La playa desnuda, por Roberto Echeto

13/ 06/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, No ficción

Todos hemos ido alguna vez a la playa. Todos hemos sentido esa rugosa e indescriptible sensación de la arena bajo nuestros pies descalzos. Todos hemos caminado por ese punto exacto donde el mar y la tierra se tocan, se revuelven, se mezclan, se hacen grumos de sal y espuma. Todos hemos disfrutado del viento que viene con el ruido de las olas, con ese mar azul e infinito que vemos desde nuestras huellas en la franja húmeda de la arena. Todos hemos vivido el calor, el pegoste salitroso, la rara dejadez que se expande entre quienes visitan la playa, como si todo el mundo cayera bajo el influjo de un narcótico que flota en el aire y siembra en la gente el abandono gozoso que disfrutamos frente al mar.

Vivimos en el cansancio. Por eso nos acercamos al océano: para librarnos del dolor que nos exaspera. Allí, en ese espacio que no es más que un paisaje de agua y polvo, nos abandonamos a un sistema de convenciones sobre el que nunca discurrimos. Asumimos como si nada la construcción de castillos de arena, el juego de tenis con raquetas de madera, acostarnos (cual milanesas hedonistas) sobre el suelo arenoso a dormir y a tomar sol durante horas. La verdad es que en la playa no pensamos en lo que hacemos, simplemente nos olvidamos de nosotros mismos hasta que comenzamos a formar parte del paisaje natural y del paisaje de signos que nos rodean. En esa misma geografía de piedras y palmeras se repiten cientos de actos comunicativos que están muy cerca del arte y de sus caprichos. Porque (ya a estas alturas deben haberse percatado): ir a la playa es un ejemplo de cómo vivimos y generamos situaciones artísticas sin darnos cuenta, como si el arte estuviera en otra parte (en los museos dirían los reaccionarios) y no en la propia vida.

Ir a temperar frente al mar tiene cientos de lecturas, amén de cientos de detalles que en conjunto forman un lenguaje (el lenguaje de ir a la playa). Baste ver la fruición de los cuerpos desnudos en contacto con el agua, con el aire, con la nada o con esa pequeñísima porción de ropa que se llama traje de baño. En la playa se encuentra el único lugar de nuestra cultura que permite y propicia el desnudo legal, no trasgresor ni ofensivo para nadie. Muy lejos de lo que nuestras abuelas vivieron y creyeron, la playa es hoy el espacio cultural que obliga al desnudo y, aún más: es el espacio que tolera todos los desnudos y no sólo la desnudez de los cuerpos perfectos, como ocurre en el arte tradicional y en los medios de comunicación. Frente al mar todos nos desnudamos y mostramos nuestra barriga desmedida, nuestra piel de naranja, nuestras arrugas, estrías, cicatrices y demás vergüenzas corporales. También los cuerpos agraciados y esculpidos en horas de sudoroso gimnasio muestran con orgullo sus marcas de perfección como sucede siempre, al menos en nuestras playas caribeñas, con esa metonimia de la gloria veringa: el culo femenino, las nalgas duras de piel lisa y estirada, semejantes a grupas mecánicas, a un almacén de carne dividido en dos paredes de formas redondeadas.

El cuerpo, para el común de los mortales, es fuente de complejos y negaciones. La playa es el espacio para afirmarse, para aceptarse, para mostrarle a los otros eso que somos y que no podemos dejar de ser a menos que dejemos de comer como trogloditas, que hagamos ejercicio o que entremos, cual corderos, al quirófano de un carnicero plástico.

Frente al mar el goce del cuerpo no tiene límites. Se da allí uno de esos momentos de erotismo total. Se ve, se escucha, se huele, se toca, se saborea una serie de acontecimientos sensitivos que sólo se pueden disfrutar en ese accidente geográfico tomado por el turismo, por el descanso y por la creencia contemporánea de que el contacto con la naturaleza renueva la salud. Nada más erótico que los cuerpos untados con cremas bronceadoras, con protectores solares y con cuanto menjurje transforme, proteja o hidrate la piel. No olviden que el bronceado es metonimia de bienestar; es señal de que se ha nadado hasta convertirse en pez, de que se ha tenido tiempo para dormir a pierna suelta o leer un buen libro acostado bajo el sol. El tema del bronceado es tan importante en nuestra cultura que, desde hace años, los que no tienen el tiempo suficiente para asumir a plenitud el solaz playero, pueden acostarse durante varios minutos bajo una lámpara que tuesta la piel y genera bronceados tan duraderos como los que pueden adquirirse exponiendo el cuerpo a los rayos del sol.

En la playa se ve arte de la mejor factura en los colores de los pareos y de los trajes de baño, así como en los sabores de todas esas bebidas tildadas de «exóticas» o «tropicales». También hay una disposición artística en los artefactos que, por lo general, utiliza la gente para divertirse: tobos y palas de plástico, salvavidas de hule, mascarillas, trajes y tanques de buceo, tablas de surf, motos acuáticas, instrumentos de pesca, botes de remos, guayaberas con flores «a la hawaiana» y un largo etcétera que casi siempre viaja con nosotros, en nuestras maletas, cada vez que nos acercamos al mar.

