Aspectos generales del cuento, de Matilde Daviú

27/ 05/ 2013 | Categorías: Herramientas, Lo más reciente

(A mis estudiantes del semestre A 03-04 de la Universidad Metropolitana)

Reseñar la narrativa breve desde una perspectiva cronológica para responder a ciertas exigencias académicas, significaría, al menos para mí, enclaustrar al imaginario dentro de una armazón bibliográfica e historicista que nos llevaría a transitar por el tedioso camino de convencionalismos y clasificaciones. No es mi intención ni debe ser considerada así, desacreditar a los innumerables investigadores que le han dedicado tiempo y vida al estudio y minuciosa clasificación de los acontecimientos más relevantes en la historia de un pueblo o de una cultura sino que, por estar el «phantastes» considerado como el ingrediente esencial de la narrativa y por lo tanto del acerbo creativo universal, el cuento ha pasado de ser mito, leyenda y vestigio del ánima del colectivo a un quehacer individual con extraordinarios visos de realismo, adornado y revestido de permanencia memorable. El sólo intento por clasificar el dixit, desatendiendo lo que Jorge Luis Borges llamó lo esencial a la literatura, es decir la poesía y el cuento, nos dejaría sin disfrutar del merecido placer que nos regalaron y todavía nos ofrecen aquellos relatos que viven y perviven más allá de los tiempos. Sólo en este aspecto me permito, con esta breve reseña, trasponer las fronteras de los claustros de bibliógrafos, antólogos e investigadores literarios para acercar a mis estudiantes a ciertas generalidades del origen del género cuento y su periplo intercontinental. Quiero señalar, además, que los cuatro cuentos que he seleccionado para el Curso de Lengua Española, si bien son traducciones del francés y del inglés, responden de alguna manera, a aquellos relatos que causaron felicidad, asombro, placer o terror a los hombres y mujeres que vivieron en la segunda mitad del siglo XIX y que por el estilo, tratamiento de los temas, intensidad y pureza en el lenguaje escrito, llenaron las expectativas de acuciosos críticos para ser considerados cuentos o relatos inmortales.

Los cuentos siempre existieron en la tradición oral y ritual donde mitos y leyendas revelan la energía del pensamiento primitivo y fundamento de la existencia de nuestros primeros pueblos. Sus raíces ontológicas se emparentan con las creencias religiosas y los patrones culturales por donde transita el pensamiento de una etnia o el grupo humano que la conforma. Por esto, el desarrollo de una cultura tribal primigenia o sociedad humana se basará, siempre, en ese pensamiento unificador que la determina y que estará expresado ciertamente en sus tradiciones y su literatura. Y, si lo cuentos tomaron forma expresiva ya fuese en el aspecto gestual, visual o auditivo (como de hecho lo hicieron) alrededor del fuego, donde, en aquél entonces se reunían las primeras tribus, no podemos, bajo ningún concepto, desalojarlos del contexto en que la historia de la filosofía y de los pueblos tanto de Oriente como de Occidente los llevaron a través de los siglos en la memoria colectiva. Ahora bien, el nacimiento y evolución del cuento como género literario comienza, por una parte, con el impacto que produjo en Occidente la traducción de Las Mil y una noches y; por la otra, con la revitalización que hicieran de los cuentos populares los narradores y filólogos alemanes Jacob y Wilhelm Grimm.

