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Hay gente en las calles. En las calles de un país que parece abandonado por los dioses. Concentraciones, marchas en distintos puntos de la ciudad. La Guardia Nacional está en todas partes. Sus escudos, sus cascos. Los perdigones, las ballenas y el violento chorro de agua. El asfalto mojado, el sol lo calienta, el piso humea. El gas de las lacrimógenas se esparce, pesado, como una bestia que acecha. Todo se rompe bajo el cielo. Delante de las marchas aparecen manadas de jóvenes con máscaras, con escudos de cartón y hojalata. Son dolor y furia, un futuro que pareciera no tener futuro, en primera fila, carne de cañón de ellos mismos intentando contener a la Guardia, devolviendo con guantes y máscaras las bombas lacrimógenas. Hijos, muchos hijos, expuestos a la calle, al peligro, a la muerte. Algunos son asesinados, otros son secuestrados y torturados. Los devuelven, si acaso lo devuelven, rotos, con miedo. Pero afuera están, siempre más.
Los padres temen. ¿Qué padre no teme? No es para menos. Son sus muchachos. No sé, tienen dieciséis, diecisiete, veinte. Son (sus) muchachos.
Tadeo tiene apenas once. No puedo negar que me parece una fortuna que tenga esa edad. No piensa aún en ganar la calle, no sueña aún con la lucha, no está aún tan frustrado como salir a estallar por las avenidas y las autopistas.
Acá está conmigo. Mi hijo. Acá lo retengo. Disculpen si sueno egoísta. Es mi hijo, mi Tadeo de once. Y también mi hija, Natalia, de apenas dos años y medio. Están con nosotros, conmigo, con su madre, una mujer hermosa que alguna vez dibujaba pájaros hermosos y que ahora no puede con el dolor del país. Con todo, ella también puede estar tranquila, por lo menos en esto. Nuestros hijos permanecen en casa. Acá los mantenemos relativamente seguros.
Tadeo está la sala. Dibuja con el televisor encendido. A los cinco ya decía que quería ser pintor. De hecho, tiene habilidad para manipular los colores. Yo no, yo nunca fui bueno con los colores. Yo simplemente dibujaba, y tampoco lo hacía o lo hago de maravillas.
En la pared frente a la máquina donde escribo, tengo unos dibujos suyos de cuando tenía seis años. Los hacía en la sala, o en su cuarto, mientras yo escribía en el estudio. Al cabo, me los traía. «Para ti, papi», me decía.
Dejé en mi pared los que más me han gustado. Los primeros están hechos sobre una tablita blanca de cartón compactado. Son seis caritas hechas en marcador negro y fino. Yo le enseñé a hacer esas caritas; la importancia del tamaño de los ojos y de la posición de las cejas y de la boca.
La primera es una carita feliz, la segunda está dormida y tiene tres zetas a un costado, la otra es la de alguien como pensando algo que no puede descifrar (está acompañada de un signo de interrogación), luego viene una enojada, a su lado una sorprendida y la última muestra confusión y tiene el cabello largo. Ese lienzo con esas caritas es para mí, debo confesarlo, una obra maestra… Sí, lo sé, soy su padre.
Al lado de esta tablita está un muñeco conformado por figuras geométricas de papel blanco, como un simpático Frankenstein euclidiano. Un cuadrado para la cabeza, otra más grande para el cuerpo, dos rectángulos pequeños para los brazos y un par largo y delgado para las piernas. La cara está dibujada con bolígrafo, y en su pecho también hay un dibujo que me recuerda a los trabajos de Miró. No es de extrañar: por un tiempo mi niño estuvo en clases de pintura con una señora croata que lo ponía a imitar pinturas de Miró.
Una maestra del colegio nos contó hace unos meses que él siempre andaba dibujando en la escuela. Que tenía papelitos y más papelitos donde dibujaba. Que los metía en el bolso y los tenía arrugados, escondidos al fondo. Nos recomendó que le compráramos un cuaderno para sus dibujos. Ya lleva varios.
