La gramática contra la lengua, por Rafael Cadenas

01/ 07/ 2013 | Categorías: Herramientas, Lo más reciente
Voy a permitirme una afirmación que, al pronto, puede parecer excesiva: en Venezuela nunca se ha enseñado castellano.

Lo que se ha hecho es majar la cabeza de los estudiantes con el estudio que más aleja del idioma -aunque pensemos que debería acercarlos a él- y con mucha frecuencia lo torna aborrecible: el estudio de la gramática.

Esta ha sido una perniciosa confusión.

De lo que se trataba, y así lo indica el nombre de la materia, era de enseñar castellano, pero se tomó el rábano por las hojas.

El absurdo trastrueque ha dado lugar al más deplorable capítulo de nuestra educación.

Hace casi veinte años, Ángel Rosenblat llamaba la atención sobre este problema en La educación en Venezuela – Voz de alerta, libro apremiante que si hubiera sido tomado en cuenta, nos habría puesto en camino de afrontar muchas fallas de nuestra educación que, al contrario, han ido acentuándose sin que hasta ahora se haya intentado seriamente corregirlas. Ignoro qué suerte real ha corrido entre los lectores este libro de Rosenblat. Me refiero al destino silencioso de las obras. En todo caso, la situación con respecto a la lengua ha empeorado.

En el ensayo, más que artículo, «La gramática y el idioma», del libro mencionado, dice Rosenblat: «¿No es inquietante y extraño que siendo la lengua el más portentoso de los dones humanos, su enseñanza en escuelas y colegios se haya convertido en la más ingrata y fastidiosa de las asignaturas? Habría que analizar a qué se debe un hecho tan sorprendente y doloroso.

Se debe, creo yo, a una aberración. Los maestros y profesores han sustituido el aprendizaje y perfeccionamiento de su lengua por el aprendizaje de la gramática. Digámoslo más crudamente aún: en lugar de la lengua, imponen a los alumnos un manualito de gramática, lleno de definiciones absurdas, o por lo menos muy discutibles».1

El ensayo aclara, creo que de manera definitiva, la confusión. La gramática no es la vía para aprender la propia lengua. Ni tampoco, a mi ver, cualquier otra. Rosenblat escoge bien sus testigos. Trae en su apoyo declaraciones de Unamuno, Américo Castro, Rodolfo Lenz, Jacob Grimm, Goethe, Buffon, Pierre Loti, Renan, France, Gorki, Valle-Inclán, Croce, Ortega, Azorín y otros. Todos descalifican la gramática, ya como medio de aprender el idioma materno, ya como materia útil para el escritor.2

Lo que dice Rosenblat, y otros antes y después de él, no creo que lo ignoren muchos maestros y profesores, pero continúan haciendo lo de siempre, martillándoles a los estudiantes una gramática que ni siquiera es parda. ¿A qué atribuir esta obstinación? ¿Estupidez? ¿Fuerza terrible de la inercia? ¿Rigidez esclerótica del sistema educativo que no permite variaciones individuales? ¿Resignación a una rutina a sabiendas de que constituye una pérdida de tiempo? Sea cual fuere la causa, son poco disculpables. Habría que hacerles ver que su tarea es enseñar un idioma, el que ya hablamos, pero que cada día se nos vuelve más extranjero, que deben prescindir de la gramática, aunque podrán usar algunas nociones básicas, y que para enseñarlo tienen antes que conocerlo, es decir, hablar y escribir bien. Aquí comienza la dificultad que el Estado no ha tomado nunca en consideración, pues asunto de Estado es la lengua. ¿Conocen bien el castellano los maestros y profesores encargados de su enseñanza?

La tarea es capital. Ya Nietzsche encarecía, con su vehemencia característica, la importancia de la lengua: «Hoy todos hablan y escriben naturalmente la lengua alemana con la ineptitud y la vulgaridad propias de una época que aprende el alemán en los periódicos. Por eso el adolescente que está creciendo y está dotado más generosamente, habría que colocarlo por la fuerza bajo la campana de vidrio del buen gusto y de una rígida disciplina lingüística: si eso no es posible, prefiero entonces volver en seguida a hablar en latín, ya que me avergüenzo de una lengua tan desfigurada y deformada.