Si nos asomamos al despertar del cuento y a los rasgos que le otorgaron forma y categoría artística en la historia de la literatura, no podemos dejar de mencionar a los Cuentos Nocturnos de Hoffmann, a Phantastes de George MacDonald y en particular a Tales de Edgar Allan Poe como los precursores del cuento literario y de la literatura fantástica. Traducido y admirado por Baudelaire y otros escritores europeos, Poe fue el primer escritor en dar una definición teórica del nuevo género cuando, al reseñar Cuentos dos veces dichos (1837) de Nathaniel Hawthorne, consideró a la narración breve en prosa: «…cuya lectura requiere de media a dos horas, logrando un efecto único y singular que produce una impresión de complacencia plena…» como el mejor tipo de composición literaria después de la poesía. Ya para mediados del siglo XIX, el cuento ocupaba un lugar preponderante en el mundo de las belles lettres. El terreno había sido preparado y abonado anteriormente por los «modernos» al pronunciarse a favor de géneros nuevos como el cuento, la ópera y una literatura de entretenimiento. De este modo, la relatividad de lo bello y su concepto se sembraba de significación nacional e histórica poniéndole punto final al debate de lo antiguo y lo moderno en arte y literatura. Cuestionado el fundamento de la ética y la estética clásicas que veían en el culto e imitación de los «Antiguos» el único criterio de belleza afirmando el valor atemporal de sus modelos, lo bello se volvió extraño tal como lo señala el crítico Antoine Compagnon. Pero lo extraño, en estos casos, no quería decir deforme, contrario o rechazable sino la posibilidad de despertar ante una nueva estética, el anhelo por un nuevo gusto o estilo de vivir y de sentir, anhelo que aún persiste en nuestra condición humana y más aún, ahora, cuando el mundo globalizado nos convierte en individuos abiertos a otras culturas hasta llegar a considerarnos como los verdaderos herederos del cosmopolitismo tanto del siglo XX como del XXI. ¿Acaso lo extraño no nos remite a lo que no conocemos, a lo extranjero, a lo que viene de otra parte y no identificamos como nuestro? La traducción abrió las fronteras continentales y estableció los puentes comunicantes entre naciones y civilizaciones de diversas raíces culturales y linguísticas. Así fue como Tales of the Grotesque and the Arabesque (1839) del escritor norteamericano Edgar Allan Poe, viajara al viejo continente (no como polizonte sino como pasajero de primera clase) y se instalara, para siempre, en el selecto mundo literario europeo gracias a las traducciones de Baudelaire y de Chesterton, renovando el género fantástico e influyendo en escritores de renombre universal.

La literatura y el arte, desde la segunda mitad del siglo XIX, incursionaba libremente -siguiendo el pulso de la época, sus gustos y estilo- en el griterío de las tabernas, en el tumulto de las plazas y tejía, sin pudor alguno, la intriga de señores y señoras en un extenso epistolario que reseñaba el malestar de la sociedad europea y la vaguedad del amor. La búsqueda de un ideal y el triunfo del sentimiento sobre la razón, moldearon el espíritu de aquellos hombres solitarios, rebeldes, inconformes, aventureros y apasionados. Por eso, autores tan renombrados como Balzac, Stendhal, Maupassant, Villiers De L’Isle Adam, Pushkin o Chejov, se dedicaron a cultivar el arte de contar y cantar en prosa. Algunos de ellos se vieron empujados y lanzados a vivir en la miseria (aunque nacieran en noble cuna como Villiers De L’Isle Adam) y otros, no por eso con más suerte, fueron sometidos a enfrentarse a los tribunales de justicia donde sus escritos serían considerados como verdaderos atentados contra la moral pública y sus autores juzgados y condenados. Desde entonces, el fenómeno imaginario no podrá desligarse de la actitud de los románticos y se queda, enredado para siempre, en la pasión del hombre por el hombre y el espíritu liberador de la época.

La literatura romántica se alimentará de toda aquella frustración histórica que acompañara a la Revolución francesa, al derrocamiento de la monarquía, al escupitajo en el rostro de la realeza justificando la violencia de los años del Terror con miras a levantar una sociedad fraternal, más justa y libre. Aquellas ideas ilustradas, engendradas en los cubículos de academias, monasterios y bibliotecas se volvieron fuerza social, se lanzaron a la calle y se inmolaron en las plazas públicas. De aquél sangriento capítulo en los anales de la historia occidental, orquestado en muchos casos por un impulso irracional, quedó la desilusión, la estafa moral, el desgaste y la melancolía que un romántico como Baudelaire, bautizara como el spleen o mal del siglo. El hombre, entonces, cae enfermo. Postrado por los efectos de la melancolía o del spleen, demuestra su incapacidad para crear una verdadera novedad. El sentimiento romántico, reflejado en la literatura de fin de siglo, pues la palabra romántico quiere decir «como en los viejos romances», le ha agregado a lo novelesco esa dimensión melancólica y desesperada que resultará inseparable de la fe en el progreso y del reconocimiento de nuestra historicidad sin fin. Nietzsche, al igual que Baudelaire, no verá ni en el progreso ni en la historia, alguna posibilidad de recuperación o salida de la decadencia. La inversión se hará, en términos estrictamente nietzschanos, en los altísimos grados de una conciencia universal: un superhombre que hablara como Zaratrustra. Sólo la religión o el arte, gracias a us poder «no-histórico», se perfilaban como el remedio que curaría al hombre de la enfermedad del siglo y de darle a la existencia, ese carácter de lo eterno que tanto necesita para seguir viviendo.

