El escritor justifica los medios, de Jorge Gómez Jiménez
13/ 04/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, ReseñasUna de las discusiones más duraderas y banales relacionadas con la literatura contemporánea es la que termina por ubicar al escritor en un plano de pretendida singularidad profesional que le separa del entorno en el que vive. Existe una especie de conciencia colectiva para la cual el hombre de letras es sólo eso, un tipo inmerso en un universo de ficciones escritas, un bufón social sin voz ni voto en el maremágnum del mundo.
La concepción de la literatura como un oficio con límites definidos suele castrar, por un lado, al escritor, quien es menospreciado como ente actuante, y por el otro, al lector, quien asume la obra literaria como un cuento, como una mera distracción sin trasfondo o, en el mejor de los casos, como un trasfondo encubierto que debe ser adivinado cual si se tratara de un acertijo impreso en una revista de pasatiempos. En consecuencia, la sociedad distingue varios tipos especiales de escritores, o al menos de obras, según la supuesta profundidad del trasfondo.
Como todo fenómeno, éste ha creado su propia jerga, nacida de los insospechados arrabales urbanos de las oficinas y las conversaciones de cafetín. Está la misma palabra trasfondo, quizás demasiado profunda para algunos y equivalente al mensaje, para todos. Una narración sin mensaje es un delito intelectual, no tiene utilidad; es simplemente un juego de palabras, una marioneta rota a la que el niño social mira un rato y luego ya no quiere. Está también la palabra poema, en general aplicable a cualquier retahíla de sensiblerías y reflexiones -otra palabra de la jerga- escritas en forma más o menos de verso; peor aún, la expresión una poesía para referirse a uno de estos fallidos experimentos de la sinrazón.
Pero la jerga es tema para otro, para muchos otros artículos. Traerla a colación aquí responde a un propósito específico, dibujar la atmósfera en la que nos movemos, escritores y lectores por igual, cuando entra en discusión cualquier elemento de una obra literaria. La jerga es la característica más visible de la conciencia colectiva tipificada más arriba y forma parte de todo un universo de conocimientos contrahechos y leyes rígidas establecidas sobre la base de suposiciones viscerales. En fin, toda una teoría literaria en cuya preparación ha participado el político, el empresario, el profesional y en general toda esa parte del público que suele llamarse a sí misma gente culta, pero que ha rehuido, muy convenientemente, el análisis de quien pudiera -en un foro más racional- decir la última palabra: el escritor.
Es esta gran asamblea de literatos circunstanciales la que define, para sí y para el común de la gente, el papel del escritor y sus posibilidades de actuación. El escritor es sólo un tipo raro, un hombrecillo de anteojos que va por ahí anotando versos en una libreta, sin mayor vinculación con el mundo real. El escritor habita su propia casilla. Se encierra en ella para dar forma a sus obras completas y sale de allí sólo para recibir el reconocimiento público. Esta concepción del ser responsable es aplicada en general a todos los entes actuantes de la sociedad: el hombre común suele contentarse con labrar su destino, habitar su casilla, representar correcta o incorrectamente su papel pero representarlo al fin.
Ese es el estado de las cosas y la sociedad dictamina que hay que respetarlo. Gran problema sobreviene, entonces, cuando alguien quebranta los tabiques de su casilla porque, sencillamente, no son las casillas el ambiente ideal para el individuo inteligente.
Quizás sea este crisol lo que ha determinado la discriminación en géneros de la creación literaria. Tal cosa es novela, tal cuento; un cuento largo es una nouvelle pero no una novela; una nivola es una cosa escrita por don Miguel y un texto cuyas líneas no cubren el papel de lado a lado es un poema. Y, para los que han leído alguna que otra parrafada cargada de hermosos sustantivos, están los «géneros de verdad»: la novela barroca, el cuento breve, la poesía libre, la fábula, el modernismo, el posmodernismo, todos esos nuevos y extraños géneros con nombres de cereal del norte, crunch, crash, grunge; en algunos casos más que en otros, estas divisiones de la cultura conllevan un carácter más o menos globalizante que acoge en su seno un ars básico con algunas características especiales.