Una escuela mejor no podrá tener otro objetivo a ese respecto que el de llevar al camino recto, con autoridad y rigor digno, a los jóvenes lingüísticamente corrompidos y exhortarles así: «¡Tomad en serio nuestra lengua! Quien no consiga sentir un deber sagrado en ese sentido no posee ni siquiera el germen del que pueda surgir una cultura superior».3

Nietzsche lanza innurnerables saetas contra el periodismo. Es su costumbre; pero hoy me parece necesario atemperar sus afirmaciones. Hasta habría que responder, con pena, a su clamor, el clamor de la gran cultura, recordando que el lenguaje del periodismo, a pesar de sus defectos, es en general más rico que el usado por el hombre corriente. Ante el empobrecimiento general, lo que Nietzsche estigmatiza ya no es tan pobre, ocupa como un lugar medio entre la alta cultura y el nivel general. Es en este último donde deben estar sonando todas las alarmas que no se oyen, las alarmas que anuncian el hundimiento.

Me ha llamado mucho la atención la importancia que le otorga al bachillerato. Lo considera el eje de toda la educación, y por eso fustiga al de su época, ¡al bachillerato alemán del siglo XIX!, por no estar a la altura que una verdadera formación exigiría. La conclusión a que llega Nietzsche no puede ser más oportuna ni valedera ni dramática para nuestro ámbito: «El bachillerato ha desatendido hasta ahora el objeto primordial e inmediato, de que arranca la cultura auténtica, es decir, ha desatendido la lengua materna: le falta así el terreno natural y fecundo en el que pueden apoyarse todos los esfuerzos culturales posteriores».4 Aquí Nietzsche viene en apoyo de una idea que ha ido afirmándose en mí, la de que no es la lengua una materia más que deba estudiarse como cualquier otra, sino la materia de las materias, el instrumento que permite todos los demás estudios, la base del edificio, o mejor, del templo, y merece una consideración diferente, pero teniendo un cuidado sobre el que Bollnow nos avisa: una «educación idiotmática demasiado consciente» tiene un peligro, el de dirigirse con exclusividad «a la belleza y elegancia del lenguaje», lo que puede conducir al «riesgo típico de la retórica, del habla afectada, del placer inspirado por la palabra sonora y bien formada que se desliza sobre las cosas, más aún, que se aparta de su objetivo propiamente dicho en aras del placer brindado por una bella formulación. He aquí el curioso peligro que implica todo cultivo en exceso consciente del lenguaje. El lenguaje se convierte en objetivo de sí mismo». Bollnow considera perjudicial ese cultivo de la lengua, pues lleva a «la vacuidad del palabrerío». El objetivo es lograr no «la expresión bella sino la exacta y acertada».5 Lo que Bollnow procura es prevenirnos contra el narcisismo de la lengua, contra la lengua convertida en fin de sí misma. Pero estamos muy lejos de ese peligro: sólo acecha a culturas de buena formación lingüística. En Venezuela tenemos que empezar por el primer peldaño: por mejorar nuestra propia lengua. ¿Y cuál es la vía natural para su enseñanza? Pues la lectura. No nos andemos más por las ramas. No sólo es la vía natural sino la única. En ese punto no existe duda entre los que se han ocupado del asunto.6

Lectura, pues, lectura constante, lectura atenta al lenguaje, lo cual supone que el maestro o el profesor sean lectores, y aquí comienza otro escollo. ¿Cuántos lo son en verdad? Tendrían que gustar de los buenos escritores para poder contagiar a los estudiantes, pero esto nos conduce a otro aspecto del problema: la enseñanza de los que van a enseñar, el educar al educador.

Con respecto a la lectura habría que seleccionar obras que interesen al estudiante. Tal vez sea mejor que comience por leer obras modernas y vaya luego adentrándose en el mundo de los clásicos.7 Me parece absurdo obligar a estudiantes que nunca han leído un libro, ni siquiera moderno, a leer el Mio Cid sólo porque lo exige un programa necio. Es preferible que el viaje sea desde nuestro hoy al ayer. El centro de la clase de castellano sería entonces la lectura y la conversación, sí, la conversación, que es necesario reivindicar,8 en torno a lo leído, sin perder de vista el hecho de que la lengua rebasa la idea de materia de clase.

En todo caso, si no es posible romper con la inercia y continúa la dictadura del recorrido usual, debería hacerse una selección que se adapte al estudiante, y más limitada, para lograr que las obras sean realmente leídas. Los programas suelen ser muy extensos y las clases de literatura se limitan a suministrar una información inútil. Sin lectura constituyen una pérdida de tiempo. Es mejor que el estudiante de bachillerato lea bien tres o cuatro libros por año a que pase en volandas sobre reseñas y capítulos de obras, por cumplir con un estúpido requisito meramente formal.

