Max, de Salvador Prasel

17/ 04/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

OLYMPUS DIGITAL CAMERAEmpapados, descoloridos el pijama y la camiseta, húmedo, pegajoso el pelo entrecano, lustrosas la barbilla y la nariz, enrojecidas —tirando a violetas— las patas de gallo. El pecho de vellos ensortijados y la nuez, en medio de un cuello plagado de verrugas, suben y bajan al compás de tus ronquidos.

Cincuenta años, casado y de este domicilio, venezolano por naturalización desde el cincuenta y siete, a juzgar por tu cédula con foto de hampón que junto al llavero, unas monedas sueltas y una caja de cigarrillos de contrabando, se encuentra sobre una silla convertida en mesita de noche.

No te has quitado el Omega con pulsera de oro ¡Dios, diablo! ¡Las seis! Primero no te dejaron dormir los obreros aglomerados en la parada de autobús y esa chusma que suele volcarse hacia el mercado periférico a fin de aprovechar la oferta de la semana. Luego, cuando creías estar soñando con una sucesión de escenas inolvidables, el sol se coló por las persianas horadándote los párpados y lo echó a perder todo. A ver si consigues unas cortinas con capa aislante, como las que tienen en la clínica donde trataron a Milena. ¡Mileeena! Ella también, seducida por la propaganda, igual que todo el mundo, ha salido en busca de una ganga.

Qué bueno sería seguir meciéndose sobre el colchón de resortes en espera de la mujer que todavía hoy, pasados los cuarenta, no está del todo mal… Pero el tiempo apremia: mientras cumples con el ritual de todos los días, habrá llegado la hora. Es inconcebible cómo se las arreglan los de la competencia. Son unos flojos asquerosos, no tienen ni la más pálida idea de lo que es el deber. A ti te repugna observar semejante relajo: llegan tardísimo, demoran en darles vuelta las complicadas cerraduras y en desconectar la alarma, no tomando en cuenta a la impaciente clientela cansada ya de hacer cola. Tú prefieres entrar temprano en el local, prender el aire acondicionado para disipar el olor a encierro y entregarte al arreglo de la exhibición sin que nadie te moleste. En todos estos años nunca se ha dado el caso de que el personal te tuviera que esperar en la puerta. Los empleados se presentan cuando les viene en gana y hacen de las suyas como si fueran dueños del establecimiento. A propósito —para que no se te pase por alto— hoy habrá que hablarle claro a Mayra. Si la cosa se repite, lamentándolo en el alma y con toda la consideración que se merece una persona recomendada y madre de tres hijos (uno no es canalla, pero tampoco puede permitir que lo tomen por tonto), te verás obligado a proceder. Ah, sí, nosotros no somos gobierno ni junta de beneficiencia. El gremio entero, los paisanos y amigos, saben que Milko siempre está dispuesto a ayudar, sin ningún interés: contribuyes con las obras en favor de la niñez abandonada, nunca sacas el cuerpo cuando el jefe civil organiza una colecta en la parroquia, tan pronto se anuncia una verbena con fines caritativos eres el primero en reservar dos o tres boletos aunque después no asistas; y ni hablar de lo que le das por las buenas a Don Procopio, párroco de la colonia, quien más de una vez ha visitado tu casa; en fin de cuentas uno no va a quedar mal con los suyos ni le conviene que mañana lo tilden de renegado. Y quienes colaboran contigo se sienten agradecidos; sólo se les exige que sean honrados y demuestren ser dignos de tu confianza. Para no ir más lejos, ahí está Carmen Pastora: empezó limpiando el piso y las vidrieras; poco a poco fue puliéndose, bajo tu dirección, hasta merecer que la dejaras tratar con los clientes. y cuando —después del tercer parto y tal vez por trabajar tantas horas de pie—, sintió ardor en las piernas y se le cuartearon las varices, encontró comprensión al plantear su problema. Ahora se ocupa de la caja, cómodamente sentada. Pero, por favor, que no te vengan las incumplidas y las informales con sus cuentos, que tú ya los conoces. Basta y sobra con la debilidad que siempre has sentido por tu hijo. Algo parece desgarrarse dentro de ti cuando lo recuerdas. No te quedaba más camino que romper con Max. Ya la situación se había vuelto insostenible.

