Liubliana, de Eduardo Sánchez Rugeles
07/ 09/ 2013 | Categorías: Capítulos de novelas, Lo más reciente
1
«¡El loco, el loco!», dijo una voz infantil. Los niñitos de la cuadra salieron corriendo. «¡Corre! ¡Corre que ahí viene el loco!», gritaron riéndose, escudándose detrás de sus madres asustadas. La escena se repetía todos los días, en horas de la mañana, cuando bajaba a comprar el periódico. Tardé en comprender.
La locura es asintomática. Nunca me di cuenta. Tenía la convicción de que era una persona normal… Yo solo quería matar a Dios.
2
Mi infancia fue una mierda. No conservo recuerdos de los años ochenta. Solo sé que era el hijo menor de la Nena Mercedes Guerrero y que estudiaba la escuela primaria en el Colegio Agustiniano Cristo Rey. Más allá de eso, el pasado es una mancha. Nuestro colegio era un ejército de clones. La buena educación era un privilegio del que gozábamos los idiotas. Todos aquellos que mostraban síntomas de autonomía y no lograban asimilarse a la dictadura escolar desaparecían, sin hacer mucho ruido, en institutos mediocres de Los Chaguaramos o Bello Monte. También la adolescencia fue un trámite sencillo, un partido amistoso. Yo pertenezco a una generación que hizo del aburrimiento virtud. Inspirado por el ejemplo de mi siglo me convertí en un muchacho ordinario, sin excesos ni defectos. Nunca tuve ambiciones desmesuradas. Nunca tuve sueños imposibles. Mi mayor aspiración en la vida siempre fue convertirme en un hombre común.
Cuando digo que mi infancia fue una mierda no pretendo insinuar algún tipo de trauma. Mi historia carece de abuelitos sádicos o padrastros borrachos. Simplemente tengo la impresión de que, entre 1980 y 1992, no me pasó nada. La memoria es una cartografía urbana que de manera imprecisa dibuja las calles de Santa Mónica. Los recuerdos, inestables en su mayoría, evocan lugares que olvidé y que ahora, por algún capricho del corazón enfermo, se empeñan en mostrarse. Surge por ejemplo, solitario, el abasto Aldebarán, el insomnio encuentra olor a cilantro en las manos rugosas de la señora Cristalina. Aparecen también la panadería Alcázar y la carnicería Arcoíris, la masa transparente de los cachitos se burla de mi dieta sin grasas, las sombras en el techo dibujan el afiche de una vaca risueña que exhibe las partes de su trágico sino: falda, lagarto, muchacho, bofe. El pasado es esta rara sumatoria de fragmentos. Vencido por la arritmia, he tratado de buscar mis primeros años pero solo he tropezado con una película en Beta, un balón Golty, cosas que no significan nada. Mi niñez es una hipótesis.
3
Los recuerdos con argumento son un asunto de la adolescencia. La memoria consciente tiene la forma del Inírida. Nuestra calle era una serie hidrográfica falsa en la que todos los edificios tenían el nombre de un río perdido por Barinas o por los lados de Guayana. El Inírida quedaba entre el Orituco y el Caura, frente a la entrada del más insignificante de todos los centros comerciales del mundo, el Parsamón. Todas las personas que amé conviven en mis recuerdos del edificio. Algunos rostros, exiliados de la memoria, incluyen en sus nombres el epíteto del piso, como si aquellas siglas alfanuméricas fueran parte esencial de sus identidades: Álvaro del 4B; Alfredo, Caspa, del 13B; Darío, el Mongopavo del 6B. El Inírida fue para nosotros, los carajitos que jugábamos futbolito con potes de Riko Malt y chicha, la base desde la que administrábamos el vasto imperio de Santa Mónica. La frontera norte se prolongaba hasta Cumbres y se perdía en el laberinto de las Rutas. Los Próceres, al sur, eran parte de una encrucijada prohibida por la que se llegaba al peligroso Valle. Detrás del edificio había una montaña gigante y el otro borde, al este, lindaba con el colegio Cristo Rey. De ahí en adelante nada nos pertenecía. Los Chaguaramos formaban parte de otra república.
4
Si me voy a morir, quiero morirme en Liubliana, me dije. El corazón falló. Nunca imaginé que con cuarenta años recién cumplidos debía resignarme a la derrota. El dolor comenzó en el brazo izquierdo. Torpeza motora. Ceguera. Asfixia. Sentí como si los pulmones se me llenaran de aceite. Antes del infarto tenía la convicción de mi inevitable finitud. Pensaba, sin embargo, que todavía me quedaba tiempo.
Desperté en una sala de la Clínica Metropolitana. Atilio me explicó la situación: el corazón colapsó. El infarto, en parte, también golpeó la memoria. Una serie de imágenes amorfas reforzó el efecto soporífero de los sedantes. Las voces del pasado tomaron la palabra. Algunas escenas aparecían como fotogramas antiguos, en negativo, con los bordes perforados: el airbagempapado de sangre / el rostro sereno de Alejandro / la niña más hermosa del mundo parada sobre mis zapatos / el puente de los Dragones / los labios partidos de Mariana / la canción maldita / la ranchera verde de Vivancos / la fachada del Inírida / los años de la locura.
Tenía treinta y dos años cuando me volví loco. Durante diez meses estuve internado en el pabellón psiquiátrico del Instituto Profesional Caracas. El tiempo, a su manera, sanó mi malogrado juicio. Tras la terapia pude volver a ser un hombre. Me acostumbré a vivir con la conciencia del fracaso, con el miedo al pasado, con el horror a los perros, con la vana esperanza de que la niña más hermosa del mundo abriera a patadas la puerta de mi casa. Empeñado en recuperar el buen sentido descuidé otros asuntos de salud. Cuando vino el infarto había cumplido mi objetivo: me había convertido en un hombre ordinario e invisible.
Atilio fue riguroso: si quería vivir, debía asimilarme a un reposo absoluto. El Gordo, incluso, habló sobre la posibilidad de una operación delicada. ¡Cuarenta años! Nunca pensé que el fin llegaría a los cuarenta. El reposo se convirtió en hastío, en aburrimiento esencial. Una madrugada calurosa soñé con un viejo puente. Desperté tarareando la canción maldita; tras el café prohibido me sentí mejor. La niña más hermosa del mundo volvió a cantarme en la oreja. Sin darle muchas vueltas, tomé la decisión. Abrí la laptop. Iberia.com. Destino: Aeropuerto Brnik, Eslovenia. Si me voy a morir, quiero morirme en Liubliana, pensé antes del hipo, antes del ataque de tos.
Liubliana (Bruguera, 2012)
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