¿Cuál es la finalidad de una clase de literatura? Pues hacer que ésta se convierta en un goce para el estudiante. Es el primer paso y el más importante. Lo demás viene después si ha de venir, y si no, no importa, siempre que el primer paso tenga la firmeza necesaria como para sostenerse a través de los años. Es decir, métodos, críticas, análisis profesionales no deben anteponerse al hecho primario del goce que proviene del contacto con la obra de los escritores. Ellos -sería descaminador olvidarlo- no han escrito nunca para especialistas, para profesores o estudiantes de letras, sino para los hombres. Volvemos siempre al mismo punto: para crear afición por la literatura, quien enseña debe tenerla. Tornamos a lo que surge y resurge como requisito imperioso. Se necesitan maestros y profesores que tengan un gusto genuino por la literatura, pues sólo ellos podrán comunicarlo, y no transmisores mecánicos de nociones recogidas en universidades o pedagógicos. Éste no es un problema de técnicas o metodologías o programas sino de sensibilidad. La sensibilidad es el elemento que no puede estar ausente.

Así pues, habría que preparar a las personas que van a enseñar, creando en ellas el gusto por la lengua a través de la única manera que conozco: la lectura de los mejores escritores y traductores.

Los programas también deberían ser revisados. Son irreales. Por pretender abarcar demasiado les indican a los estudiantes gotas de este o aquel escritor, pero nunca un vaso completo de su buen vino. Sería preferible que el estudiante leyera tres o cinco obras en un año que diez pasajes.

La clase ha de ser algo vivo. Si no, es mejor esperar hasta tener las personas que puedan hacer este trabajo. Un trabajo más importante que el también muy útil de hacer casas y edificios, pues tiene que ver con la construcción interna de los seres, por lo que ninguno puede igualársele. A menos que prefiramos la solidez de las ciudades -que nadie osaría impugnar- a la solidez de las personas.

Después tocaré de nuevo, en forma más amplia, estos aspectos de la enseñanza de la literatura.

 

Notas

1. Ángel Rosenblat: La educación en Venezuela – Voz de alerta. Colección Cuadernos del Colegio de Humanistas de Venezuela, p. 51. Posteriormente, en 1981, esta obra fue reeditada por Monte Ávila. Dicha edición incluye otros trabajos muy valiosos sobre el mismo tema.
2. Recomiendo encarecidamente el libro de Rosenblat a todos los maestros, profesores, estudiantes y a todas las personas vinculadas con la educadón. El ensayo «La gramática y el idioma», aunque breve, es muy completo. Dice Rosenblat que si bien la gramática no enseña a hablar o escribir la lengua materna, tiene un enorme interés, puesto que trata sobre su estructura y funcionamiento. Propone mucha lectura, copia, escritura, redacción, composición, y «habituar al alumno a hablar bien, a expresarse con corrección, a pronunciar decorosamente, a enriquecer su lengua» p. 61. Rosenblat considera que es el maestro, no el estudiante, quien debe saber gramática para utilizarla cuando lo crea oportuno, y que la «formación del maestro debiera estar centrada en la amplia educación de su lenguaje» pp. 62-63. Afirma que se debe «enseñar las líneas generales del sistema gramatical, pero con moderación, con criterio descriptivo y funcional» p. 63. Preferiblemente a estudiantes que ya hayan cumplido los catorce años, y añade: «La doctrina gramatical como teoría, junto con una formación lingüística general, queda reservada para la universidad y los institutos de formación del profesorado» p. 63.
3. Federico Nietzsche. Sobre el porvenir de nuestras escuelas. Tusquets Editor. Barcelona, pp. 72-73.
4. Op.cit.,p. 83.
5. Bollnow. Op. cit., p. 192.
6. En Literatura y Educación (Editorial Castalia), dice Eugenio de Bustos que «la literatura ofrece los mejores modelos de expresión que son posibles en un determinado código lingüístico y, de modo recíproco, …sólo desde el conocimiento de la lengua es posible abordar el literario» p. 73. Esta obra trae muchas otras opiniones en igual sentido, pero sólo citaré dos más: «la literatura es el mejor -seguramente el único- instrumento para perfeccionar nuestra expresión; para terminar con la penosa inseguridad del español en la lengua hablada y en la lengua escrita», afirma Guillermo Díaz-Plaja (p. 88). «Es imperdonable que un universitario no sepa expresarse con la corrección debida. Desgraciadamente esto es frecuente y es que no bastan los niveles lingüísticos familiar y académico que el universitario usa habitualmente. Es imprescindible que llegue al nivel estético por medio de la lectura. Aquí está la única fuente de superación dentro de la lengua. No se trata de convertir al universitario en escritor, sino de aprovechar el caudal inmenso de los literatos para hacer más correcta, más elegante, más precisa la lengua habitual de cada uno.» Rosa Bobes Naves. pp. 58-59.
7. En los autores modernos podemos aprender el castellano vigente. «Han sido ellos los que han forjado el castellano del siglo XX, y leyendo sus obras enriquecemos constantemente nuestro léxico, construimos nuestras frases con sencillez, con naturalidad.» Rosa Bobes Naves.Ibid., pp. 58-59. Además «el alumno -dice ella- acepta de mejor grado leer a un autor moderno o contemporáneo que a un autor del siglo de oro». Ibid.,p..58.
8. Al hombre se le debe educar «en primerísimo lugar en el aprendizaje de la conversación; en la capacidad y la disposición de la conversación genuina, puesto que únicamente así puede llegar a perfeccionarse su esencia». Bollnow, op. cit., p. 119. Heidegger dice que «únicamente en cuanto conversación es esencial el lenguaje». Ibid., p. 68. Sólo «en la conversación alcanzamos nuestra humanidad». Ibid., p. 68.
Del libro: En torno al lenguaje, de Rafael Cadenas (Universidad Central de Venezuela, 1984)
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3 Comentarios a “La gramática contra la lengua, por Rafael Cadenas”