¡Esta hojilla no sirve! Ninguna hojilla te sirve. Ninguna hojilla te sirve a ti por más que la elogien en la televisión. A las doce, a más tardar a la una, tendrás que repasar la barba con la afeitadora eléctrica para lucir decente. Por el negocio pasan personas refinadas que se fijan mucho en esos detalles. ¡No vas a hacer el ridículo! Otra cosa era cuando uno estaba preso en una celda común, seis metros por tres, cincuenta y cuatro reclusos, todos con cara patibularia, según decia el comandante, SS Obergruppenführer Kowalsky… ¡Mileeena! ¿Qué ha hecho de tu camisa de nailon? La almidonó, ¡estúpida! Las mujeres son todas estúpidas. Sólo a una mujer (y al sobrino del cura Procopio) se le ocurre defender a Max después de todo lo que hizo. Pensar que has venido criando al muchacho con tanto cariño desde que nació en aquel inmundo campo de refugiados donde para alimentarlo e impedir que se tornara raquítico tuviste que dedicarte al contrabando y no sólo al contrando, también al oficio de soplón a la orden de las autoridades militares delatando paisanos, coterráneos y amigos de toda la vida, pobres diablos como tú. Si Max supiera a costa de qué le comprabas los teteros, los complejos vitamínicos, las ampolletas de calcio… Afortunadamente no lo sabe nadie, lo ignora Milena y ni tus paisanos lo sospechan. Hasta tú mismo decidiste enterrar la figura del oficial de enlace… Además, han transcurrido tantos años…

Aquí te han abrumado más las obligaciones, casi siempre superiores a tus posibilidades: esos colegios con tres mudas de ropa —aparte del uniforme de gala—, tan sólo para relacionar a Max con niños bien; las clases y laboratorios de inglés con una finalidad preconcebida: hacer de Max un hombre enviándolo un día a Chicago, Ininois o a Gary, Indiana, donde vive gente de su sangre ay tal vez alguna muchacha como las de tu tierra. Un cliente, funcionario de la Obra del Niño, te había prometido una beca para él a través de la Fundación. Una buena beca que incluía matricula, libros y gastos menudos. Tú te tomarías entonces un descanso (Dios es testigo de lo agotador que es este negocio) y con un poco de organización hasta te alcanzaría para darte el lujo de un viaje a Europa con la señora. Ya tenían proyectado (por ahí, en el escaparate, deben de estar los catálogos) adquirir un carro allá y después recorrer varios países, hacer escala en Viena y hospedarse en el Grand Hotel o en el Hotel Imperial. Por tren acudirían los familiares —hermanos, cuñados, primos. Para ellos, ese sería su primer viaje al exterior, todo por cuenta tuya. Se congregarían en el lobby o en el recibo de la suite, atentos a cualquier gesto de sus parientes afortunados. ¡Qué magnífica oportunidad para demostrarles que uno no ha sido bobo y que no hay país en el mundo como Venezuela!

Ya van a ser las seis y media. En la olla hay algo incomible que necesita ser recalentado. De antemano se sabe: aun echando pimienta o experimentando con todos los potes de aliños y especies de la alacena, el guiso quedará insípido. Tu paladar ya no funciona. Antes, a esta misma hora, estaban reunídos los tres en torno a la mesa, y tú le contabas a Max algo de la historia de tu país, conmovido por la atención que te prestaba y las preguntas que te hacía en tu idioma. No lo hemos perdido todo, sabías comentar luego con Milena despidiéndote en la puerta. Con el tiempo, el muchacho se convirtió en maestro. Era un espectáculo gracioso ver a los tres, con los libros entre los platos, repasando las materias de examen. Aprendiste mucho mientras comías tu carne ahumada con repollo, que sabía exquisito, y tu hijo recitaba su lección de geografia de Venezuela. Milena, acostumbraba confundir a Maracay con Maracaibo —la pobre no ha viajado nunca desde que llegaron a Caracas— y los tres se divertían en su nuevo papel. Veinte sacaba Max en geografía, dieciocho en castellano, diecinueve en educación artística, pero en lo demás estaba tan flojo que daba vergüenza. Dentro de una caja de zapatos adaptada para guardar documentos, están los recibos que pagaste por las clases particulares. ¡Plata botada!

Y con lo que cuesta ganarla… El otro día te pusiste a sacar cuentas: enumeraste quince oficios en Venezuela sin tomar en consideración lo del campo de refugiados. Chofer, parrillero, guachimán, vendedor de libros esotéricos, dibujante técnico, mesonero en una quinta en La «Castellana… ¿Sabe usted dibujar?». «Claro que sí, lo hice en mi tierra, en la Escuela Naval». Unos días después: «Lamento, pero se ve que la falta práctica». Y tú, sin inmutarte, buscando la palabra correcta para construir la frase: «Han pasado muchos años, señor, imagínese, fue antes de la guerra: deme usted una oportunidad, dos semanas, un mes…». Seguías haciendo ejecicios en tu casa, de noche, los sábados, los domingos, en Carnaval y en Semana Santa y te volviste experto en el manejo del tiralíneas. Si la constructora no se hubiera declarado en quiebra…

¿Cuánto perdiste en el kiosko de parrilla típica? No daba ni para los cigarros, mucho menos para un muchacho como Max. De manera que hubo que ingeniarse, pedir prestado a Don Procopio, implorar a Franz, el usurero, entrar en sociedad con una polaca sin que se enterara Milena, quedarse solo con el negocio, venderlo y comprar otro, cambiar de ramo varias veces, fracasar, resurgir, caer y volver a levantarse.

