Bar-B-Q, de Ben Ami Fihman

15/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

A Bárbara la conocí por Susan en mi primer viaje a Nueva York. Había ido a dejarme tragar por la ciudad para volver a Caracas con otro yo. La nieve de Broadway mezclándose con el brillo de las luces publicitarias, los nombres de los restaurantes prendiéndose y apagándose en la humedad recortada de rascacielos, los negros desmesurados cubiertos por desmesurados sombreros, las rubias pintadas de caspa, los sordomudos corriendo en el frío, en dos palabras el inmenso desagüe de las multitudes de navidad y la zambullida en el vórtice de la novedad me impusieron el ansia y la obligación de una aventura con una desconocida, algo que se pareciera a las numerosas películas que me habían familiarizado desde hacía años con la silueta de aquella ciudad sin sueño: las avenidas de Nueva York me fueron empujando, desde mi llegada a Times Square en busca de hotel, hacia los labios del sexo que no perdona.

Susan se acostaba con mi tío que era soltero. Una noche, al regresar de un western en la calle cuarenta y dos, la vi a través del marco de la puerta del dormitorio, que era la única habitación encendida, leyendo suplementos en la cama redonda. Mi tío roncaba en el sofá de la sala, echado boca arriba como un hipopótamo. A pesar de que no nos conocíamos no le causé ninguna sorpresa, al parecer la habían puesto al tanto de mi existencia. Parecía una flor, rodeada de suplementos sobre la colcha amarilla. A mi tío se la había presentado uno de nuestros primeros recién graduado de psiquiatra quien, por escrúpulos de neófito, no se acostaba con ella que era una de sus primeras pacientes. Como mi tío se sentía muy solo en Nueva York y era una máquina de fornicar y Susan estaba muy pobre y emproblemada y tiraba con la naturalidad de una rana y como a mi tío no le importaba socorrer a una niña necesitada, ni a ella dejar que la ayudaran, habían establecido un sólido tándem. Susan y yo estábamos hablando pasito para no despertarlo cuando se apareció en calzoncillos y desde lo alto de su corpulencia de luchador comenzó a echar una risita de chistes que lo hacían reír y toser frenéticamente. Terminó de un golpe y me dijo: —Susan puede mostrarte Nueva York, los hippies y toda esa porquería.

Entre la porquería estaban seguramente incluidos el barrio y la casa donde vivía Susan porque dos o tres días más tarde me costó un enorme trabajo conseguir un taxi que aceptara llevarme hasta la calle seis entre avenidas c y d, la dirección que ella me había anotado en un pedazo de papel.

El apartamento quedaba en la planta baja de un edificio decrépito. Por dentro parecía un depósito de albañilería. En el recibo sin muebles, entre dos colchones viejos tirados en el piso, se amontonaban el yeso y la tierra de un proyecto interrumpido de refacción. A la derecha tras una mampara de vidrios cuadrados se distinguían, en una habitación que daba a la calle, una biblioteca desordenada y un televisor. Entre los libros descubriría más tarde las obras de Hermann Hesse, las novelas de Assimov y muchos textos sobre religiones orientales; desde la ventana miraría la calle inmunda con sus edificios podridos, pipotes de basura y escalerillas de incendio. Fue en la cocina, enchumbada cueva de encuentros y despedidas, donde Susan me fue presentando al desgaire a algunos de sus amigos.

Según Susan nadie se había interesado jamás en llevar a cabo un censo. Estaba prohibido cerrar la puerta con llave y se aceptaba a la gente de paso. Todos viajaban. La marihuana servía de sedante común para los viajeros que regresaban de las regiones desconocidas del LSD, para los aficionados al subibaja de los uppers y downers y en la biblioteca asfixiada de humo se celebraban aquelarres hippies bajo el lancinante imperio de la música pop.