La estética romántica, si pensamos en el mal del siglo, se basa en el malestar del hombre en la relación que guarda con el tiempo y se hace consciente de la inconclusión de la historia. El romanticismo rechaza a la civilización y recupera la fe en el buen salvaje mientras promueve la fuga y la aventura del héroe solitario en busca del alma nueva. El verdadero romántico quiere la redención y por eso América y los viajes a los mares del Sur se idealizan. Esos lugares se convierten en los escenarios propicios donde el alma enferma pueda atemperar, es decir, romper con el tiempo de la cadena histórica y crea, finalmente, deslastrarse de un pasado pesado y causa del mal que lo aqueja o del llamado spleen baudeleriano. Stendhal define primero al romanticismo como «un arte de presentarle a los pueblos las obras literarias que, en el estado actual de sus hábitos y creencias, son capaces de procurarles el mayor placer posible» y en consecuencia, los autores románticos develaban los rostros ocultos del pueblo, del citadino y del burgués. Por una parte, la intuición prevalecía sobre las instituciones y las academias haciendo estragos en los moldes de la razón y de la historia mientras que la inconformidad, por otro lado, empollaba el gesto vanguardista y el estallido social. Sorprender, desestabilizar al lector y escandalizar al público serán las consignas de la ruptura. El novecientos abría la gran brecha y el río de las nuevas generaciones, atrapadas entre dos guerras, se desbordaban en manifiestos y proclamas contra la rigidez de unos principios que no parecían tener nada que ver con la vida.

«El mundo se va a acabar» escribía Baudelaire en uno de sus diarios presagiando el desastre. El artista debe esperar del futuro la confirmación de sus intuiciones y que se le haga justicia. Por eso, presentar al poeta o al escritor como el profeta de la gloria o del desastre, nos llevaría, sin lugar a dudas, a reformular el mito romántico por excelencia. Vidente de los espacios donde se fraguan las guerras y traza sus mapas la sociedad burguesa, el artista buscará, casi siempre, saldar sus cuentas con gallardía y dignidad. Por ejemplo, para Stendhal, «el escritor necesita tanto coraje como el guerrero» y por eso lo vimos allá, rompiendo barreras, con un fusil al hombro, dispuesto a pelear por la nación, la libertad y la justicia. Reconstruir los sentimientos perdidos y el honor arrebatado por tanta frustración y autoritarismo, hace que el romántico se sienta inflamado de justicia y gentileza. Las lágrimas y los suspiros serán el santo y seña que los convierta en miembros honorarios del club de los deshauciados del sistema social, de los rebeldes por causa ajena y, posteriormente, de las víctimas del spleen o mal del siglo. Con el gesto suicida en cada paso, ojerosos, recorriendo lugares lóbregos otoñales y perseguidos por su propia sombra; podemos recordarlos con la mirada perdida en el recuerdo de amores imposibles o frustrados.

La literatura del siglo XIX se dedicó a involucrar a sus personajes con los temas de amor y muerte, de fantasía y realidad, de pasiones y locura. Por otro lado, los descubrimientos científicos, al tratar de dirigirse al hombre, se humanizan. La atmósfera y el espacio físico donde respiran y conviven los héroes de los grandes relatos de fin de siglo serán, por lo tanto, consultorios, mansiones, castillos, pasillos, parajes solitarios, mazmorras y desvanes. No habrá historias cuyos protagonistas no terminen en la fosa común de los camposantos, en la celda de un manicomio o en las sombrías y lóbregas casas como las que describiera magistralmente el poeta y escritor norteamericano Edgar Allan Poe. En esos peculiares escenarios, vivirá, desde luego, algún fantasma, asesino o rival que compartirá el papel protagónico con la amante tísica o demente. Del mismo modo, en los anticuarios, los espejos reflejarán el pasado de alguna trágica vida y pondrán a temblar de miedo al que se le ocurra mirarse en ellos.

Las mujeres, heroínas de las mejores páginas literarias, vivirán al borde del desmayo. Lánguidas, con las ojeras oscurecidas por la adicción al vinagre, se empeñarán en ocultar de la angustiada mirada del amante, la blancura del pañuelo salpicado por punticos de sangre. Los duelos a revólver entre un caballero ofendido y su rival, no podrán faltar en la literatura de la época mientras los claros de un bosque aledaño les pueda servir de perfecto escenario para lavar el honor manchado.

