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Banquete en el pantanal

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En África, los elefantes caminan cientos de kilómetros para encontrar un lugar en donde beber agua, bañarse y jugar con otros animales. En el camino, pasan por muchos peligros para llegar a esos pantanales, por esto la manada debe ser muy precavida, muchas especies estarán allí acechando y esperando algún descuido para devorarse al elefantito juguetón. Menos mal que yo no tengo que caminar cientos de kilómetros porque solo son ocho cuadras de la mano de mi mamá y mi hermano Dani.

Miro el cielo mientras floto en la playa. Casi siempre es todo azul con un sol que me hace arder los hombros y los cachetes, pero hoy está muy gris. Mamá dice que papá está allá arriba, aunque yo jamás lo he visto. Lo imagino escondido detrás de alguna nube, acechándonos como los cocodrilos a los antílopes cuando beben agua en el pantanal. Más bien, yo creo que él está allá abajo, en lo profundo del mar, en donde el agua es azul muy oscuro, porque creo que cuando morimos volvemos al agua de donde vinieron nuestros ancestros.

Me gusta el bamboleo de mi cuerpo cuando floto en la orilla. De vez en cuando la mano de Dani me agarra del tobillo y me jala hacia donde él está para no irme a lo hondo y terminar en el medio del Caribe. A veces, las olas me hacen perder el equilibrio haciendo que el agua salada me entre por la nariz. Con los brazos y las piernas abiertas como una estrella de mar, cierro los ojos y, desde la oscuridad, aparece un tiburón blanco que nada a toda velocidad con la boca abierta; cincuenta y seis kilómetros por hora, hacia mí. El susto me hace plantar los pies en el fondo, levantarme con los ojos pelados y voltear rápido hacia el horizonte para verificar que no hay un monstruo del mar a punto de comerme. En realidad, yo sé que eso es imposible, en el Caribe no hay tiburones blancos porque el agua es muy caliente para ellos. Lo que sí hay, y no me dan miedo, son delfines pico de botella. Pongo mis manos en forma de binocular, a lo mejor hoy sí logro ver alguna aleta de delfín. Papá decía que eran sus favoritos y que los veía todo el tiempo saltando las olas que hacen los barcos al navegar. Guardo el binocular, me doy la vuelta y observo el cerro que separa la costa de la capital. Es como un arbusto gigante muy tupido y verde. Me pongo a imaginar a todos los animales que se esconden allí: colibríes, cristofués, rabipelados, perezas, araguatos y mapanares; todos escondiditos de nosotros los humanos, el verdadero peligro de la naturaleza. Entierro mis pies en la arena y agarro montoncitos con los dedos. Imagino a los cangrejos enganchándose en ellos y jalándome al fondo del mar. A través de la nube de arena que se forma en el agua, busco mis pies y me aseguro de que no hay ningún peligro. Mamá nos grita desde la orilla que ya es hora de irnos.

De camino a casa, pasamos por el kiosco del señor Anacleto. Hoy es día de comprar películas. Me arden un poco las mejillas y la nariz, ya deben estar brillantes y rosadas.

—¡Yulimar, mi corazón hermoso, aquí está lo que me pediste! —me grita el señor Anacleto, un hombre pequeño que siempre lleva una franelilla blanca con una mancha de sudor en el pecho, que hace la forma de un babero, y una cadena plateada gruesa con un crucifijo. Su bigote me pica en la mejilla. Antes de abrazar a mamá, me da tres casetes.

—Mamá, ¿nos podemos llevar los tres? —le pregunto sin siquiera terminar de ver las carátulas. Yo sé que el señor Anacleto sabe lo que me gusta ver.

—Yuli, mi amor, también me llegó Pocahontas y Mulán —interrumpe el señor Anacleto con su tono empalagoso y sin quitarle la mirada del culo a mamá que está de cuclillas viendo las revistas —¿Te gustaría echarles un ojo?

Le meneo la cabeza y Dani se acerca detrás de mí, observa desde mi hombro el abanico de películas de VHS que sostengo pegadas a mi pecho.

—¿No te cansas de ver esos documentales aburridos? —me pregunta—. Mamá, tú dijiste que sólo un caset cada uno y ahora Yuli quiere llevar tres; eso no se vale.

—Es verdad, mi amor —le responde volteándole los ojos al señor Anacleto. —Hija, por favor, escoge sólo uno.

Valía la pena intentarlo. Trato de decidir entre: Los animales más peligrosos del mundo 1: África; Los animales más peligrosos del mundo 2: Australia, y Gigantes submarinos. No tengo duda, todavía quiero ver más sobre África. Me quedo con el VHS escogido y el resto se los devuelvo al señor Anacleto. Mientras tanto, Dani se debate entre Chucky 2 y La Momia. Otra vez Chucky no, por favor.