Gracias a Dios, el establecimiento es tuyo, así el trabajo te canse, así los empleados y, sobre todo, las empleadas se crean en el derecho de destrozarte, de burlarse de su patrón y transformarte en ese espantapájaros que ves en la luna de la peinadora. Tampoco es agradable este barrio; te encantaría vivir en el Este, ser dueño —digamos— de una joyería en Sabana Grande como Branko, o de una fábrica de bombones como aquél que se casó con la triestina y viven felices, pero… Milena también tiene la culpa. Hay mujeres que parecen gafas, ni español hablan y su idioma se les ha olvidado; con todo esto colaboran con los maridos, se preocupan… Ella nunca quiso ni asomarse al negocio y hasta se enfadó una tarde en que se lo enseñaste a Max.

Y, para colmo, te está dejando solo en los momentos en que necesitarías tanto sentirte acompañado. Es horrendo tener que mirarse en el espejo dando vueltas en busca de cosas que deberían estar al alcance de la mano y no encontrarlas… ¡Cuántas veces se ha repetido la misma escena! Uno, como un tonto, revolviendo gavetas para localizar la libreta de apuntes sin percatarse de que está a la vista, sobre la máquina de coser… Y no conforme con esto, Milena se volvió contra ti poniéndose del lado de Max cuando aún había tiempo de salvar algo. «Es un muchacho de buenos sentimientos». «¿De buenos sentimientos? ¡Ese muchacho ya no me hace caso a mí! ¡Está loco! ¡Loco como toda la familia de su madre!». No lograbas dominarte, dabas puñetazos en la mesa derramando el café antes de irte al trabajo y luego, en el negocio, procurabas colocarte una máscara de payaso, sonrisas para todo el mundo. «¿Cómo está Don Milko? ¿Y la familia?». «Todo bien, gracias a Dios, ¿cómo le va a usted?» Crac… crac… como si alguien estuviera intentando abrir la puerta. Qué extraño: la gente de afuera acostumbra tocar el timbre o dar golpes en la ventana de la sala. ¿Max? No, no se atrevería… Max, tu hijo único, tu futuro master graduado en Chicago, Illinois, en lugar de obedecerte, se la pasa recorriendo museos, entusiasmándose con garabatos trazados por dementes, visitando teatros como si aquí hubiera teatro, colándose a conciertos que uno puede escuchar en cualquier taller de latonería, escribiendo versos; oyéme, ¡versos!

El chirrido de los goznes de la puerta es insoportable. No es Max; es el viento.

Si Max quisiera entrar en razón… si volviera a ser aquel muchacho dócil, apegado al padre, lleno de curiosidad por conocer las caras del álbum familiar, por enterarse quién es quién en el viejo libro que guardas celosamente en el escaparate… Después de casi veinte años de lucha de esperanza, resulta que todo tu esfuerzo ha sido en balde: levantaste el negocio, uno de los mejores en su clase. Todo, ¿para qué?

Te haces esta pregunta y muchas otras mientras te ajustas el pantalón cuyo cierre tiene la tendencia a abrirse. Claro, ha venido echando barriga el hombre que le gustó a Milena, justamente por su figura, por su facilidad de palabra, por su espíritu emprendedor. De todo eso ha quedado el interés por el trabajo, si bien un tanto menguado. Todo se ha ido convirtiendo en costumbre, costumbre buena, sin duda, de bregar diez horas diarias en el establecimiento, de cuidar de los detalles, de supervisar al personal, de complacer a los clientes, siempre antojadizos. Pero ya no hay iniciativa, fomentada desde dentro, y últimamente se te nota algo como cansancio, ganas de sentarte tras el mostrador y dejar que las cosas marchen por su cuenta.

