por los dientes ferrosos de aquella bestia.

A veces, cuando la Necrópolis te permite dormir, sueñas con un mundo sin la Máquina. Te ves a ti mismo, como un reflejo lejano, navegando en un barco hecho con las páginas de algún libro. La corriente te lleva hasta donde el horizonte se funde con el cielo, y esa fina línea se abre como el ojo de un dios al que no se le conoce rostro. Al entrar, el barco deja de existir, y las páginas de aquellos libros se entierran como semillas en el nuevo suelo. De inmediato, el césped crece hasta donde la vista alcanza. Te susurra cosas. Cosas que no entiendes a primera oída y mucho menos a la segunda. 

Comienzas a recordar. A tu mente vienen los nombres del viento y la lluvia, su golpeteo mesurable en los tejados; la luz del Sol y la Luna, ambas cómplices del tiempo y la rutina; la arena, la tierra, las estrellas, los árboles, los animales, los senderos y la niebla, todos ellos se aglutinan en el vacío de una consciencia que les da un lugar; nota tras nota la música reclama el espacio; los acordes, los ritmos, la armonía y las melodías; aparecen los géneros: el rock, el jazz, el joropo. Le das espacio a las historias alrededor de una fogata, a los viajes que descubren montañas y desentierran más y más historias, de Homero hasta Dante, y luego de Tolkien a Borges. Ves a los héroes tallados en madera, piedra y metal; y estas últimas caras no se borran, te señalan.    

Pronuncias sus nombres tropezando tu lengua con los dientes, como el escudero que jamás ha esgrimido una espada. En la práctica descubres que hablar te da vida y poder sobre el mundo. Eres tu lenguaje y el lenguaje tu pasado. 

Regresas a tu corazón.

Despiertas y no olvidas, como tantas otras noches a merced de un cielo de cenizas. Grabas, piedra contra piedra, lo que viste, como si el sueño se convirtiese en realidad. Crees que podrías olvidarlo, o que alguien, en el mejor de los casos, llegará a tus trazados y los entenderá. La ilusión hace temblar tus garabatos. Es lo único con lo que cuentas, lo único que no te han arrebatado. 

Al terminar, das un paseo con la mirada hacia la Necrópolis. Lo confirmas: allí no germinan los nombres; solo fantasmas.

Decides, al fin, ir a su encuentro, confiando que el casco y la bandera, que tú mismo has remendado con bolsas negras, te salvarán de unirte a la masa de huesos que llenan las vías marchitas. Te sientes culpable porque en más de una ocasión has devorado lo que les quedaba de carne, como si fueras un chacal, para continuar escondiéndote, para darle un día más a tu calendario incierto.

—Ellos ya no sueñan –dices cuando buscas el perdón de un cráneo desvalijado por los cuervos. No te reconfortas. Necesitas escuchar la absolución, pero sabes que no llegará. Lo que es muerto por la Máquina no regresa.

Llegas a ella o ella a ti. Siempre logra dar contigo, como una vieja amiga tan perdida como tú. No debes incurrir en la lástima. La Necrópolis es su hogar, y lo que hubo antes solo es una corazonada engendrada desde la nostalgia. Ella lo sabe, por eso te ha esperado, paciente. Parece que te olfatea detrás de la cortina de gases que la acompaña. Quieres huir de los nubarrones. Tu garganta arde y tus ojos apenas se mantienen abiertos sin soltar lágrimas. Se ríe de tu escudo de periódicos. No lo sabes, pero los titulares hablan de cicatrices y tú tienes muchas. En tu pecho desnudo se leen las heridas del hambre. Tus costillas hablan en versos que ni la muerte se atreve a recitar, quizá por certezas obvias. La muerte es la Máquina, piensas, solo ella entiende que detrás del olvido hay una huella de arena.

La Máquina abre sus fauces, afanada por engullir lo que queda de ti. Entrégate. Vamos. No estará satisfecha hasta reventarte los tímpanos con aquella sirena, pendular, que fisura hasta la voluntad de los sordos. La Máquina sabe hacer su trabajo. Vive de las órdenes, porque el metal del que está hecha no es tan fuerte como para aceptar el pensamiento propio. Quien la haya creado –el dueño de aquel ojo de horizonte en tu sueño, tal vez– sabía que los hilos de un títere no remiendan.

Aun así no te mueves. Cruzaste alambradas tan afiladas como espinas, y has nadado tantos pantanos como moscas surcan el aire. El rumbo que llevan parece una alfombra negra que no para de zumbar. Mátala, mátala, mátala, dicen.

Estás decidido a matar a la Máquina.  

Alguna vez afirmaste aquello en compañía de otras cicatrices y rostros. Las marcas de hollín difuminan los recuerdos y sus palabras. Consideras que podrías haberlos soñado, que son producto de tus anhelos en medio de la vigilia. Marchabas en compañía de otras cicatrices. Te daba la impresión de pertenecer a un mar gris que surge de la tierra entre el humo rojo. Muchos quedan en el camino, ahogados por la Máquina, y ella era consciente de eso. La Máquina es fuerte porque no tiene cicatrices, pero débil porque carece de los nombres.

Los nombres que nacen del susurro de la imaginación, donde las posibilidades particulares de la realidad son hipótesis puestas en práctica.

Lo sabes. Avanzas. Un paso detrás del otro en compañía de los nombres. Los cantas. Los versas. Los gritas, indetenible, en la soledad de un valle, de una garganta, de una encrucijada. 

Te das cuenta de que estás frente a la última Máquina.

Y la última Máquina no hace más que retroceder. Se había olvidado del sonido de tu voz. Está confundida. Rechinan sus engranajes y dispara sus tornillos. Ruge, chilla, como las presas que alguna vez desangró a dentelladas. Suelta humo. Apaga el Sol. Intenta callarte con su risa en la oscuridad; y continúas cantando, dándole nombre al mundo que no la contempla, que la rechaza, que no le teme, que la aborrece; pero que la recuerda, porque desde sus restos se alzan las ideas de un mañana con nombres. La Máquina pasa por alto que no le queda sitio en dónde resguardarse. Está sola, tan sola, como tú.

Ella tendrá cicatrices y morirá mientras escribes estos nombres en su coraza de acero.

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Este cuento formó parte de la Semana de la Narrativa 2019, organizada en alianza con Revista Ojo

Ilustración de Ivanna Balzán, cortesía Revista Ojo.

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