La obstinación sin tregua, por Carlos Yusti

10/ 12/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, Opinión


La poesía es, por encima de cualquier especulación didáctica, una forma de sabiduría especial que desde tiempos remotos ha formado parte medular de la historia del hombre. Es esa «obstinación sin tregua» que permite hacer malabarismo poético con temas como la muerte, el amor, la guerra y la soledad parece permanecer intactos a través de los tiempos. Sólo cambian sus interlocutores. Como lo demuestra este fragmento egipcio titulado «diálogo del desesperado con su alma», de aproximadamente 2.250. Su autor es desconocido, pero las metáforas que evocan la muerte son muy actuales:

 

Hoy está ante mí la muerte,

como un enfermo que ha sanado,

como un enfermo que sale de su enfermedad.

Hoy está ante mí la muerte

como perfume de mirra

como remero que descansa colocando el barco a la vela.

Hoy está ante mí la muerte,

como perfume de flor de loto

como el que descansa en la orilla fresca.

Hoy está ante mí la muerte.

 

La incertidumbre de no conocer que se encuentra detrás de ese umbral de la muerte también ha perseguido al hombre desde siempre. Este poema, conocido como «canto del arpista», concebido, según datos históricos, alrededor del 2140 a.n.e., durante el reinado de Antef, de la dinastía XI, toca de manera sencilla dicho tema:

 

Nadie viene de allá

para decirnos su condición

para decirnos lo que desean

para que nuestro corazón esté tranquilo,

hasta el momento en que nos toque también ir

para el lugar a donde han ido.

Sé feliz

sigue tu deseo mientras vivas.

 

El amor evocado en un texto Piaroa puede revelarnos que los hombres se forjan a través de los siglos a través de los sentimientos que parecen resistir todos los cambios sociales y culturales a saber:

 

Si tú me miras,

soy como la mariposa roja;

si me hablas,

soy el perro que escucha;

si me amas,

soy la flor, que se calienta

entre tus cabellos.

Si me rechazas,

soy como una canoa vacía

que boga por el río,

y los peñascos destrozan.

 

El poema nos inventa de carne y sueños cuando lo escribimos, lo escuchamos o leemos. Cuando el poema hace silencio nos borra la boca, pero el poema se escribe a gritos en nuestra alma. Cuando el poema estalla la belleza sale por la piel, se derrama por los ojos. En la respiración del poema estamos vivos. El arte de escribir poemas nos espera, o nos hace emprender el vuelo. Hay que estar atentos en el instante en que a la sangre le crecen plumas. Si la metáfora nos acorrala en vez de manos tenemos nubes. Si la metáfora se escribe en el muro de mi calle de alguna mirada saldrá una bandada de mariposas. Si la metáfora se escribe en los muros de la prisión, el corazón sin duda abrirá la jaula del pecho y emprenderá el vuelo.

Muchas veces hablamos con metáforas sin enterarnos y sin sentirnos poetas. La poesía al parecer no necesita condiciones, ni climas especiales (aunque muchos poemas mencionen la primavera como estación virtual). Mucho menos exige algún tipo de doctorado o como lo ha escrito Sophia de Mello Breyner Andresen: «La poesía no me pide exactamente una especialización, puesto que su arte es el arte del ser. Tampoco es tiempo o trabajo lo que la poesía me pide. Ni me pide una ciencia, ni una estética, ni una teoría. Antes me pide la entrega de mi ser, una conciencia más honda que mi inteligencia, una fidelidad más pura de la que puedo controlar. Me pide una intransigencia sin fisura. Me pide que arranque de mi vida que se quiebra, gasta, corrompe y diluye una túnica sin costura. Me pide que viva atenta como una antena, me pide que viva siempre, que nunca duerma, que nunca me olvide. Me pide una obstinación sin tregua, densa y compacta».

La lectura de un poema, cualquier poema, incluso los ramplones, confronta al lector con el asombro. En primer lugar con el asombro que produce un lenguaje empleado a fondo, más allá del simple hecho comunicacional. En segundo lugar el encuentro asombroso de una serie de imágenes literarias que descubren la belleza del mundo.

La lucidez poética roza bastante con la lucidez filosófica. Percibiendo esto Antonio Machado escribió que los grandes poetas eran metafísicos fracasados y que los grandes filósofos eran poetas que creían en la realidad de sus poemas. La gran diferencia entre la poesía y la filosofía estriba en que la poesía no quiere edificar sistemas, simplemente pretende arrancarle a las palabras su melodía, su música secreta.

A través de los siglos a la poesía se le ha querido asignar actitudes responsables, posibilidades denominadas serias, usos prácticos en la vida. Por esa razón muchos poetas se convierten en voceros de los oprimidos, en banderas para la lucha, en trinchera contra la barbarie. No obstante la poesía por encima de las modas literarias o políticas es una ética, una estética y una mística en el cual las palabras, la noche oscura del espíritu y las dudas metafísicas se ensamblan para que el hombre trate de alcanzar ese crecimiento interior y lo aleje de la pequeñez de sus horrores cotidianos. No por azar Jean Biés escribió: «En un mundo donde el eslogan sustituye al Mantra, donde el afiche publicitario se toma por ícono, y donde las matriculas socio—administrativas imitan curiosamente el simbolismo de las transmutaciones cabalísticas y los hexagramas del I Ching, el poeta es presa de los peores obstáculos, por poco que quiera ser fiel así mismo. Deberá evitar, para su propio beneficio, las trampas del partidismo, las alabanzas adulantes, las cargas profesionales que le distraerán lo más precioso de su tiempo y de sus fuerzas, alterando su vocación e incluso haciéndola susceptible de esterilizarse».

Acercarse a la poesía no es más que el hecho de aproximarse al lenguaje. Buscar la finalidad de la poesía es siempre una búsqueda inútil. Buscarle acomodo al poeta en la estantería del trabajo fructífero es siempre una actividad estéril. Martín Heidegger lo ha escrito hace tiempo: «…el campo de acción de la poesía es el lenguaje. Por tanto, la esencia de la poesía ha de comprenderse mediante la esencia del lenguaje…»

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