Al entrar al cuarto me apuro a encender la televisión y el reproductor de VHS, saco El Rey León e introduzco mi película nueva empujándola con mi dedo dando marcha a los mecanismos del aparato. Acaparé el televisor primero porque Dani se estaba haciendo pipí y, cuando sale del baño, me ve y grita de desesperación, pero mamá lo manda a la regadera.

Comienza a llover otra vez, llegamos a casa justo a tiempo, ya van muchos días que no vemos el sol. El sonido no es como el de las gotitas de lluvia de siempre, más bien se escuchan como caracoles estrellándose sobre nuestro techo de metal, deben ser miles de millones. Desde la cama estiro mi pierna hasta apretar el botón de más volumen con mi dedo gordo del pie mientras un cocodrilo acecha al bebé elefante en la orilla del pantanal. Es muy pequeño para morir, me muerdo las uñas, no puedo creer que va a pasar. ¿No es muy chiquito para morir?

“A pocos centímetros del temible depredador, el pequeño huye, dando gracias a la vida y a la fuerza de su manada”, por fin dice el narrador. Escucho a mamá por toda la casa cerrando las ventanas y colocando los tobos para las goteras mientras Dani y yo nos comemos unos sándwiches de triangulitos con Diablitos y mayonesa que él me trae. Ahora se queja de que en estos programas nunca pasa nada.

Los créditos son infinitos, y yo aprovecho para cerrar los ojos, con esa luz que me gusta para quedarme dormida. Papá está otra vez en el bote y yo sé lo que va a pasar. Corro desde la popa, que es la cola de los barcos, para decirle que tenga cuidado, que viene una ola muy grande y se va a caer. Corro, corro durísimo, pero el bote se hace más largo. Se estira como un Bubbaloo y, aunque yo corro con mis patas de chita, no llego. La ola nos revuelca y nos tumba al agua, yo comienzo a flotar, pero papá no. Él se hunde como si fuera una roca y con los ojos muy abiertos, asustados. Lo veo debajo de mí, haciéndose cada vez más chiquitito, algo aparece detrás de él. Es un megalodón que sube muy rápido formando un aro de dientes alrededor de papá.

Me despiertan los gritos de mamá hacia la calle. Es temprano en la mañana y yo debería estarme arreglando para ir al colegio. ¿Y mi uniforme? Salgo de la cama y bajo las escaleras a buscar a mamá. Está con el hombro recostado al marco de la ventana que da hacia la casa de Consolación, nuestra vecina de en frente. Desde allí se ve un riachuelo y entiendo por qué sigo en pijama a estas horas. Mamá le grita a Consolación el número de teléfono de la oficina, para que le avise a su jefe que no va a poder llegar.

—¡Fin de mundo, chama! ¡Esto es lo que trae el nuevo milenio! —grita la vecina.

Dani y yo no dejamos de ver el riachuelo desde adentro ligando ser los primeros en presenciar el fin del mundo. De a ratos la lluvia se convierte en llovizna y el río se hace más pequeño. Ahí mamá aprovecha para cruzar al otro lado y charlar con Consolación. Se queda pendiente en la puerta para que nosotros no salgamos, dice que la corriente nos puede llevar a nosotros que somos unos flacuchentos. Sigue lloviendo, a veces más fuerte y otras veces más débil. Repetimos El Rey León, después Dani me acompaña a ver Los animales más peligrosos del mundo 1: África, y luego yo a él Chucky 2. Mamá vuelve de casa de Consolación, tiene cara de preocupada. Siempre que llueve camina por toda la casa peleando sola, un rato con Dios y un poco con papá. Coletea, drena los tobos de las goteras y mira por la ventana.

Despierto con un rugido que golpea las paredes de mi casa. Tengo miedo. Salto de la cama y corro al cuarto de mamá, Dani ya está allí.

—Vente, mi amor, súbete acá con nosotros —me dice dándole palmaditas a la cama.

Un ruido fuerte en la cocina nos sobresalta, yo me lanzo sobre Dani y lo abrazo. Mamá sale corriendo por las escaleras. Grita de una forma que jamás le había escuchado, que no, por favor que no, Dios mío. Dani me agarra la mano y nos tiramos juntos de la cama, bajamos tres escalones y la encontramos con el agua hasta las caderas tratando de cerrar la puerta. El vestido del pijama se le infla como un globo sobre el pecho antes de empaparse. El agua marrón ha abierto los estantes de la cocina; ollas, platos y tazas flotan por todos lados. El comedor y el sofá también se han movido de lugar.