Ante las olas, nos acompañan dos actitudes: una tiene que ver con la contemplación de los milagros cotidianos que se suceden en la playa. La otra se centra en la voluntad de cierto tipo de turista que cifra su vivencia playera en tratar de evadir el escozor que produce la siniestra cotidianidad de la vida citadina. En el primer caso, las gaviotas, los pelícanos, los pequeños cangrejos que entran y salen de sus cuevas en la arena, las piedras y conchas, la brisa marina, la sombra que nos prodigan los cocoteros, los cirros lejanísimos, la gente chapoteando en el agua, el ruido del mar espumoso y las rocas que se vuelven polvo con los años y con los siglos, representan un gigantesco espectáculo para los sentidos. En el segundo caso es fácil ver a los bárbaros que encienden equipos de sonido a todo volumen y a los ebrios que cargan consigo una cava enorme repleta de toda clase de bebidas espirituosas, como aquella vez en que varios amigotes se fueron a la playa y se dedicaron a emborracharse hasta que uno de ellos cometió el error de beber hasta que su conciencia se difuminó. Los otros, que estaban como unas cubas también, pero no tanto como para no poder inventar una rubiera, decidieron gastarle una broma al amigo dormido. Para ello arrastraron dos palos enormes que se encontraban abandonados al lado de un malecón. También esculcaron la playa y consiguieron algunos cabos de cuerda, así como uno que otro bejuco que les sirviera a sus propósitos pervertidos. Más tarde se dieron a la tarea de utilizar toda su industria borracha para amarrar los dos palos de manera que formaran una enorme cruz. Cuando semejante tarea estuvo lista, la alcohólica hermandad decidió, entre risas, amarrar al amigo dormido a los dos palos, cual Jesucristo de los ronquidos. No contentos con atarlo a esos palos de pies y manos, le pusieron una corona de algas. Luego alzaron la cruz y la clavaron en la arena de aquella playa hereje para horror de los bañistas beatos que vieron esa tarde al Glorioso Señor del Bronceador Ilustre y de la Botella Vacía…

En la playa todos somos iguales porque estamos desnudos y porque, sin saberlo, somos los ministros de un culto solar verdaderamente profano. En él los ritos son los del cuerpo y de su manutención gozosa, ora exagerada ora comedida, pero siempre dispuesta a prodigar pequeñas felicidades a la carne que trabaja, que suda, que se esfuerza en todos los ámbitos de la vida que se alejan del mar.

La playa es sombrilla, lumbre nocturna y carpas de gente que se acerca al paisaje virgen con el único propósito de descansar. Allí, sobre la arena, las conchas de caracol y las piedras con formas monstruosas preludian la visión de otro paisaje inhóspito y salvaje que late por debajo de las aguas. Al abismo donde reside toda belleza sólo llegan en carne propia algunos privilegiados que soportan tanto silencio donde nadar y hundirse en medio de brazadas y burbujas. En el fondo del océano habitan seres que retan nuestra sapiencia; criaturas de todos los tamaños, colores y rugosidades, monstruos que no se sabe si pertenecen al reino animal o vegetal. Por eso la sima de las aguas, con toda su crueldad, es territorio fértil para la imaginación, para el horror y el asombro creadores que se sienten en los relatos protagonizados por Jonás y Luciano por los capitanes Ajab, Nemo y Cousteau, por naufragios que esconden tesoros en las más oscuras profundidades.

El fondo del mar no es de los que vamos a la playa. Para el común de los mortales esas llanuras cubiertas de corales son sólo una bella fantasmagoría de las que aparecen en televisión. El reino de los peces más extraños, de los tiburones, de las ballenas y de las ostras perladas no pertenece a la pusilanimidad de los que hacen del mar un arrullo para su sueño de arena. Todo lo que está más allá de la playa, del lado del mar, es pelea y embrujo, muerte y espuma, trabajo y peligro que se cierne en todo momento bajo el engaño de un sol abrasador, de un cielo azul y de unas nubes que dibujan formas cambiantes a cada momento. Ese paraíso mata. En él viven fauces dentadas que se tragan todo lo que encuentran a su paso.

Al ciudadano común le está reservada una playa de pocas emociones. En ella el paseo hacia la naturaleza que brinda solaz y salud es apenas una ilusión. Si la gente fuera a una playa virgen (por no decir salvaje) de verdad, no habría quioscos de pescado frito ni salvavidas a lo Baywatch. Tampoco encontraríamos vendedores de ostras ni de cerveza. Mucho menos habría peñeros que lleven turistas y carritos de helado a otros predios. Sería una playa áspera de ésas que parecen primorosas durante el día, pero que se llenan de mosquitos y aguamalas al atardecer.

El mar acompañado por el sol y una pequeña franja de tierra marcada con un cocotero es el típico paisaje que colgamos en las paredes de nuestras casas, como si el mar sólo nos ofreciera esa estampa, ese lugar común visual como espacio de sosiego. Quizás haya que proponer como «otro» paisaje marino a ése que nos figuramos y que está lleno de imágenes de todo tipo: batallas entre carabelas, buzos con escafandras, barcos balleneros, banderas piratas, paquebotes, cruceros, submarinos, islas desiertas, monstruos gigantes, civilizaciones antiguas hundidas bajo las aguas, peleas a cuchillo entre hombres y tiburones… La literatura y el cine dan para todo.

Tal vez todos los avatares de la vida valgan la pena para luego ir a purgarlos frente al océano, con una cerveza, o, en último término, frente a una pecera… con una cervecita entre manos también…

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