Yo también dibujaba desde pequeño. Yo era un niño raro que dibujaba. Dibujé incluso antes de escribir. Hasta hice un montón de rayas con colores en los libros que papá tenía en la biblioteca. Pero esto sólo lo sé porque han quedado los libros y el testimonio de esos rayones y mi madre que me ha dicho que son míos de cuando yo tenía dos, tres años. Luego sí recuerdo que más o menos cada tres meses, mi papá llegaba de la oficina con una resma de papel bond bajo el brazo. Nueva, envuelta, brillante el plástico, quinientas hojas de papel blanco, quinientas posibilidades de fuga para aquel niño no muy listo que no se estaba bien en este mundo. Podría decir que la resma me sacaba del mundo, pero creo que en realidad me daba un lugar dentro de él. Por medio de ella me había comenzado a diferenciar, marcaba distancia con respecto a los demás. En la resma estaba el mundo y estaba yo, ese niño que dibujaba con inquebrantable fervor.
Tadeo, como aquel que era yo, tampoco se está muy a gusto en el mundo. Esa es quizás mi herencia, no sé si una buena. Su maestra también nos contó que él le había dicho que su papá dibujaba. Que a veces lo hacía con él. Y es cierto, me he puesto a hacer dibujos junto a mi hijo. Me siento a su lado y ambos dibujamos. No pretendo enseñarle, me mira trabajar (últimamente hago unos guerreros venidos de alguna tierra extraña) y él a su vez pergeña sus propias cosas. En otras ocasiones sí se fija en mis trazos, en mis tramas, en los grosores que ensayo y los imita. Lo hacemos en silencio, uno junto al otro.
Veo a Tadeo dibujar y me contento porque el dibujo lo mantiene acá, con nosotros, en casa, lejos del fuego de las calles. Pero también a ratos me agarra la tristeza. Quisiera pensar que el dibujo no será una condena. Porque siento que es un poco así. El dibujo, el poema o el cuento son bellezas que te condenan. A quien dibuja le falta una pieza del mundo, no está bien con la realidad, no se conecta como todos los demás se conectan. Y fíjense: no he dicho que no sabe conectarse, sino que no se conecta cómo lo hace el resto. El que dibuja se relaciona sabiéndose incompleto, intuyendo o al tanto de que todas nuestras seguridades son abalorios. Posee una especie de sabiduría, pero de sabiduría que duele, que no te prepara para el mundo. No deja por igual de ser triste saber que este es el país que le tocó. Que nació en una época oscura, en un país debacle.
Hay cierta tristeza, sí, en ver a tu muchacho inclinado, dibujando con lápices y colores alrededor, metido en su mundo. Algún día tendrá que dejar atrás el pliegue, la burbuja, el reducto, el búnker, la carpa en medio de la nieve, y entonces la vida será dura. Dura porque es un niño que dibuja, dura porque nació en un país que pinta de negro todo trazo de felicidad.
Pero también, ya lo he dicho, ver a mi hijo dibujar, ajeno (por un rato) a la boca del volcán sobre la que estamos sentados, me abre un recodo de tranquilidad. Mi hijo está acá, a mi cuidado. Dibuja, está en su isla.
Por cierto, lo he visto dibujar islas. Islas conectadas a otras islas por puentes. Islas con puertas y nada más que marcos y puertas que dan al mar. Islas con árboles y casitas en los árboles. Islas con banquitos para mirar el horizonte.
Como en unos versos de Gina Saraceni, puedo decir que a mis islas les ha costado estarse a flote, mantenerse. Supongo que eso nos pasa a todos con la edad. Se nos van hundiendo las islas, pero algunos insistimos, las buscamos, las guardamos en nosotros, y así vamos, tomando aire, sobrevivientes de los naufragios.
De la edición de Monroy Editor, 2023