Yo soy la rumba, de Ángel Gustavo Infante

02/ 03/ 2013 | Categorías: Capítulos de novelas, Lo más reciente

Ahora entiendo por qué Alfi no me trajo la batería desde San Francisco. Sus razones fueron tan pobres que sólo un niño como yo pudo creerlas: el bombo no cupo porla escotilla del submarino.

Lo explicó en una carta larguísima donde ademáas hablaba de una Nueva Era. De la Generación Underground. Del movimiento subterráneo que había cambiado su vida. De una Luz Divina que le había señalado el camino del Amor y la Paz…

Yo los imaginaba —Alfi and his brothers o Alfi´s Company— viviendo como topos bajo las alcantarillas de todos los pueblos de California. Mamá no comprendía. Lloraba. Volvía a llorar. Seguía llorando, recontralloraba. Y así, en ese llanto creciente, pasaba los días entretenida.

Mientras mamá inundaba la casa, yo releía la carta y nadaba en los sueños de colores de ese nuevo mundo, devoraba hongos en Sausalito con Carlos Santana y presenciaba una noche diabólica en el Filmore West. La nueva vida de Alfi me daba una nota increíble y lo decía públicamente en la escuela: mi hermano mayor es Hippie.

La Gorda Elisa, amor secreto de Alfi y principal promotora de sus anhelos ultramarinos, también leyó la carta y revisó las postales con detenimiento. Comprendió menos que mamá, pero no lloró. Se limitó a suspirar. Y un velero tan grande como el buque escuela Simón Bolívar encalló en su corazón.

A pesar de todo, la Gorda Elisa siguió frecuentándonos con la misma religiosidad y el mismo objetivo: alimentar a mamá. Todos los días se aparecía con una taza de sopa, después de despedir a su marido, el señor don Felisberto Hernández, de profesión heladero, y que sólo por coincidencias del destino llevaba nombre de escritor uruguayo.

Al buen Felisberto, que en su infeliz vida no tuvo más propiedad que las cuatro tablas donde vivía, lo afectó indirectamente el cambio de Alfi. La decisión de su mujer lo sumió en una terrible depresión. Le sucedió lo que a cualquier mortal le puede suceder: La Gorda Elisa lo echó de la casa.

La inmensa mujer se sintió defraudada por aquel a quien ayudó a formar, a criar a imagen y semejanza de Felisberto pero con verdadero brío viril, naval. presa de un extraño despecho, nadie supocómo ni cuándo comenzó a enamorarse perdidamente de otro. No sólo de uno ni de dos. De muchos. Se metió a puta.

La Gorda Elisa siempre tuvo debilidad por los uniformes y aquí encontró el pretexto para medírselos. Sin reparos jerárquicos, por su cama revuelta como un mar picado navegaba desde un simple grumete —como Alfi era antes de zarpar—, hasta un Maestre o algún Comandante oveja negra que se atreviera a entraren ranchos sin ser reportado y arrestado.

A La Gorda no le importaba el rango, con tal de que usaran el uniforme para navegar con buen tiempo. Descubrí sus inclinaciones gracias a mi ojo mágico, que a su vez había descubierto en el altar de mamá al lado del ánima sola.

Enfocando bien comencé por observar con absoluta nitidez los fracasos que desvelaban al aburrido Felisberto, a quien de nada le valió ser buena persona y marido ejemplar: la brisa jamás estuvo a su favor, no logró cruzar la tempestad de Elisa La Gorda y ella lo despidió en la nave del olvido.

Gracias a la capacidad de mi ojo mágico, más de una vez fui pasto de las llamas —como las que envuelven al ánima sola— y apagué el ardor con mi mano poderosa. Tal era la calidad del visor que los Dioses tuvieron a bien concederme que, además de las imágenes, registraba los sonidos.