Entre los amigos de Susan figuraban Sam, su old man, que reparaba televisores y radios en una tienda; Joe, un poeta que había sido elogiado por Ginsberg y sufría de una vieja fobia a las puertas que lo obligaba a optar por las ventanas; Louise, una estudiante de teatro de pelo azabache y Bárbara, una muchacha tensa, callada y flaca —la piel le ceñía los huesos como una camisa de fuerza— que acostumbraba encerrarse durante horas en el baño.

El apartamento se transformó en el lugar donde Susan y yo nos dábamos cita para salir a explorar Nueva York. Con regularidad de metrónomo Susan seguía viéndose con mi tío tres noches por semanas. Le tenía cariño, decía, aunque se viera obligada a cobrar el afecto. Errábamos por calles de selva dura, rodeados por los juegos de magia de la publicidad, arrastrados por la marejada de monstruos salidos a flote desde algún infierno marino, ensordecidos por las sirenas y los gritos de los predicadores, intrigados por legiones hassídicas, empujados por gigantes de carne, cavilosos un segundo ante un ciego negro provisto de perro pastor, anhelando en el agotamiento de la madrugada un taxi amarillo para el regreso, divirtiéndonos más y más a cada hora, sin una palabra, sin un solo gesto de amor. Mi tío le había prohibido a Susan que me diera marihuana, pero no que se acostara conmigo. Ella había decidido no hacerlo a pesar de que yo trataba de convencerla confesándole que era un ferviente partidario del amor libre y que había venido a Nueva York a comprobar mis teorías. Me compré una campanita que me colgué al cuello, un afiche de Raquel Welch en la prehistoria y un bastón terminado en calavera. Toda cabellera rubia me resultaba admirable y digna de exclamación hasta que Susan me enseñó a diferenciar las sucias de las limpias, las teñidas de las naturales. Las columnas de vapor de las alcantarillas, las crestas estrafalarias de los viejos rascacielos y el tamaño de los sandwichs me infundían respeto. Me conmovió descubrir que el subway no paraba jamás y que con un solo token uno podía pasarse el resto de la vida dando vueltas de un lado para otro sin volver a la superficie. Una cafetería se llamaba Naked Lunch y Susan habló de William Burroughs y de Humphrey Bogart y de un disco del Kadish de Ginsberg que me hizo comprar en una librería de St. Marks Street junto al edificio azul del Electric Circus. Estaba, creía estar, a una aventura de distancia de la felicidad.

Susan había prometido llevarme una noche a una travesía en ferry hasta Staten Island. La cosa más barata y bella de todo Nueva York, cuesta cinco centavos nada más, me había dicho, como si me estuviera transmitiendo una clave secreta. Me había entusiasmado al describir el mar frío en la noche y los muelles solitarios azotados por el viento como en una película de gansters. Habíamos quedado de vernos en su casa el sábado a eso de las nueve. Si ella no había llegado a esa hora me había pedido que no me fuera porque a lo mejor se retrasaba haciendo algunas diligencias con Sam. A esa hora había una buena película con James Cagney en televisión y me había recomendado que le echara un vistazo si ella no alcanzaba a llegar a las nueve en punto.

Era sábado y en las calles se respiraba la fiebre ascendente del fin de semana con su palpable carga de violencias y de sangre. Eran las nueve cuando subí las escaleras de la entrada del edificio y entreabrí con timidez la puerta del apartamento. No había nadie y todas las luces estaban apagadas. Los pies me temblaban por miedo a la oscuridad. Me quedé inmóvil sobre la arena del recibo bañado por un simulacro de resplandor lunar que entraba por la ventana de la biblioteca. Gracias a la luz del alumbrado pude guiarme en la penumbra.

