Liubliana en Ljubljana, por Eduardo Sánchez Rugeles

03/ 08/ 2013 | Categorías: Especiales, Lo más reciente, Opinión

LiublianaCuando Marko Jensterle, periodista y asesor del Ministerio de la Cultura de Eslovenia, me envió un correo electrónico para informarme que una editorial de Ljubljana estaba interesada en traducir mi novela, tuve ciertas reservas. Al principio, interpreté la misiva como la broma irreverente de un amigo cualquiera. Pero la Editorial Študentska založba / Beletrina Academic Press, por mediación de Janina Kos y Tomaz Gerdina, me escribió días más tarde con la propuesta concreta por lo que no me quedó más remedio que asimilar que la primera traducción de mi trabajo literario sería a la lengua eslovena. No solo confirmaron el interés por la novela sino que me invitaron a participar en el prestigioso Festival Fábula Literaturas Mundiales que tendría lugar en febrero de 2013 (http://www.festival-fabula.org/2013/eng/). Marko Jensterle me contó que tuvo noticia de Liubliana en un viaje de trabajo por América Latina. El título y la portada de EdicionesB,Venezuela (en la que aparece esbozado el puente de los dragones), despertaron su curiosidad. Marko cuenta que durante la lectura nunca dejó de preguntarse la razón por la que un caraqueño le prestara atención literaria a su discreta y remota ciudad eslava. A través de un amigo venezolano, el periodista Hernán Colmenares, obtuvo algunos detalles sobre mi biografía y fue así como establecimos el primer contacto. El aeropuerto de Maiquetía y el avión de regreso a Eslovenia fueron los lugares en los que Marko Jensterle conoció la tragedia de Gabriel Guerrero. Recibí el correo con la invitación unos días después. En febrero de 2013 visité por primera vez la capital eslovena. Este relato contrasta la ciudad real con la ciudad imaginada, la ciudad que encontré con aquella había construido por instrumentos.

A los lectores de Liubliana 

Me gustaría compartir con los lectores de Liubliana el recorrido que, en el marco del Festival Fábula, Literaturas Mundiales 2013, hice por la calles de la capital eslovena. Aunque nunca antes había estado en esta ciudad, el camino hacia el centro, de alguna forma, me lo sabía de memoria.

Tengo afición al autoengaño: me cuento a mí mismo que vi por primera vez el puente de los dragones en una guía de viaje pero, la verdad, desconozco el origen del capricho. No sé cómo ni dónde lo encontré. No sé por qué lo elegí como punto de encuentro. Mi primera Liubliana era una mera palabra, un recorrido árido y nocturno a través de las calles de Google Earth. Supongo que en algún momento, en alguna búsqueda, tropecé con el puente. El random, entonces, afinó la guitarra. Sabina improvisó los primeros acordes de la canción maldita. La historia se contó sola.

La primera correspondencia entre experiencia e imaginación literaria ocurrió en el taxi que, desde el aeropuerto, me llevó hasta el hotel Lev. Un ejemplar del Dnevnikestaba abandonado en el asiento. Las premoniciones sabineras fracasaron: el taxi arrancó sin problemas. A diferencia de Gabriel, no fui capaz de entender una sola línea.

 

En asuntos literarios, soy un comprometido fetichista. Los seres humanos, por virtud o estupidez, solemos atribuir un valor diferencial a los objetos que le dan forma a la rutina. Creo con Pessoa “que no hay error humano ni literario en atribuir un alma a las cosas que llamamos inanimadas” y que los detalles más irredentos de la vida cotidiana están saturados de sentido. No me hubiera sido posible narrar Blue Label/Etiqueta Azul o Liubliana sin explotar esta visión romántica del materialismo. La ranchera verde de Vivancos, por ejemplo (varada y podrida al final de la Bolet Pereza), es una muestra de esta intención animista.