La Gorda llamaba a bordo al marinero de guardia, patrullaban las costas húmedas y saladas, aceleraban a fondo para devolverse y cuando ya estaban a punto de llegar a puerto, obligaba al cliente—tripulante a cantar las letras previamente aprendidas:
El cliente—tripulante: Los cadetes tienen sable y la guardua su cañón.

La Gorda Elisa: Vamo a ver a los cadetes que hoy están de graduación.

El cliente—tripulante: Los cadetes se preparan pa servirle a la nación.

La Gorda, después de repetir el estribillo: Vamo a ver a los cadetes que hoy están de graduación, cerraba con voz entrecortada: Pero lo que más me gusta y me llena de emoción es que pasen por mi casa en correcta formación.

Yo, entonces, dejaba el ojo mágico, corría hasta mi batería (un viejo asiento rodeado de potes de leche y una tapa de olla amarrada a un listón del techo) para dar el repique final y rematar con el platillo.

Más allá de los acantilados, la marea subía hasta el copete de la cama y ambos atracaban felices.
Alfi regresó de Estados Unidos y se provocó un accidente con una de las poleas cuando descargaban el submarino en La Guaira. El nudo de hierro apenas lo rozó y estuvo inconsciente una semana. Pudo haber muerto. Después de varios exámenes se le concedió un permiso especial y luego la baja.

Estaba más grande. Había vivido dos vidas: subterránea y submarina. Ahora emergía a nuestra casa como un desconocido con un cargamento de discos, afiches, incienso, vicios y virtudes importadas. De tanto andar por debajo de las cosas le había quedado el silencio y una sonrisa extraña.

Mamá continuaba llorando. La acompañé en varios llantos con mis baquetas sobre el mueble roto que finalmente me regaló para descargar la fibra loca y musical que me brotaba por todas partes, y para descargar, además, la frustración por la batería que Alfi no me trajo.

Continué enfocando mi ojo y presencié el reencuentro de Alfi and La Gorda: guardaron silencio y en cueros se devoraron toda la tarde bajo el incesante repique de mi timbal. Así visualicé diversos sucesos. Entre éstos, el más extraodinario fue el de los marineros. Desde entonces, mi vida no es la misma:

Fueron tres los marineros. Estoy seguro. Mi ojo mágico es infalible. Pertenencían al mismo contingente de Alfi. La GOrda Elisa les hizo un precio especial. Habían reenganchado. Debían celebrarlo. Aceptaron la oferta y desaparecieron. En la Escuela Naval los dan por desertores. Ojalá no aparezcan: las celdas del Cuartel San Carlos los esperan.

Todo el mundo estaba alarmado. Aterrorizado. De un momento a otro, batallones de policías militares invadían las casas, roleaban a quien no les permitiera las pesquisas. Acaso esperaban encontrar sus picadillos en las medias de algún marido celoso, congelados en las neveras o enconchados en el tradicional escaparate de una amante. Eran incansables. Sabían que este fue el último lugar donde estuvieron después de los bares de la Baralt.

La cosa era seria. Nos amenazaban con los Marines. Así lo vomitó un sargento —con el rostro inflado como una bomba de sangre— sobre las caras pálidas de la vecindad. ¿Por qué esos muchachos no se quedaron tranquilos en la Plaza Diego Ibarra conquistando caraqueñas, recordando o inventando chistes? No. Algo les faltaba si no se arrastraban hasta aquí, llenos de anís, locos por montar a la Gorda.

Tres por el precio de uno. Les había mandado a decir con Alfi. Los muchachos se alborotaron y acordaron reunir el dinero en la próxima franquía. Se repartieron entre el terminal del Nuevo Circo, la plaza y las torres de El Silencio. A pesar de todo, aun los marienros inspiran respeto y, a veces, lástima. Los incautos contribuyeron con los tres pasajeros, imaginando el típico abrazo familiar en pueblos escondidos.