Una de estas subdivisiones ha arrastrado tras de sí un elemento polémico. Se trata de la novela histórica y la controversia surge cuando la sociedad se topa con que, mezclados entre los aspectos ficticios de la obra literaria, aparecen nombres, lugares, eventos que normalmente habrían quedado confinados a las academias de historia. Con la expresión novela histórica se castró, de un tajo, la apreciación literaria del género, soslayándolo a un limbo en el que hasta el nombre le ha sido revuelto hasta el hartazgo: novela histórica, historia novelada, discusión arcaizante y obscenamente minúscula ante la magistral realización de algunos de sus exponentes más válidos.
Uno de éstos es el venezolano Francisco Herrera Luque. Psiquiatra de profesión, se destacó en la literatura como el creador de nuestra literatura histórica moderna, miembro de una estirpe cuyos pininos se habían anunciado con Eduardo Blanco y su Venezuela heroica. Herrera Luque estaba profundamente atraído por la investigación histórica, que consideraba una base invalorable para la comprensión del presente y -como él mismo habría intentado probar con su novela 1998, de publicación póstuma- la presunción del futuro. Su campus personal se completaba con el medio que eligió para la transmisión de su ímpetu: la literatura.
Pertenecía a una de las veinte familias que la sociedad colonial caraqueña dio en llamar «los amos del Valle», una especie de entramado de sangres que fundó la venezolanidad con base en nobles venidos a menos y mercenarios de oficio, y que los años y la acumulación de riquezas terminó por legitimar como toda una auténtica high society local, con sus tradiciones, con sus particulares etnocentrismos, con su propio escalafón de prestigio labrado a fuerza de años y, cosa importante para la obra de Herrera Luque, con sus historias.
La investigación con la que Herrera Luque obtuvo su grado de doctor en Ciencias Médicas en la Universidad Central de Venezuela, fue una vasta exposición de las enfermizas personalidades que inundaron la nobleza europea en los años en que las sociedades americanas tomaban la forma que hoy conocemos. Los viajeros de Indias intentaba demostrar que la predilección americana por la escaramuza, por el ludis, por el vicio en general, era producto de una balanza de mestizajes cuyo fiel en el Viejo Continente eran reyes que se distraían una tarde de domingo descuartizando campesinos, duquesas que enseñaban las artes del amor a los mancebos del feudo, nobles viles que mezclaban el Oporto con la sangre de sus enemigos.
Su densa producción literaria contiene algunos de los títulos míticos de nuestro país. Boves el Urogallo, sobre la vida del sangriento caudillo asturiano que demolió los cimientos de la República en 1814; La casa del pez que escupe el agua, que retrata la sociedad venezolana en los años del gomecismo -al filo del cual, en 1928, nació Herrera Luque-; Los amos del Valle, publicada en 1979 y que constituye su obra más importante, centrada en la mayor parte de los trescientos años de dominio español en Venezuela; La historia fabulada, tres volúmenes que se han consagrado como la espada de Damocles e la investigación histórica en nuestro país; y otras obras menos conocidas, entre las que se cuentan Piar, caudillo de dos colores, sobre el fusilamiento, bajo órdenes de Bolívar, del líder guayanés Manuel Piar; 1998, novela futurista que bajo el pretexto de anticipar el mañana latinoamericano expone los vicios seculares de nuestro ser político; y una pequeña joya literaria, La luna de Fausto, sobre el contingente alemán enviado tras la búsqueda de Eldorado.
La obra de Herrera Luque tiene un hilo conductor clarísimo: la utilización de datos recogidos en verdaderas investigaciones históricas para la construcción de novelas capaces de satisfacer por igual el interés de un lector agobiado por el más rápido y fácil arte de la cinematografía, y el de ese borroso sector de la cultura que reúne al crítico y al escritor como público lector de sus iguales. El filón inicial de las novelas de Herrera Luque lo constituía, como él mismo lo declaró en alguna oportunidad, los cientos de historias guardados en los arcones familiares de la Caracas mantuana que lo cobijó. A partir de esa base, un astuto Herrera Luque sólo tenía que asegurarse de la exactitud de fechas y acontecimientos específicos, agregar sus conocimientos de la mente humana para bosquejar los personajes y, valido de un lenguaje llano y multitemático -¡oh sorpresa, como el de una conversación!-, construía una interesante historia con tonos de altísima calidad sin resultar altisonante. ¿No fue esa, acaso, la estrategia de un García Márquez encerrado en la edificación de sus Cien años de soledad, de un Cortázar amalador de noemas que terminaron en resultar Rayuela?
