El linaje de Pedro Plaza, por Miguel Gomes

09/ 03/ 2013 | Categorías: Reseñas

decepcion de alturaHasta ahora silenciosa, al margen de los círculos literarios de su país, la obra de Pedro Plaza Salvati empieza a darse a conocer con un volumen de relatos —no el único libro que ha escrito— lleno de alentadoras sorpresas. La primera de ellas tiene que ver con su peculiar concepción del espacio de la lectura y el papel del lector a la hora de generar sentido uniendo o manteniendo la independencia de las piezas narrativas. La segunda sorpresa se relaciona con las tradiciones a las que se acoge: por una parte, antiguas y, por otra, muy recientes. La tercera es que el linaje de Pedro Plaza es el de los escritores íntegros, para quienes ningún papel, ningún tono o ninguna materia agota una de las más altas misiones de la literatura o el arte en general: evocar la diversidad y la inestabilidad de nuestras experiencias, capaces de ir de lo infernal a lo paradisíaco, de la tragedia a la comedia y aun a la farsa, sin olvidar las esenciales medianías de lo cotidiano.

Abordamos en estas páginas no una colección de cuentos dispares y acumulados a lo largo de los años, sino un conjunto que obedece a una arquitectura libresca. Cuentario sería acaso la palabra menos torpe para indicar una serie orgánica, un proyecto de integración de lo solo aparentemente disperso, narraciones que constituyen un todo superior gracias al efecto de las mutuas remisiones y la intertextualidad refleja de eventos o personajes compartidos, con sus respectivos referentes sociales o cosmovisiones que coinciden o se complementan. El epígrafe da indicios importantes de una voluntad constructiva que se verá reforzada expresivamente con los motivos retornantes o el acto de retomar un elemento del final de un segmento del libro en el siguiente —como sucede con las circunstancias del primer cuento evocadas brevemente en el segundo, lo que nos hace sospechar las posibilidades de un desarrollo novelesco, que para suerte del buen cuentista aquí no se produce—. La idea, desde luego, no es nueva y parece, por el contrario, querer remontarnos a la prehistoria del cuento literario, que podemos localizar en compilaciones organizadas gracias a marcos: Sherezade y el sultán, las lecciones del consejero Patronio o los refugiados de la peste florentina en el Decamerón. En esta ocasión ha de notarse, sin embargo, que el procedimiento no implica la ambición totalizadora de subordinar unas historias a otra “principal”, sino que el ciclo se establece más o menos al azar, vaporoso, descentrado y desconcertante, con efectos de déjà vu o, una que otra vez, de lo que la psicología analítica denomina sincronicidades. Esa apertura o fluidez, pese a ser estructuradora, no está permeada por la razón. La intuición parece tener un ascendiente mayor, sugiriendo un todo que preserva su misterio y jamás se manifiesta como fatalidad. Balzac, Eça, Quiroga, Faulkner, Onetti, cada uno a su manera, entretejieron redes semejantes que juntaban sus narraciones en principio autónomas hasta esbozar universos sociales porosos, con regiones parcialmente invisibles. Tal vez por ello sus obras se parecen tanto a la vida incluso cuando lo irreal las traspasa: nuestra relación con el mundo es así y lo único que consigue “cerrarla” es la muerte.

Fábulas regidas por las fugas de la imaginación hacia textos contiguos. Y no solo contiguos, porque un caso análogo se observa en el plano de los géneros. Quien toque a las puertas de este cuentario hallará, por igual, ecos del cuadro de costumbres y de la narrativa policial, ecos de lo fantástico y de un realismo casi de crónica, que rezuma la muy comprensible admiración del autor por periodistas como Joseph Mitchell, de clara estirpe literaria. Algo de “realismo sucio” podría divisarse aquí y allá en esta prosa, aunque no asimilado mediante traducciones e imitaciones, sino directamente de las fuentes, que tan bien maneja Pedro Plaza desde antes de su estadía en Nueva York. Lo visceral y lo ligero, el trance parasurrealista y la fantaciencia: abundantes son los registros de estos relatos, cuya inmediatez emocional y vivencial establece enseguida un escenario familiar al lector que frecuente los perfiles fragmentados, discontinuos e inagotables del día a día en las urbes imperfectamente modernas de Latinoamérica y, más que en otras, en la caraqueña. “Caracas es una fiesta”, reza el título de uno de los cuentos: bajo esa afirmación irónica, desengañada, late la honda huella que han dejado las última décadas en quienes habitan una ciudad que alguna vez soñó haber llegado al presente mundial y últimamente anda revolcándose de nuevo en el violento y decimonónico laberinto de sus orígenes.

Obra abierta para el lector y de lenguajes múltiples, desde el punto de vista de la ética y los ideales de la creación, la escritura de Pedro Plaza también se despliega como reino de lo diverso, donde el signo de lo humano se descifra gracias a la tolerancia constante y rara vez a la exclusión. Entre las criaturas letradas una de las especies más lamentables es la del escritor monocorde, identificado con una sola posibilidad temática o estilística, ansioso, además, de justificar la pobreza de su paleta con el subterfugio de la necesidad absoluta. En Venezuela, el estatuario Uslar Pietri ilustró bien ese patrón cuando aseveró que el escritor más característicamente “criollo”, apasionado por los dramas de la historia y el futuro de sus compatriotas, “sonríe poco. El buen humor le es extraño” (Obras selectas, Caracas-Madrid: Edime, 1956, p. 1216). Autorretratos como este en más de una oportunidad se han hecho pasar por retratos de lo “nuestro”, egolátricamente reducido el vasto rostro de muchas generaciones a las limitaciones de un individuo. Pero el problema no ha radicado únicamente en el exceso de solemnidad o de gravedad. El otro extremo ha sido asimismo usual: junto a los fósiles vivientes, hemos tenido a numerosos escritores que fungen de payaso profesional, empecinado guasón de las nuevas cortes de aplausos efímeros, sobre todo, la prensa periódica o la Internet. La carrera literaria de Pedro Plaza Salvati, que ahora formalmente comienza, me parece prometedora porque da señales de una ductilidad casi mercurial, rozando a veces los polos de lo grotesco o lo sensible, pero jamás encallándose en ellos. Su repertorio de asuntos es rico: ni el llanto ni la risa le son ajenos. Tampoco todo aquello que los separa: las ambigüedades de nuestras venturas o infortunios; nuestros miedos o esperanzas; las rutinas o el hecho banal. Tal vez por ese motivo las páginas de este libro son capaces de invitarnos, entre otros intercambios posibles, al diálogo con nosotros mismos.

Prologo al libro: Decepción de altura (Equinoccio, 2013)

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