Me acomodé en la biblioteca y prendí una lamparita y también la televisión como me había aconsejado Susan. Busqué entre todos los canales trepidantes la cara y la voz de James Cagney y no me costó mucho trabajo localizarlo. La historia tenía que ver con la segunda guerra y con aviones caza y con el reclutamiento de soldados frescos para combatir en Europa. El drama de James Cagney era que a pesar de ser un veterano aviador de la gran guerra lo habían rechazado por la edad. Me daba la impresión de que Susan se había equivocado con respecto a la película. Si no hubiera sido por mi simpatía naciente hacia James Cagney habría cambiado de canal sin duda, pero me gustaba verlo hablar tan tajante e inagotable.

Me volteé cuando se prendió una luz en el recibo. Bárbara acababa de entrar pasando como una garza hacia la cocina. Lucía más puntiaguda que nunca, salvando los obstáculos con los zancos de sus piernas, sosteniendo en equilibrio el cuello largo y frágil. Lucía bella en el silencio y en la sombra y empecé a sentir la aventura que me llamaba. Se me convirtió al instante en Barbara Stanwyck y que me provocó ir a buscarla aunque desde nuestro primer encuentro me hubiera intimidado un aire de histeria y un aura de femme fatale que la rodeaban aun en los comentarios de sus amigos que no lograban descifrarla. Me atreví a darle alcance pero no a proferir una palabra mientras la seguía de un sitio para otro con la esperanza de que fuera ella la que me hablara primero. Iba de un lado para otro desplazando objetos, moviendo sillas, levantando almohadas como si buscara algo y, aunque al darse bruscamente media vuelta varias veces estuviera a punto de tropezar conmigo, no se dio por enterada de mi presencia, como si me hubiera confundido con el hombre invisible. Ardía en deseos de hablarle pero confrontado con sus ojos negros de salamandra las llamas de mi discurso se acobardaban y huían. La dejé en la cocina ocupada con unas ollas y sartenes y regresé a la biblioteca, a la televisión y a la inagotable voz de James Cagney.

Cómo nace el miedo es un misterio. Misterios del desamparo sin duda. Habrán pasado cinco, diez, quince, veinte minutos a lo sumo cuando una inquietud vino a hacerme compañía. Empecé a sentirme muy lejos, muy, muy lejos y preso y sin recursos. Bárbara tomaba contornos de amenaza. Aunque bella, Bárbara parecía, por lo flaca y por lo seria, muy inhumana, tan inhumana como la capacidad de James Cagney para hablar sin parar. Me hubiera gustado acostarme con ella. Quizás sólo había venido a Nueva York a acostarme con Bárbara, pero me faltaba valor. Bárbara podía estar en medio de un viaje de LSD. Por eso no me había visto. Había oído decir que bajo los efectos del LSD la gente perdía todo contacto con la realidad. Hacía poco un estudiante, convencido de que era un pájaro, se había lanzado desde el último piso de un rascacielos y un carnicero había degollado a su esposa al confundirla con mercancía fresca. No podía descartar que Bárbara se dejara guiar por alguna espantosa fantasía y tratara de matarme. Me la imaginaba en la cocina, donde la había dejado revolviendo enseres, concentrada en afilar un cuchillo ancho, largo y liso, con las manos metidas en un par de guantes de goma y escuchando la voz asesina de un dios que le ordenaba traerle el palpitante corazón de un extranjero. Ya no se trataba de perder la oportunidad de acostarme con Bárbara, se iba a tratar de mi capacidad para defenderme contra un ataque sorpresa, de luchar por mi vida si era necesario. No se sabía hasta qué extremo podía la droga empujar al ser humano. Iba a tener que vérmelas solo con la dimensión desconocida. Mi única esperanza era que Susan no tardara más. James Cagney no me sacaría del aprieto. James Cagney sólo sabía hablar y hablar.

