Anuncios reales, por Roberto Echeto

01/ 04/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, Opinión

Caracas es una ciudad patas arriba. Hace años nuestra urbe perdió su futuro, su posibilidad de ser un lugar mejor. Hoy es fácil ver que los sueños de sus habitantes se sumergen en una madeja de edificios horrorosos mezclados con tráfico, humo y basura. Por si fuera poco, la ciudad no tiene dolientes. El espíritu cívico no existe; se esconde por ahí, detrás del desastre.

Sin embargo, y a pesar de la barbarie, Caracas tiene detalles en los que aún persisten la gracia y la alegría de vivir. Ciertamente se trata de pequeños elementos casi invisibles dada la magnitud del desorden urbano en el que vivimos. Tanto rancho y tanta mala vibra no nos dejan ver las maravillas cifradas en ciertos anuncios, en ciertas formas que la manera de ser caraqueña (mezcla de cosmopolitismo, ingenuidad, ignorancia, sentido del humor y vanidad) transforma en «diseño publicitario».

Hoy, al ir caminando por las mugrientas calles de Caracas, todavía es fácil toparse con letreros que le dicen a la gente que en tal o cual sitio venden café, que en aquel quiosco se lee el tarot, que allá se ponen tapitas y se reparan calzados, que en la esquina se alquilan tarjetas telefónicas y que en el banco de la plaza se hacen mechitas para el pelo. Cualquier rincón es bueno para colgar un improvisado anuncio escrito a mano sobre cartón. Cualquier espacio sirve para dejar constancia de que se está haciendo algo por ganarse la vida con decencia, así sea vendiendo baratijas en plena calle. Sin embargo, y a pesar de la abundancia de este tipo de marcas callejeras, todavía hay en los rincones de mi ciudad un espacio para el anuncio un poco más elaborado. Me refiero al que podemos ver en el vidrio trasero de los autobuses, auténtico altar de la poesía urbana contemporánea donde se dan cita los anhelos de la gente resumidos en frases cortas y punzantes… Allá va una unidad que dice por detrás «Ánima de Taguapire, protégeme». A su lado va otra que exhibe un colorido anuncio de «El sabroso». En un semáforo se detiene un autobús que exhibe un letrero en el que puede leerse «Yo soy El fool inyection» debajo de un dibujito en el que aparecen las nalgas exageradas de una mujer. Hacia el oeste pasa otro que dice «Jefferson» en letras coloradas. Allá va uno que grita «Por mis hijos». En la vía contraria rueda otro que dice «El audaz»… Y así todos los días desfilan rótulos móviles que hablan de religión, de erotismo, de malandraje, de lo que se es y no se oculta detrás de una máscara de elegancia. En ese sentido, los mensajes de esos vidrios convierten al cotidiano autobús en un medio de comunicación, en un objeto que carga consigo no sólo a la gente que se mueve de un lado para otro , sino la manera de ser de un colectivo que se niega a perder el sentido cómico de la vida a pesar del tráfico, del calor y de los rigores citadinos. No en vano la publicidad formal ha comenzado a asumir para sí los espacios del autobús.

Pero, este fervor por la Caracas icónica aún no termina. Si continúas caminando, puedes ver que en las puertas de algunos estacionamientos y de ciertos talleres, es posible encontrar una muestra representativa de las artes populares. Me refiero a esas esculturas hechas con piezas mecánicas que representan a unos hombres de latón ora sonrientes, ora severos, pero todos hieráticos en su presencia frontal que anuncia la reparación de silenciadores o la existencia de un espacio libre para aparcar con confianza el carro. Esos muñecos metálicos son nuestra versión criolla del Gólem, del hombre hecho de barro al que su creador le puso la palabra de Dios en la boca para darle vida. También podrían representar nuestra versión venezolana del robot, del Terminator que por no servir para más nada, termina siendo un anuncio callejero y una pieza escultórica merecedora de una sala de exposiciones en cualquier museo de nuestro país…

Si continuáramos caminando por Caracas, veríamos otros prodigios muy cercanos al arte kitsch y a una exageración premeditada de lo real en aras del efecto publicitario y (¿por qué no?) artístico. Eso se percibe en la arepa gigante que está justo al lado de la autopista, entre Chacaíto y Bello Monte, anunciando un restaurant que se llama «El Arepazo». También es evidente en la cabeza de dragón que hace la fachada del restaurant chino «Ho Kow» de Las Mercedes, lugar interesante en vista de que para comer en él, el comensal es primero fagocitado por un dragón de yeso y concreto… Hasta hace poco, podíamos encontrar un ejemplo de la exageración icónica de la que hablamos en la puerta de la, hoy desaparecida, «Tasca Maracaibo», en Altamira. Para acceder a ese local, el visitante debía entrar por la boca de un indio gigante que cubría toda la fachada del edificio. Sin embargo, el local más representativo que se anuncia a través de este tipo de hipérbole publicitario-arquitectónico-escultórica sigue siendo, a pesar de la naturaleza y de la desidia de los gobiernos, «El Rey del Pescado Frito» con su enorme estatua que muestra un pez anaranjado y sonriente que porta con orgullo una corona y un cetro que marcan no sólo el anuncio de un restaurant que está a 45 minutos de Caracas, sino la afirmación de la vida en un lugar donde sólo hubo devastación y muerte. «El Rey del Pescado Frito» es la muestra viviente de que La Guaira y el Estado Vargas están ahí, esperando a ser recuperados para nuestro deleite.

Así, a pesar de la mugre y del desastre en que hemos convertido a Caracas, todavía hay pequeños detalles que se yerguen por encima de los ranchos y de las calles repletas de huecos. Ese algo es la esperanza que se esconde detrás de eso que no vemos porque nos parece normal: El Ávila y los anuncios reales que nos hablan de una vida más amable, más sabrosa, más interesante en este pequeño valle hinchado de autos y de autopistas trocado, casi todos los días del mundo, en un enorme y sangriento cadalso de asfalto.

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