La marea está bajando muy rápido, mamá se sostiene fuerte de la puerta porque la corriente se la lleva para afuera, pero logra cerrarla y quedarse dentro. El piso es un pantano de utensilios de cocina, tierra, hojas y suciedad. La ventana por la que hablaba con la vecina está rota y la lluvia entra a la casa. Mamá consigue un mantel de plástico, el que usamos cuando hacemos animales de plastilina. Lo extiende para tapar la ventana y llama a Dani para que la ayude, yo me voy detrás de él, no quiero quedarme sola. La ayudamos a recoger y limpiar todo.

Cuando la lluvia no está muy fuerte, despegamos un poco el mantel-cortina y nos alzamos para ver la calle que ya no existe. Sólo hay río, uno que corre rápido cuesta abajo y que ya llega al borde de la ventana. Muchas ramas y troncos van por la corriente. Pero también cosas, cosas de gente. Señalo la bicicleta, las sillas y las mesas. Dani señala un colchón y cajas de muchos tamaños que navegan río abajo. Una moto pasa flotando y mamá dice: Dios mío santo, ayúdanos.

La corriente golpea la puerta otra vez y la piscina se vuelve a llenar en la planta baja, lo vemos todo sentados en la escalera. Mamá tiene enrollado el rosario en su mano, la escucho orar muy bajito. Nos jala por los brazos cuando el agua empieza a subir los escalones y nos encierra en el baño. Escuchamos el estruendo aún más fuerte. Dani me dice que no quiere dejarla sola afuera, y ahora menos que el agua ya está entrando por la abertura de la puerta, así que salimos a buscarla.

El oleaje del mar suena dentro de mi casa y mamá está junto a la puerta del baño. No se mueve, mira fijamente las escaleras que ahora son un pozo marrón que no deja ver más abajo. Pasamos uno o dos minutos viéndola pegada a la pared como paralizada. Dani tira de su pijama, el vestido que era azul celeste y ahora es mitad color tierra. Nos ve asustada, como si de repente se acordó de que estamos allí, nos toma de las manos y nos encerramos los tres de vuelta en el baño. Mamá agarra las toallas y las pone en la abertura de la puerta para trancar el paso del agua. Nos agachamos debajo de la regadera y nos abrazamos los tres.

El agua sube y sube, ya me llega a los tobillos. Ahora me llega a las rodillas. Me levanto porque me empieza a mojar las nalgas. Mamá llora y sigue mirando al techo, le suplica a Dios. Los ruidos de afuera son una mezcla de truenos, corrientes de agua y gritos lejanos. Sube hasta mi cadera y mamá me levanta, yo enrollo mis piernas a su cintura. A Dani le llega al pecho y mamá intenta cargarlo también, pero no tiene tanta fuerza, sólo tiene fuerza para mí y para llorar y suplicar. La puerta se abre y ahora flotamos a la altura del marco. Mamá llora, Dani llora, lloramos los tres. Una fuerza desde abajo nos sacude contra las paredes y nos jala a la planta de abajo. El brazo de mamá me suelta, pero logra atrapar mi pijama con la punta de los dedos y me jala hacia ella. Siento la mano de Dani agarrar mi tobillo y jalarme hacia él, pero me suelta y no lo encuentro más.

Mi cabeza está sumergida en la oscuridad, sólo siento las manos y las piernas de mamá golpeándome por todos lados, en la cabeza, en los brazos, en los pies. No puedo respirar, pero de pronto estoy en la superficie. No sé en qué momento mamá dejó de sostenerme, no la consigo. Escucho relámpagos y gritos que vienen de todos lados, aunque no veo a nadie. La corriente me lleva, choco con algo duro, es un poste de luz. Me aferro a él y encuentro mi casa, mis gritos no llegan a ningún lado, la lluvia está gritando más fuerte. El poste no resiste más y mis manos tampoco. El agua nos arranca a los dos y nos lleva. Volteo a ver a mi casa por última vez, pero ahora también ella se mueve. Las paredes caen como un castillo de arena.

El río tiene tanta tierra que ahora es un río de barro que se mete en mis ojos y mis oídos. Una fuerza en mi pecho me sube a respirar. Me desprendo la capa viscosa de los ojos y lo único que veo son las nubes grises, me sigo moviendo, las gotas caen en mi cara. Choco con el muro de una casa que aún sigue en su lugar. Me agarro al borde del techo, siento una mano me intenta agarrar. Alzo mi cuello para ver quién es y lo reconozco, es el señor Roberto. Él vive a cinco cuadras más abajo, nunca lo había visto sin su manada de niños: Samanta, Aida, Rita, Gabriela y Fernando. Está tan cubierto de lodo que parece un muñeco hecho de todos los pedacitos de plastilina que sobran y que mezclas pensando que quedará un color bonito, pero al final queda un marrón verdoso horroroso.