  1. Octavio Alonso dice:

    Estimado Rafael Cadenas.

    Leí atentamente su ensayo. Estoy completamente de acuerdo con usted en el hecho de que se debe hacer de la enseñanza de la lengua una experiencia viva, no sólo en Venezuela sino en toda Latinoamérica.

    No comparto su opinión respecto a que la enseñanza de la gramática sea algo “aborrecible” (claro que no en todos los casos).

    Creo que la idea en la que se asocia la lengua y la literatura sin pensar en la gramática (o estructura de la lengua) alimenta esa aversión que usted intentó mostrar.

    Hay un mal entendido al respecto, me permitiré citar a un lingüista:

    “El más atrasado de los bosquimanos de Sudáfrica se expresa en las formas de un rico sistema simbólico que, en lo esencial, se puede comparar perfectamente con el habla de un francés culto. No hay para qué decir que los conceptos más abstractos no se hallan representados tan abundantemente, ni con mucho, en la lengua del salvaje; y ésta carece asimismo de esa riqueza de vocabulario y de esa exquisita matización de conceptos que caracterizan a las culturas más elevadas. Sin embargo, esta especie de desenvolvimiento lingüístico que va corriendo paralelamente al desarrollo histórico de la cultura, y que en sus etapas más avanzadas asociamos con la literatura, no pasa de ser algo superficial.”
    (Edward Sapir. [1921]2004. El lenguaje. México: FCE. p.30)

    Saludos desde México.

  2. Kevork Topalian dice:

    Cada vez que me encuentro con un caso en que determinado autor cree preciso «atemperar» alguna afirmación nietzscheana no puedo evitar una profunda decepción. El lenguaje periodístico y el de los medios de comunicación es el lenguaje corrupto en sí. En lo que atañe a prejuicios del idioma, es una momia más muerta que el diccionario mismo. El curso evolutivo del idioma en el periodismo es siempre hacia abajo, el idioma degenera en pendiente constante a través del tiempo a la misma tasa en que lo hace el lenguaje periodístico (esto es además muy fácil de ver). La petrificación pseudocientífica de la lingüística encuentra su sanción en el lenguaje periodístico. Éste es un reflejo de ese «nivel general», es una cota, una tranca para cualquier aspiración superior –pero hay más: el lenguaje periodístico es de hecho inferior a eso que en este ensayo se llama «nivel general». Esto nos dice Nietzsche; aquí no hay nada que atemperar.

  3. Antonio Peña dice:

    Estimado Rafael Cadenas:

    Más que estimado, debería decir «admirado», sobre todo por su poesía.

    Soy traductor, también escribo; pero además también en cierto momento fui profesor en la UCV en la misma escuela donde me gradué (Idiomas). Y también reflexioné bastante sobre estos mismos problemas en la educación, en general, y en la enseñanza del castellano, en particular.

    Sólo quiero decirle que coincido totalmente con sus puntos de vista.

    Su primera afirmación no es para nada excesiva: En Venezuela, no se ha enseñado, desde hace 14 años por lo menos, a disfrutar de ese «goce» de descubrir la riqueza y la risa del castellano. En Venezuela, los supuestos profesores de «bachiburrato» comienzan a hablarles a los muchachos del Mio Cid o el Quijote, y no toman en cuenta que existen excelentes novelas cortas, como Piedra de Mar, de Massiani, que serían mucho más asequibles para esas jóvenes mentes.

    En fin, coincido con sus puntos de vista.

    Muchas gracias por este artículo.

    Antonio Peña

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