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“Delia… Flotante, olorosa, enmandarinada, increíble hacías chistes, habías visitado los presos, recitaste un método para trasladar mensajes a las cárceles: en el ruedo de los vestidos, en el pelo, en los zapatos, puede ir el papel, si no en los libros dentro de dos hojas pegadas o abriendo…en el seno cuando la vigilancia no es fuerte, en los tubos de tampax, en la boca para ser entregado cuando se besa. La vida normal, sí.”
La vida normal, -qué maravilla, qué actualidad- la vida normal, decía Andrés al referirse a Delia. Una mujer que vivió en la resistencia. Que abandonó su casa, su familia y su pureza. Una mujer con olor a mandarina, que muere abaleada por un ideal, pero también por no seguir las reglas de la microsociedad a la que pertenecía: la guerrilla, la subversión. Con una sonrisa esquivó balas. Bombas lacrimógenas. Ayudó a tantos y lloró a otros más. Pero siempre despidiendo el olor a frescura, a ese ácido que promete un residuo dulzón en la boca de quien aspira su olor. Con ese sabor en el paladar salió Andrés Barazarte a cumplir su misión. Con el gusto vivo en la lengua acometió su periplo, su último y único periplo. Con ese olor en la memoria avanzó. Y al final del camino no hubo más labios con sabor a mandarina. Al final del camino lo esperaba un destino. El final de una saga de hombres. La muerte de un apellido de fracasados. “La noche de los Barazarte no te va a dar otro amanecer”
El olor puede llegar a ser la forma más intensa del recuerdo. El aroma es capaz de hacer traspasar las fronteras del tiempo y del espacio, y revivir con nitidez escenas y momentos del pasado. Por eso es imprescindible cada esencia, cada aroma, cada palabra que nos evoca un olor. Una esencia describe a una persona sin más. Así dibuja Adriano a las mujeres que concita en las páginas de su novela. A través de los sentidos las recuerda Andrés. Por eso, las mujeres, a pesar de no estar, son inolvidables.
El olfato marcó al protagonista de País Portátil. A pesar de estar rodeado de olores grises, reconoció la esencia de la vida en la mujer. Sólo Delia se salva. Delia es lo sublime. Las demás son objetos entre objetos. Candelabros, altares, incienso. Delia está enmandarinada. Las otras están descritas con tufos de sacristía, de velas, de aposentos, de alcanfor. La única que despide aroma a gloria es Delia. “Esto es muy lindo” -dice Adriano, y recuerda una llamada de su hermana quien le dijo que había pensado que las mujeres en País Portátil olían terrible, hasta que llegó Delia y respiró mandarinas.
Releo la novela con otros ojos, luego de quince años. Lo hago con otros olores en la memoria. Se despierta en mí una conciencia que tuve en esa primera vez. ¿Dónde están las mujeres en esta narración? ¿Cómo son vistas? En mi primera lectura resaltó la guerrilla, la saga de los hombres, la memoria de la guerra, la vida de Andrés Barazarte y el fracaso como estandarte del venezolano. Dios no me dio el privilegio de oler mucho. Soy sorda de olfato, ciega de nariz, manca de fosas nasales. No huelo casi nada. Mi imaginación debe alzarse por encima de mi discapacidad, crear cuando me hablan de un olor. Ahora que releo, ahora que busco oler, ahora que he tomado conciencia de la importancia de lo que dice mi nariz disfruto lo que esos olores me evocan. Mis ojos huelen, se posan sobre el universo femenino que describe magistralmente Adriano González León. Ese mundo cautivo, casi escondido, desdibujado en casi todos los casos, sin derechos, sin acciones independientes, absolutamente fantasmal que ronda el desarrollo de la novela.
El mismo Adriano confiesa en un tono alargado y enfático: “qué hombres tan feudales y machistas estos. En mi novela todas las mujeres son víctimas. Todas sufren tragedias espantosas. Las mujeres debían meterse en sus asuntos y no en cosas de hombres”.
Todas sobrellevan dolores. El mayor de ellos es que están en el inconsciente de la novela. No son protagonistas. Nadie las ve. Son las sombras, los fantasmas, los postes, las vidrieras, las nalgas. Un par de tetas son objetos que se usan, son enseres que los hombres toman y dejan a su antojo. Son el paisaje, el fondo contra el que se desarrollan los acontecimientos. Adriano, con voz quebrada, dice: “pero eso es en la novela, porque en la vida real las mujeres son muy importantes para mí. Mis dos compañeras más cercanas, Mary Ferrero y Verónica Camino significaron un puntal tremendo. Hasta el grado de que gran parte de lo que yo pude hacer como trabajo se lo debo a ellas. Ahora están muertas, qué hacemos. Pero el recuerdo permanente y eterno que tengo de ellas es casi una veneración”.