Me acerqué a la ventana buscando respuesta en la calle, una calle donde no conocía a nadie, una calle con reputación de crimen y robo, donde hasta los niños tomaban drogas, una calle que infundía miedo a los propios nativos. De alguna parte salía desgañitándose una música. Buscaba a Susan con ojos de niño extraviado. Hubiera sido formidable que apareciera sobre la popa del ferry en plena calle, arrasando escaleras y paredes, aplastando carros y tumbando los postes del alumbrado, pidiéndome a gritos que saltara a bordo para salir a conquistar los mares y la nieve, las montañas y las estrellas. Las lámparas fluorescentes acompañaban mi desengaño con un zumbido impar. Atrás la voz de James Cagney se destacaba contra el ensordecedor estruendo de unos aviones. Si Bárbara decidía matarme nadie podría ayudarme, lo demás era puro cuento.

Se me ocurrió que nada más absurdo que estarse arriesgando así por un paseo en ferry o por una sacrosanta aventura con una desconocida, que nada más aconsejable que arrimarse hasta la puerta con mucha discreción y cuidado y poner los pies en polvorosa. No me importaba quedar como un cobarde, al menos eso habría aprendido con esta experiencia. Me di cuenta de que me importaba por encima de todo, más que mi reputación, más que mis ensueños, más que todos los besos, salvar el pellejo. Me hubiera escapado de inmediato si en el momento de emprender la fuga no hubiera echado un último vistazo por la ventana. Justo frente a la casa un par de tipos, con el desgano que esconde la espera nerviosa de la camorra o el asalto, estaban haciendo puntería con una navaja destellante en un cajón de madera.

Acobardado volví a tomar asiento frente a James Cagney que se eternizaba en escupir sus monólogos. Por el rabillo del ojo me entraban el patético recibo vacío, el bombillo pegado al techo como un insecto y la oscura pirámide de yeso entre los dos colchones. Hubiera querido acusar a gritos a la autora intelectual del delito, a la traidora, a la ausente, a Susan que era la única responsable de que me encontrara en semejante situación.

Un ratico después ni Susan había llegado, ni James Cagney había logrado convencer a los jefes de la base de que era capaz de volver, combatir, participar en la acción y convertirse en héroe de guerra, ni yo le veía una salida a todo este asunto, por lo que decidí, al igual que James Cagney que ya se estaba robando un caza—bombardero en signo de protesta, precipitar los acontecimientos y me puse de pie para ir a enfrentarme directamente con la asesina en potencia en lugar de seguir esperando con humildad de cordero la inmolación a cuchillo. Una vez en marcha casi me desmayo al tropezar con la mampara de vidrio. Luego de reponerme atravesé el recibo como un funámbulo amateur, parándome con cada crujido de la madera del piso. Si la tomaba por sorpresa quizás la pudiera desarmar de un golpe. Sentía los pies almidonados y aún el pecho y el alma, sentía almidonada hasta la respiración.

Entré en la cocina de zopetón. No había nadie. Las llamas azules de las cuatro hornillas se alzabar en ronda empujadas por el soplido del gas. Los preparativos de un ritual u otra cosa por el estilo. Estaba dispuesto a luchar, a poner al descubierto los planes de Bárbara, a actuar como camisa de fuerza. Pero tenía que averiguar dónde se había escondido. Me fijé en la habitación de al lado y no estaba. Me acordé de su costumbre de encerrarse en el baño. Traté de abrir la puerta pero estaba cerrada por dentro. No se escuchaba el menor ruido, ni el chapoteo del agua, ni el paso resbaloso sobre la losa, ni la inconfundible revolución del water closet. No me cabía la menor duda de que estaba en el baño entregada a la búsqueda del nirvana o esperando, como una flecha en un arco, el momento preciso del disparo. Me podía estar espiando por una rendija. La llamé por su nombre. Bár—ba—ra. No contestó. Tembloroso, asustado por aquellas tres sílabas que habían cortado el espacio como un cohete fallido, abrí varias gavetas y me apoderé de un cuchillo.