Fue de esta manera como Herrera Luque se construyó un difícil sitial en la sociedad venezolana. Buen psiquiatra, aunque sólo ligado a ello por ejercer la profesión; el acontecer venezolano se mostraba indeciso sobre definirlo como historiador o como escritor, aunque sus iguales en ambos oficios veían su presencia un tanto incómoda, y por muchos años le rodearon de desconfianza y descreimiento. Para justificar esto, la intelectualidad venezolana se sumió, a cada aparición de un libro de Herrera Luque, en largas -e, invariablemente, infructuosas- controversias acerca de la validez de la obra literaria asentada sobre la investigación histórica.
El punto central de la discusión es la incursión del trabajo del historiador en la obra del narrador. Se dice que las novelas de Herrera Luque -y, con el tiempo, de todo escritor que emprendiera similares proyectos literarios- no eran propiamente un producto artístico al estar contaminadas con la investigación histórica. Que la novela debe ser estrictamente una descripción de hechos ficticios sucesivos; dejando al historiador descripciones similares en las que la realidad de los hechos era corroborada hasta el detalle y abandonada luego en los textos escolares. Que el empleo de situaciones y personajes normalmente conocidos como «históricos» desvirtúa la obra literaria, pues confunde el trabajo del escritor con el del historiador. En dos platos, que el escritor debe ficcionar y el historiador contar la realidad; zapatero a sus zapatos.
El rechazo a la novela histórica proviene, en consecuencia, de cierto temor a catar el mismo licor en una botella distinta: si el protagonista de una novela fue un personaje real que liberó una nación o exploró un territorio, el escritor está inmiscuyéndose en los terrenos del historiador; si en cambio fue el sastre de algún bisabuelo del escritor, éste está haciendo literatura.
Y es que para la sociedad, la ubicación de los hombres en su época histórica guarda ciertas similitudes con la organización de castas, reservando para unos los rangos de nobleza moral y heroica y para otros los escasos recursos de la personalidad común y corriente. Se aprende a distinguir, quizás bajo la influencia de los altisonantes libros de primaria, los prohombres de los hombres de a pie. Aquéllos son inmaculados, nunca fueron al baño ni tuvieron problemas de faldas, siempre tuvieron matrimonios ejemplares y todas sus frases están almacenadas en libros con cantos dorados; éstos eructan en la mesa, se parten el alma, por decir lo menos, trabajando, tienen dolor de cabeza los domingos en la mañana y cuando no están de juerga le están siendo infieles a su pareja.
Herrera Luque seguía, quizás no intencionalmente, la tradición de Homero, que nos dio grandes descripciones históricas valiéndose de la poesía; de los autores bíblicos, que sustentaron en el mismo cuerpo los disímiles espíritus de la historia, la fe y la creación literaria; de Shakespeare, retratista insigne de las pasiones humanas cuyo modelo era el poder; de Balzac, para quien el escritor debía ser el espejo de su época; de Verne, que usó la suspicacia como herramienta de la anticipación; de Miller, violador del lado oscuro de la sociedad.
En toda obra literaria subyacen elementos tomados directamente de la realidad. La vivencia cotidiana y las historias de las que nos provee el mundo real son la materia prima con la que los escritores esculpimos el objeto de la creación. El que los elementos a transformar en parte de una obra literaria hayan sido obtenidos mediante el ancestral sistema del boca a boca, hayan sido soñados por el autor, aparezcan en el diario de la tarde o se obtengan después de una costosa investigación documental, es un aspecto más del entorno de la obra literaria, pero no lo que la define. El escritor justifica los medios y su naturaleza le impide ocupar una casilla aislada de la realidad.
Número de lecturas a este post 3755
Interesante, ni siquiera sabía de Herrera Luque.
Saludos
Por cierto, el escrito está dos veces…
Comparto tu enfoque, la literatura no tiene barreras, además, que ejercicio tan estimulante el de descubrir en medio de la ficción, tu propia historia… Como amante de las Letras y docente de Historia vaya una Oda a la novela histórica (o como la quieran llamar).