Da lástima verte cómo te estás poniendo la camisa de nailon, almidonada, pues no hay otra limplia. Contemplas los puños endurecidos, el cuello que no puedes abotonar, te sientes como en una coraza, desesperado, mandando al diablo a Milena, maldiciendo el día en que te casaste con ella y aún más la ocurrencia de arrastrarla por el mundo contigo; añorando lo imposible: tus años de soltero cuando estabas en condiciones de escoger. Y rememorando:

«Si al él le encanta…». «Milena, ¡estás mal de la cabeza!» la conversación terminaba en alaridos por ambas partes o, en el mejor de los casos, con una de esas declaraciones tuyas formuladas como promesa pero no exentas de cierto aire amenazador: mañana mismo, si Dios quiere, la llevarías al médico, un médico de confianza, ucraniano y amigo de ustedes, a ver si con algunas pastillas, con algo que la ciencia tiene que haber inventado, a la mujer se le quitaban esas ideas perniciosas, esa posición absurda de alentar al hijo en su locura. Consultaste el asunto con Don Procopio y éste te aconsejó rezar y armarte de paciencia. El presidente del centro donde se reunían tus paisanos, en lugar de animarte con una palabra orientadora, te sorprendió con una confesión desconcertante: no había nada que hacer —te hablaba con conocimiento de causa— pues un hijo de él también iba por el mismo camino y ya había tenido dificultades con la policía.

¡Nada más que eso te faltaba!: ¡Tener líos con esa gente! Ni en tu vida privada, y menos en el negocio, hubo disgustos con las autoridades: pagabas tu patente municipal, cumplías con la sanidad, cultivabas óptimas relaciones con jefes y subalternos: «A sus órdenes, señor agente… ¿En qué puedo servirle, bachiller?»

Son casi las siete, Max no llegará nunca ni a bachiller. Un día decidiste cortar por lo sano. Ah, sí, había que actuar con carácter. «¿Te gusta el teatro?». ¡Pafff! «¿Los del otro lado, los marihuaneros, los cabezacalientes que se la pasan allí?». ¡Pafff! Y viendo que las bofetadas no surtían efecto lo tumbaste al suelo. «¡Toma, desgraciado!»

«¡Co…! ¡Mi dedo!» Qué fue, Milko? En este comedor tan chiquito cualquiera tropieza y se da un golpe en el pie. Y más si sufre de uñas encajadas… Pon cuidado, el dedo gordo te está sangrando. Qué broma, a Milena se le olvidó pedir mercurocromo en la farmacia. Entrarás en el negocio cojeando, como un limosnero. Menos mal, no son sino cinco cuadras.

No te quejes, hombre… Unas gotas de vinagre… un poco de gasa, un adhesivo… ¡Listo! ¿Te das cuenta?

Ah, ¡la comida! Te ibas sin probarla. El sauerkraut, el pimentón, amén de haber perdido todo su encanto, te causan una sensación molesta en el estómago. Según Carmen Pastora deberías renunciar a esos platos que hacen daño. La muchacha no es ninguna tonta. Además —¡niégalo!— te cae simpática. y sus várices han ido cediendo… ¡Quién sabe! Milena ya no significa lo mismo que antes, salvo en momentos de soledad como éste cuando a uno le entran ganas de acabar con todo.

El problema está en que ciertas cosas no pueden pasarse por alto. Todavía quieres a Max. Y él sigue entendiendo tu idioma. Por eso lo has molido a golpes.

¡Las siete¡ ¡Apúrate! pero antes habrá que dejarle un recado a Milena para que compre mercurocromo. Siempre es útil tenerlo en la casa. Y sería bueno agregar en la nota que eso de salir precisamente cuando el marido debe marcharse al trabajo, tiene que terminarse. A lo mejor —¿quién entiende a las mujeres?— ni se ha ido al mercado. No tendría nada de raro encontrarla en un banco, en la placita de Catia, llorando junto a Max.

Duele bastante el pie. Duele todo, y uno no aguantaría si, en el fondo, no existiera una esperanza tonta: el muchacho podría hartarse de esa vida de vagabundo. Ya lo han botado de tres grupos de teatro, Dios quiera que surja un inconveniente y… como está la situación, el día menos pensado es capaz de pasar por el negocio, arrepentido.

A ti te sobra corazón y sabrás perdonar a tu hijo. Allí mismo, ante la sorpresa de los clientes, le improvisarás una fiesta.

El dedo… Esta noche será difícil, por no decir imposible, que te mantengas de pie, todo el tiempo. Será más prudente que tomes asiento detrás de la barra a ver cómo marcha el mecanismo de los tickets. Has hecho milagros para que nada se te escape, pero la experiencia enseña que no hay en quien confiar.

Para cuando vuelva Max, el negocio —que es la base de todo— tendrá que andar como un reloj. Es inaudito que esas desgraciadas suban del salón a las habitaciones con ocho amigos y sólo te paguen por cuatro. Pero que sepan, empezando por Mayra: ¡el relajo se acabó!

 

Del libro: Mitin (Monte Ávila,1973)

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