A las dos horas habían rebasado la tarifa de La Gorda Elisa y corrieron a brindar. Antes, le encendieron velas a su patrona la Virgen del Valle, en la iglesia de Santa Teresa: necesitaban fuerza, entereza, resistencia y buen tiempo, para demostrarle a La Gorda sus destrezas navales.

Uno de ellos era el vocalista de la orquesta en la Escuela de Grumetes en Catia La Mar. Cada domingo, en el casino, divertía a los visitantes con canciones románticas. Al terminar de subir y pisar tierra firme, oí su voz. Era la canción que hacía llorar a las novias de los internos. Aborrecía aquella voz como a una mujer fea y pegajosa que hace regalitos inútiles.

Mujer si puedes tú con Dios hablar pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar y al amr espejo de mi corazón las veces que me ha visto llorar la perfidia de tu amor. Después de oír aquella letra, mi boca se llenó del sabor de la Emulsión de Scott. Qué asco.

Ya La Gorda no los esperaba. Estaba sepultada en su cama y ellos, en un rapto de indisciplinada anisada, acribillaron el techo a piedras. Algunos cayeron sobre nuestro zinc y mamá, desde la inconsciencia del suño, repelió el ataque con algunos proyectiles de salva, muy olorosos por cierto.

Salté hasta mi ojo mágico. No podía marcar la entrada con los palos, mamá podía despertar, tendría entonces que hacerme el dormido y dormir de verdad—verdad sin asistir al espectáculo: allí estaba la marmota convertida en mujer recibiendo a los tres marineros, visiblemente excitada ante la impecabilidad de los uniformes. Inmediatamente comenzó a ejercer su ninfomanía militar.

Ni una insignia consiguió la policía en la pieza de Elisa. Ni una chapa de identidad ni los lentes del tercer marinero. Nada. Ni el más mínimo indicio de que estuvieron allí la noche del trece de abril. Nada. A los tres hombres se los tragó la tierra.

No fue así. Soy el único testigo. No fue la tierra: fue Elisa La Gorda en pleno dominio de sus facultades.

Desde que despidió a Felisberto, comenzó a ejercitar el ensanchamiento vaginal para aprovechar al máximo su placer predilecto: la penetración simultánea de miembros y dedos, manos y muñecas, antebrazos y codos, hombros y hombres.

Cualquier falo inserto con el mayor empeño, pasión o frenesí, era insuficiente. Ante tal limitación, La Gorda comenzó a levantarse muy temprano para preparar sus duchas vaginales y diversas lavativas se mandaba hasta bien entrada la tarde.

No comía. Seguía engordando. Yo probaba la sopa de mamá a ver si contenía el residuo de aquellas aguas. Pero, hay que reconocerlo, Elisa siempre fue legal y honesta en nuestra alimentación.

Los caldos jamás recordaban la vulva rosada que, extendiéndose hasta las rodillas, se abría como una enciclopedia. En ciertos momentos parecía arrastrar a una criatura, un fibroma envuelto en placenta e incluso una réplica de la mujerzota: un doble naciéndole bajo el pubis tan grande como una coliflor australiana.

Al terminar el lavado, comenzaba a estimular el clítoris: en las horas más secretas de la tarde le crecía un cacho púrpura, como el miembro de un pollino, y utilizando todo tipo de artefactos se prodigaba los placeres más extraños y —al parecer— exquisitos: se masturbaba como cualquier hombre con guantes de goma, usando ambas manos a la vez con movimientos recios; se aplicaba frascos enteros de mostaza en tan desmesurado órgano y luego lo lamía emitiendo chillidos agudísimos que hacían estallar los cristales y paralizar a los humanos.

En el clímax subía al escaparate, cuyas patas había tenido la prudencia de reforzar, se acostaba boca arriba y el clítoris saltaba como un resorte hasta las olas metálicas del zinc, la marea del sol sobre las láminas le producía convulsiones y con magistrales movimientos pélvicos evitaba zozobrar o estrellarse contra los acantilados de las paredes repletas de santos en el cuarto del altar.

