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Álbum familiar

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“Y esta es la foto dé nuestro único hijo, muerto la tarde de su quinto cumpleaños”.

Frías como cuchillos las palabras de la anciana surcaron el aire del corredor. Y en seguida, sin darme oportunidad para tomar aliento o, al menos, para buscar apoyo en una silla, otra frase se levantó de aquel hocico puntiagudo.

“Comprenderá que, para una pareja de cuarentones, se trataba de una pérdida irrecuperable; sin embargo, no nos resignamos: hicimos el intento y fracasamos. Desde entonces, nos consagramos, día y noche, al cultivo de su recuerdo”.

Mientras hablaba, la anciana dejaba que sus dedos amarillos se deslizaran sobre la fotografía. Imaginé un mundo de saña en aquella caricia prolongada. Busqué y no encontré huellas de amargura en la superficie de su rostro pálido, casi transparente. Confundido me asomé a la orilla de sus ojitos grises, y solo pude ver mi doble rostro flotando en la superficie de un pozo de aguas sucias.

Aturdido me alejé del corredor y durante un rato permanecí de pie, recostado a un naranjo, contemplando el amontonamiento de nubes en la colina de enfrente. El gris torcaza anunciaba una tarde lluviosa. Y el río que bramaba abajo en la ladera, con su carga de troncos, ovejas y miles de hojas secas, se había convertido en un obstáculo para mi huida: el único puente había sido arrastrado por la crecida, media hora después de mi llegada. Así que, me vería obligado a pasar la noche y el día de mañana y la otra noche bajo el techo de aquel manicomio.

Por un momento llegué a pensar que la anciana deliraba. Descarté esta idea y la sustituí por otra más tranquilizadora: no queriendo admitir el avance de su ceguera, la anciana actuaba con naturalidad, razón por la cual podía confundir el primer plano de un perro ovejero con el perfil de su único hijo, muerto la tarde de su quinto cumpleaños.

Arreció la lluvia, y como fiera enjaulada recorrí pasillos, salas y aposentos, y pude ver, colgados a las paredes, adornando une repisa o la esquina de una mesa, pude ver: bozales, cadenas y collares, estatuas de barro, máscaras y figuras de porcelana, fotos ampliadas, dibujos y grabados… La acumulación de signos de aquel extraño culto familiar aumentó mi desconcierto. Aquella noche dormir hubiera sido un acto temerario. Presentía que al cerrar los ojos, una avalancha de perros ovejeros entraría por la ventana, a dentelladas y mordiscos destrozarían las imágenes más queridas de mi sueño.

Con la agudeza de pensamiento producida por las noches en blanco me di a la tarea de buscar una explicación satisfactoria al asunto perros. Antes del amanecer, mis conjeturas se habían canalizado hacia dos posibilidades. Primera: la pareja, ante la imposibilidad de tener hijos, decidió adoptar el perro ovejero. Segunda: la mujer, efectivamente, parió el perro. En cualquiera de los casos, la muerte había aportado un final decente.

Me levanté muy temprano, hambriento y fatigado, dispuesto a no dejarme ganar por la locura. Esperen, no se vayan. Existe una tercera posibilidad, la vislumbré al final del desayuno cuando todos nos echamos a ladrar.

 

Del libro Cabeza de cabra y otros relatos (Monte Ávila Editores, 1993)

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