—¡Agárrate, niña, no te sueltes! —me grita. Con una mano le aprieto la suya con toda mi fuerza e intento llegarle con la otra, pero la corriente no me deja, comienzo a creer que me quiere seguir llevando de vuelta al mar.

Pataleo con todas mis fuerzas mientras él me sostiene, pero la corriente es muy fuerte. De pronto, escuchamos el llanto de un bebé. Muy cerca de nosotros una camioneta va navegando río abajo. Lleva las cuatro puertas abiertas y una silla de bebé con un niño solo y desesperado. Es Sebastián, el nieto de la señora Manuela, que se aleja hacia la playa. Él también va de vuelta al mar. El señor está resbaloso, también llora. No aguanto más, no tengo más fuerza, lo suelto y me dejo ir. Todo se vuelve oscuro otra vez.

No puedo respirar y ya no sé hacia dónde es arriba o abajo. Estoy muy cansada y no puedo nadar más. Algo liso y resbaloso me toca desde el pecho hasta la cara, me aferro con los brazos a esa cosa que me saca del agua, con mis dedos vuelvo a despegar el barro de mis ojos y logro ver qué es. ¡Es un delfín pico de botella! Me aferro a él con las dos manos en su aleta dorsal. Es tan liso que el barro le resbala por su piel. Desde su lomo al fin puedo observar el desastre a mi alrededor. Todas las casas están pintadas de chocolate y el cielo sigue encapotado, negrísimo. Los árboles están cargados de niños y adultos, pero también son arrasados y todos terminan en el agua. ¿No habrá delfines para todos? Pasamos al lado de un perrito que quedó atrapado en una colina que ya casi va a estar cubierta por el río de lodo. El perrito aúlla y justo después escucho a manadas de lobos que le responden.

—¡No te preocupes, perrito! ¡Ya vienen por ti también! —le grito.

Al lado de nosotros aparece un pelícano y mi amigo delfín, cansado de nadar entre el río de escombros, se sostiene con sus dientecitos a las plumas de la cola y comenzamos a volar muy cerca del agua. Los delfines pueden estar hasta quince minutos fuera de ella porque tienen pulmones, lo aprendí en El mundo de los delfines. Desde acá arriba no se ve la orilla de este río, es tan grande que ahora es un mar marrón en el que navegan brazos, piernas y cabezas ladeadas. Escucho un estruendo cerca de mí, como si la tierra se abriera. Debajo de nosotros sale del agua una jirafa. El pelícano y yo nos sentamos sobre ella, pero el delfín se devuelve al agua. Seguimos volando en la jirafa que mueve sus patas como si estuviese corriendo y yo me agarro muy fuerte de su cuello altísimo, el más alto del mundo. Cada vez estamos más cerca del mar, al fin terminará todo. Me giro a buscar el cerro que dejamos atrás. Parece como si un león lo hubiese rasgado con sus garras enormes. Las montañas, las que dividen el nuevo río y el mar de la capital, están llorando. Un elefante surge debajo de nosotros, flotando, moviendo sus patas gruesas en el aire y, junto a él, un elefantito bebé. La mamá elefanta nos sobrepasa y sube hacia la cabeza de la jirafa para que ella le muerda la cola y así elevarnos. El elefantito se acomoda a mi lado. Los cinco volamos más rápido y más alto. Una fila de animales sigue apareciendo y creando una cadena larguísima. Al fin llegamos a la gran mancha marrón, la que antes era la playa y que ahora es una sopa de cuerpos y pedazos del barrio que van y vienen con la marea agitada.

Habíamos pasado la playa marrón y habíamos llegado hasta un azul marino, como las playas del Caribe. Habíamos sobrevolado barcos y buques, islas e islotes. Cuando vi la playa blanca, le pregunté al elefantito si podíamos quedarnos allí. Movió la cabeza de lado a lado, le siguieron las orejas y la trompa. Vi un gran desierto, a lo lejos matorrales y algunos árboles. ¡El pantano! Le grité a mis nuevos amigos. Al aterrizar en la orilla escuché tambores y maracas, había una fiesta con muchos animales y algunas personas sin brazos, otras sin piernas, todas cubiertas de lodo que me recibían alborotadas. Desde el otro lado del pantano un cocodrilo nadaba a toda velocidad. Alguien especial te espera, dijo, abriendo el morro a toda velocidad, dieciséis kilómetros por hora, hacia mí.

 

Primer lugar del XIX Premio de Cuento Julio Garmendia de la Policlínica Metropolitana

 

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