La invención está llena de trampas. “El mapa es más interesante que el territorio”, dice con ironía un personaje de Houellebecq. No me atrevería a tomar partido a favor de esta sentencia pero sí reconozco los matices de la diferencia. Lo primero que me llamó la atención al llegar a Eslovenia fue la distancia entre el aeropuerto y el centro. Brnik es una especie de Maiquetía sin mar bordeada por Los Alpes. La locura del protagonista se tomó la licencia de convertir un recorrido de media hora en una corta caminata. Algunas escenas de Liubliana hacen referencia a lugares que no existen. El Café Klub Central, por ejemplo, donde un Florentino Primera eslavo es agasajado por adolescentes eufóricas, hace tiempo que fue sustituido por un restaurante. El Gajos (Gagos en una guía, mal transcrito en el libro), bar de jazz en el que Carla y Gabriel comparten algunas cervezas, desapareció sin dejar huella. El itinerario novelesco me llevó hasta la iglesia Santa María del Socorro. ¡Qué vueltón!, me dije al encontrarla. No sé por qué razón obligué Gabriel a dar esta incómoda vuelta. En mi teoría (en mi fraudulenta teoría), él se baja del falso tranvía en una esquina de la avenida Kolodvorska. Siempre tuve la impresión de que caminaría en línea recta hasta el río. La parada en la iglesia resulta inoportuna e imposible.

 

La plaza Presernov, en particular, fue objeto de hallazgos y correspondencias. El primer beso entre los protagonistas ocurre en esa plaza, página 128 (edición venezolana). Le contaba mis decepciones y entusiasmos cuando, de repente, saltó a mis labios, empeñó su cintura contra mi cuerpo, abrió la boca y atrapó mi cabeza con sus manos. Una pareja de eslovenos, con torpes amagos de seducción, conversaba a la sombra del poeta Preseren. Los muchachos tenían cierto parecido a Carla y Gabriel aunque, quizás, el parecido era inventado. Es fácil confundirse: los amantes, por lo general, utilizan una jerga universal y predecible.

Avancé por los recodos del paseo Petkoskova. Encontré Calles de Santa Mónica en el registro del iPhone. La composición musical y la urbanística mostraron arreglos simétricos. Los acordes modificaron la vocalización de los letreros: Boletzava Perazam, Frances Lazum Marti, Cumbresam de Curuman. Pero el encuentro más extraño, la más honda sensación de deja vu ocurrió en el callejón de los espectros. A pocos pasos del puente, tropecé con una esquina perdida y diminuta. Alejandro Ramírez aparece en ese lugar. Los mismos colores, la misma luz del trabajo imaginado. Como diría Eugenia Blanc: fue bastante creepy. Preferí seguir de largo.

 

Sin previo aviso, distraído con las burlas de la remembranza, apareció el puente. Durante una hora (o más) conversé con los dragones sobre asuntos de interés personal y privado.

El final de Liubliana siempre fue trabajado desde dos niveles: la parodia y la ópera. Gabriel Guerrero, mientras redacta el último encargo de su editor arrogante, prefigura lo que vendrá: inventé un desenlace operístico, cursi, refrendado por epifanías predecibles y sostenido por un profundo sentido de lo melo .El trágico desenlace deLiubliana (desde el punto de vista autoral) no es más que una parodia de las novelas de autoayuda de las que, permanentemente, el protagonista se burla. El cierre se vale del cliché. La manipulación emocional es un recurso utilizado a conciencia. No desdeñé, sin embargo, las posibilidades del sentimiento trágico. Los espectros que dialogan con Gabriel ejercen el oficio de un coro griego. No quería perder de vista que estaba trabajando con el monólogo de un moribundo. Hay un diálogo constructivo (y autodestructivo) con la muerte. ¿Por qué les cuento esto? No lo sé. Esas fueron algunas de las pendejadas que pensé apostado sobre la baranda del puente mientras, a la distancia, contemplaba la torre del Belvedere.

 

Cuando regresé a Madrid revisé mis cuadernos de trabajo. Encontré información olvidada, argumentos que nunca le expuse al lector, archivados desde 2010. Comparto una de esas notas: Carla Valeria Ramírez falleció el 23 de mayo de 2016 en un accidente automovilístico en una carretera de Le Havre. El texto está encerrado en bolígrafo rojo. Al lado, con letra críptica, hay un gigante No. Innecesario. Si damos crédito a esta información, asumimos entonces que durante muchos años, Gabriel Guerrero se aferró a una espera baldía en su apartamento de Macaracuay. Me pareció excesivo contarle a este miserable que la mujer que amó (y que se convirtió en el único propósito de su existencia triste) había perdido la vida en una carretera normanda. “Las manos heladas de una mujer me taparon los ojos”, dice la última línea. Si atendemos al valioso compendio de las supersticiones humanas es probable que, esas manos puedan significar otra cosa… Yo no lo sé.

Versión cedida por el autor para Ficción Breve

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