Mi ojo mágico lograba ver eso y mucho más. Al poco tiempo comenzaron los ejercicios de penetración. Primero se estrenó con instrumentos de cera: midió el grosor de las lamparillas «Virgen de la Coromoto» e introdujo una cajita completa cuyo contenido es de diez unidades.

Días después, cuando ya había asimilado toda la cera de las lámparas y de los labios ya no colgaban los restos de esperma seca, observé cómo introducía con destreza una cadeneta de velas blancas amarradas unas a otras por las mechas.

A la vuelta de ocho días ya había procesado el material. Se sentó bien abierta frente a mi ojo y pude apreciar, más allá de las carnosidades antes descritas, un túnel brillante con paredes y una pequeña luz al fondo como si una de las lamparillas hubiera quedado encendida, pero advertí —exigiendo de mi ojo el mejor foco— que se trataba de luz natural. Entonces, al mirar su rostro tuve una iluminación: la luz le entraba por la boca.

Por su parte, la mujer se preparaba para meterse lo que en un principio consideré lo máximo. Lejos de conocer mi estrechez imaginativa, Elisa colocó ante sí —y ante mi ojo mágico al otro extremo— un inmenso rolo de mortadela aún envuelto en plástico y con sendos remaches de metal en las puntas.

Con mucha paciencia, saliva y una flexibilidad corporal envidiable, fue embutiendo el embutido de su cuerpo. A los pocos minutos vi desparecer el segundo remache dentro de esa planta carnívora, origen de la raza humana.
Aún no me explico cómo no ingresé en un sanatorio o, en el mejor de los casos, a un monasterio. Presenciar semejante espectáculo no es dado a cualquier mortal.

Hondas cavilaciones acompañadas de calenturas, delirios, marchas sonámbulas e insomnios devastadores (Durante los cuales intentaba componer una pieza magna para percusión que lograra expresar todo el desequilibrio, la pasión, el ardor del que fui contagiado por esa Diosa grotesca llamada Elisa), me mantuvieron alejado de mi ojo mágico.

Ante la impotencia por el desconocimiento de notas y claves musicales, atribuible a mi corta edad, quedé absolutamente convencido del escaso valor del hombre. Sintiéndome como un miserable gusano, resolví volver a mi escondite para presenciar la hazaña más espeluznante que ojo humano alguno haya registrado en la historia:

A discreción. Firmes. Los tres marineros ante ella. En mi boca, el mal sabor del aceite de bacalao. El cantante dominical abriendo fuego: Mujer si puedes tú con Dios hablar…

Los otros saltando, tomando distancia, pelando las bayonetas. La Gorda Elisa los hizo modelar, los alineó a su antojo, les bajó los pantalones hasta las rodillas y untó los tres miembros de mostaza. Comenzó a lamerlos tres en boca simultáneamente como un adelanto de sus servicios.

Los mástiles potentes, bien desarrollados, se hundían hasta la raíz y el cabello de Elisa se confundía con los vellos púbicos de los navegantes.

De repente, el aullido. La pantalla del televisor explotó al unísono con los anteojos del tercer marinero.

Los hombres perdieron el sentido.

Quedaron paralizados.

Luego, encantados por preciosas melodías —que no eran más que los estertores guturales de La Gorda inundada de semen— y con fuerza inusitada, a la voz de inmersión, uno a uno fueron traspasando la escotilla vaginal y, sin mayores esfuerzos, desaparecieron.

La gran boca desdentada se los tragó y La Gorda acabó con la paz. La Armada está alarmada. Su orgasmo duró quince días y produjo deslizamientos de tierra, eclipses de luna, maremotos.

 

Al final, violentas tempestades lograron alterar los puntos cardinales del país, anteriormente ubicado al Sur del Continente Americano y al Norte de la América del Sur.

Del libro Yo soy la rumba (Grijalbo Mondadori, 1992)

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