El apartamento se había agrandado. De la cocina a la biblioteca se extendía el recibo casi tan insalvable como un laberinto, una llanura, una selva, una cordillera. Fue un verdadero alivio estar de vuelta entre los libros de budismo y las novelas de Herman Hesse, frente a la televisión, detrás de la mampara de vidrio que me permitía permanecer alerta frente al ataque y a la llegada de Susan. Estaban transmitiendo el noticiero de las once. Me puse a cambiar los canales, nervioso como un conejo asustado. Cantaban los cantantes, gritaban los anunciadores, corrían los carros, se besaban los amantes, disparaban los soldados, se reían los cómicos. Un caos frenético como la velocidad de mi sangre atropellada por la infamia de sentirse sin salida, entre la espada y la pared, arrinconado por una mujer fantasma y unos homicidas desconocidos.

Sumergida en la bañera, desde las playas del LSD, en las nubes del nirvana o en el simple juego del gato y el ratón Bárbara, ya fuera en cruel defensa de su virginidad o por una simple broma pesada, estaba gozando su cuarto de hora conmigo. Si no me mataba a cuchillo me iba a matar de un infarto. Los dos tipos de la navaja se habían multiplicado por dos. Preparado a morir elegí mentalmente mi último deseo: que Bárbara se presentara desnuda a degollarme, que antes de estirar la pata pudiera admirar en toda su extensión aquel cuerpo que había pensado chupar hasta los huesos como una gallina flaca —me llevaría a la tumba una instantánea en la retina de aquel sexo móvil, aquella araña negra entre las piernas blancas.

Poco a poco me percaté de una novedad. Un intenso olor a quemado me daba pellizcos en la nariz y empezaba a ponerme lágrimas en los ojos. El olor salía de la cocina y se estaba convirtiendo en humo, un humo espeso y grande que llenaba el recibo y avanzaba hacia la biblioteca. Bárbara había decidido morir en la hoguera como Juana de Arco. Bárbara, en combinación con el grupo de afuera, le había prendido fuego al apartamento para sacarme como una bestia escondida. Tenía que prepararme para la lucha final, con ella o con ellos, tenía que empuñar el cuchillo con mano firme y morir en la refriega.

Perdí toda esperanza. Me olvidé de Susan. Sentí el aplomo abandonarme en desbandada. Sentí ganas de clavarme yo mismo el cuchillo, de arrojarme por la ventana al foso de la basura. Me volví paralítico. Me convertí en un cadáver prematuro. Sentí el aleteo del alma en fuga.

Una sombra apareció en el umbral de la cocina. Una sombra en medio del humo, una sombra que avanzaba envuelta por las volutas del humo, una silueta manchada de humo gris y humo negro, la silueta y la sombra de Bárbara avanzando hacia la biblioteca con los dos brazos alzados a la altura de los hombros como una sonámbula, Bárbara llevando en las manos dos siluetas y dos formas oscuras, dos cabezas, dos campanas, dos carteras agarradas por las manos, dos formas de hirsutas cabelleras de humo.

Dejé caer el cuchillo como la ciudad sitiada que se rinde. A través de la humareda me llegaba la fosforencia de los ojos húmedos de Bárbara. No me quedaban fuerzas para el miedo. La escasa cabeza que me quedaba se puso a girar como un trompo. Con el cuchillo echaba por el suelo los últimos centavos de coraje y de miedo. Corrí la mampara de vidrio y entró una bocanada de humo. Bárbara musitaba algo con los labios pálidos. Me miraba entre sollozos balbuceando comienzos de frases, me observaba con furia, frialdad, ternura y dolor. Se había detenido. Me acerqué con cuidado.

Abrió las manos heridas y cayeron al piso dos pollos carbonizados. Bárbara, emparamada, envuelta en una bata, con el pelo mojado que revelaba la realidad esquelética del cráneo, bajó los brazos en cámara lenta y apuntó a los pollos humeantes con estas palabras que salían como dos náufragos del torrente de lágrimas:

—Los había preparado para los dos, los había preparado para los dos.

 Del libro: Los recuerdos del limbo (Monte Ávila, 1981)

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