En País Portátil las mujeres carecen de amor. Están condenadas a la locura o a la muerte sin redención. Al matrimonio sin amor o al amor sin matrimonio. Sin embargo, lo que se constata en la novela es que ya sea en la Colonia, en el siglo XIX o en la mitad del siglo XX, las mujeres no tenían derecho a participar de forma activa en el mundo. Delia era tratada como subalterna. Estaba fuera del juego. Los hombres lo negaban y luego lo reafirmaban cuando decían: ¡Tenían bolas! Todo queda dicho en esta expresión. Las mujeres se repliegan a su circunstancia dejándose aplastar por la locura hasta que la muerte se las lleva.
Olfateando un poco, percibimos lo inodoro. La Madre de Andrés Barazarte está borrada. Sólo existen tías y primas. Ella no huele a nada. Acaso a ausencia.
Flores marchitas: Ernestina. Margaritas y pétalos de papel caen sobre su falda. Su falda blanca que no se sonrojará nunca. Quedó marcada. Dejada ante el altar. Una orquesta con un vals en la boca. Entiende que en el viaje está la salida. Queda confinada a un encierro perpetuo, a la locura como única vía de escape, sin esperanzas. “Pobre mujer -dice Adriano- ser la dejada del pueblo, qué carga le puse en los hombros”.
Aguas floreadas: Angélica. La banalidad, la sociedad. Fémina de pasos insondables “de hormiguita cargando hojitas” -afirma Adriano-. Odiaba el olor de su casa. Decía que olía a remedio. Faltaba el aire, olía a guardado. Su padre le pidió en el lecho de muerte que honrara una promesa que él había hecho. Se tuvo que casar con Víctor Rafael Barazarte. “Él la lleva a vivir a otro lado. Atraviesan un camino de recuas. Una cuerda atada a una mula y ella atada detrás. Llegan a una casucha. Él pone una estera en el piso y ella muda. Allí duermen. Al día siguiente comienzan el camino hacia Mendoza Fría. Él la monta en el mejor caballo y ella se extraña. Llegan a una casa precedida por sauces, una mansión de campo. -Es aquí donde vamos a vivir -le dice-. Yo quise probarla para ver si usted era una mujer digna de un hombre como yo. “Qué frase tan feudal” -remata Adriano.
Pólvora y rebeldía: Georgiana. Recordaba Andrés a la tía, mujer emprendedora que pidió armas y se las negaron. Estaban reservadas para sus bravos hermanos. Buscó ayudar a los trabajadores de la finca y tampoco logró su cometido. Murió convencida de su inutilidad.
Adriano me mira y me dice: “Mi hija Georgiana, nunca me ha defraudado. Nació el mismo día que el hombre llegó a la luna. Estábamos viendo televisión cuando de pronto llegó la enfermera y nos dijo: es una niña. Desde ese día supe que no me defraudaría. Un hombre sin una hija se condena a vivir con un vacío muy grande. Yo tengo mucho que agradecerle a la vida. Mary, Georgiana, Verónica, Andrés y ahora Matías, mi nieto”.
Encierro: Adelaida Saavedra. Esposa del mujeriego y obcecado doctor y general Epifanio Barazarte. Se condenó a la locura sin más. Para la época las mujeres debían soportar sin quejas las vejaciones de sus maridos conquistadores y machos vernáculos. Ella se encerró en vida en un cuarto. No comía. Gritaba, rezaba. Su cuerpo se maceró en olores guardados con naftalina. La única salida era la locura.
Estoy aquí porque no tengo tiempo para esperar
Mandarinas: Delia. Todo el país huele a mandarinas. Volvemos a la vida normal, siempre estamos en la normalidad. Entre balas, miseria y optimismo. Entre chistes, piropos e insultos. Entre hombre, mujeres y niños. Venezuela es un país tropical y en el trópico todo huele a sol. Y amanecemos y nos volvemos a levantar y a tomar el maletín y a recorrer el camino de Andrés Barazarte. Nos levantamos todos los días consumiendo una nueva verdad tras ese olor a mandarina, tras esa promesa ácida y dulzona y siempre fallida.
Publicado en ocasión de cumplirse 35 años de País portátil en 2003