La traducción al francés que hiciera Baudelaire de los cuentos de Poe bajo el título Histoires Extraordinaires en 1858, influenció a notables escritores franceses y europeos en sus propósitos de desestabilizar a la sociedad burguesa. Sin embargo, esto no fue así para otros escritores como el escocés George MacDonald que logró combinar la fe y la religión con el ingrediente de lo fantástico en personajes muy similares a los de Carrol y que sólo encontramos en relatos mágicos y cuentos de hadas. Para otros escritores, esa influencia fue tan fuerte que ya Eugene Lefébure, en una carta dirigida a Mallarmé, le anunciaba que Villiers De L’Isle Adam iba a ponerse a escribir a la manera de Poe. Estaba claro que la intención de estos escritores, tanto para Mallarmé como para el mismo De L’Isle Adam era, esencialmente, crear en el lector el horror de sí mismo y de la vida que lleva, de la sociedad en que vive y de las reglas que la rigen y alegrarse «…de haber hallado, finalmente, el camino hacia el corazón del burgués.» Parece que todos aspiraban a comportarse como lo hubiese hecho la tribu de indígenas maya cuando, en el Rabinal Achí, le arrancaron el corazón al héroe de todas las batallas. De esa manera se refuerza la idea del civilizado y su nostalgia por el mundo salvaje. «Yo lo he encarnado para asesinarlo con más gusto y más certeza» continuaba escribiendo Villiers De L’Isle Adam en una carta a su amigo Mallarmé: «…Y leerán una cosa que ha conseguido algo de fama entre nosotros, lo cual me afianza aún más en mi idea pues, esa cosa, es más siniestra en su dulzura que el mismo gato negro de Poe.»

A Villiers De L’Isle Adam, no le interesa la exploración del más allá como en el cuento de Poe La verdad sobre el caso de M. Valdemar sino la causa de la resurrección del Amor, considerándolo como un lazo tan fuerte que llega a superar y trascender el hecho físico de la muerte. Aunque en el cuento Vera (Cuentos Crueles, 1838, de Villiers De L’Isle Adam) la verdad que se intenta demostrar esté anunciada desde el inicio del cuento: «El Amor es más fuerte que la Muerte» no creo exagerado decir que el Amor y la Muerte están siempre danzando en un abrazo final. Así, lo extraño y lo sorprendente iban a tener, al fin, connotaciones de belleza mortal que le sirviera de fondo a cuentos y poemas del movimiento simbolista. Sin embargo, temas como este, que han servido de abundante fuente al estudio sobre el erotismo en su dimensión pagana y divina, han pasado desapercibidos por culpa de ciertos «literatosos» que han llevado sus lupas al registro de un corpus literario donde la carga romántico-fantástica quede sólo reservada para la paraliteratura.

En el cuento ¿Quién sabe? (L’Inutile Beauté, 1899) de Guy de Maupassant, la locura individual se nos presenta con ciertas características de ambiguedad pues el protagonista, siendo un loco, no se diferencia en nada de la denominada gente normal aunque «hubiese sido un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, benévolo…» Sin embargo, lo importante de este cuento no radica solamente en la patológica relación que existe entre el personaje y los objetos que lo rodean sino en la terrible escisión que sufre el hombre en su relación con el mundo exterior y los otro seres humanos. La crítica a la sociedad burguesa, complaciente y enfermiza, está caracterizada por esa fragmentación del hombre que ha perdido el sentido de la unidad y su capacidad de amar, para vivir enajenado, rodeado de objetos sin valor y abandonado de sí mismo.

Reconocido el cuento como género literario y gracias a su aproximación al universo poético, no puedo dejar de recordar la respuesta que le diera Jorge Luis Borges a uno de sus interlocutores en el America’s Society de New York a mitad de los 80’s y frente a un numeroso público. Uno de los asistentes le preguntó por qué él, Borges, el gran escritor argentino, nunca había escrito una novela. Y el poeta le reponde, con una voz absolutamente implacable: «Porque la novela es asunto de editores y a mí sólo me interesa lo que es esencial a la literatura: la poesía y el cuento.» Con esto no pretendo insinuar que la novela ocupa, inmerecidamente, el lugar hegemónico dentro de las predilecciones del público lector sino que, ninguno de los otros géneros narrativos está más enraizado a la condición humana que el cuento, puesto que él es, en sí mismo, la síntesis del arte de contar o de narrar. Espero que mis alumnos y lectores entiendan que, más allá del signo y la metáfora, de las fronteras del sueño y de la realidad, el género cuento se sostiene y pervive con la fuerza e intensidad que le es propia y que sólo, sépase bien, su proximidad a la poética le augura.

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