Entre la literatura y el sexo, por Carlos Yusti

07/ 05/ 2013 | Categorías: Opinión

Descubrí primero mi deseo de ser escritor que mi sexualidad. Tenía dieciséis años cuando alguna prostituta de un lamentoso lenocinio de la Zona Sur Valenciana me enseñó de qué iba el sexo. La cosa más que placentera estuvo algo enlaberintinada, pero desde ese momento quede enmujerado, vaginizado y enredado en ese aroma de metal dulce que exhalan los cuerpos femeninos. Como digo esa primera puta me llevó al puerto seguro del deseo hecho carne, pero para ese momento ya me había leído una treintena de clásicos, todo Julio Verne, la «Paideia» de Wener Jaeger, a Moro, San Agustín, Voltaire y había garrapateado mis primeros ensayos y poemas.

Luego de mi primera experiencia porno quise enterarme más del asunto. La lectura de algunos clásicos del erotismo me llevó a considerar que entre pornográfico y erótico existe una línea bastante delgada, pero ambas, tanto en la vida como en la literatura, se entremezclan y a veces es bastante complejo establecer diferencias claras y precisas.

En mi conteo sucinto de clásicos eróticos debo mencionar primero que nada una novela española, «La Lozana Andaluza» de Francisco Delicado. Novela con castellano antiguo incluido y no exenta de escenas de gran poética sexual, sin obviar el humor y la existencia sonando en la maquinara de lo mundano. Los trópicos de Miller me llevaron a un sexo desprejuiciado y contemporáneo. Literatura borracha con sus chulos, sus bares y sus mujerzuelas inyectados de urbe y filosofía existencial y devorante.

Leer el «Decamerón» fue una hazaña vital para mí. Cuernos, amores contrariados, gran literatura entremezclada con la ironía en un texto abierto, picaresco y que es algo así como un gran friso de lo sexual que poetiza y satiriza la vida a cada sobresalto. Con la novela «El amante de Lady Chaterley» tuve las erecciones menos poéticas, pero el libro es una excelsa joya donde la buena literatura desborda todos los parámetros.

El famoso libro de Vladimir Nabokov, «Lolita» me decepcionó. Estaba a la caza de escenas escatológicas de sexo y el escritor ruso insinúa, merodea por lo sexual y deja todo a la mente y morbo del lector. El libro de Guillermo Cabrera Infante, «La Habana para un infante difunto» me reconcilió con el sexo como una gran sinfonía coral/oral de humor y literatura como malabarismo con las palabras, como juego sexual donde la pasión desquicia el discurso y reordena lo sexual desde la risa.

El Kamasutra me resultó un tratado erótico más bien esquemático. Para descalificarlo como libro erótico yo lo catalogaba, en esas interminables discusiones de café, como un libro netamente humorístico sin humor. Recuerdo que contiene pasajes más o menos así: «Son fáciles las mujeres que se paran en la puerta, las que trabajan, las que son madres soltera, las que sus maridos trabajan en otra ciudad, las que ya no son jóvenes» y así. Al final de la lista uno se percata que todas las mujeres son fáciles y que el difícil como que es uno, porque cómo cuesta conquistar y encamar una. Además el manual del erotismo hindú no te explica las fórmulas para conquistarlas y no queda más remedio que soltar la carcajada y dejar la masturbación para otro momento más solemne.

En mi juventud el virus de la política comenzó a infectarme también. Pero con las hormonas no hay quien pueda y así, a la par de la lectura, de Pablo Neruda y del «Poema Pedagógico» de Makarenko leía toda la pornografía de quiosco que pude, pero eso sí sin perder de vista a los grandes autores. En ese tiempo leí libros bizarros en lo que a materia sexual se refiere. Estaba por ejemplo «Las once mil vergas» escrito por el excelso poeta Guillermo Apolliner, que lo escribió por encargo y para pagar deudas de su vida bohemia y lírica. El encuentro de Sade, que más que pornógrafo era un filosofo, fue inevitable. Leerlo se convirtió en un vicio del que vino a curarme Pier Paolo Pasolini con su película «Saló», basado en «Los 120 días de Sodoma y Gomorra». Pasolini lleva la perversión sadiana al centro del fascismo italiano y aquello se convierte en una bofetada espeluznante.

En la escritura erótica y pornográfica el sexo es el eje que proporciona movimiento al texto, sin embargo en la literatura erótica está en juego el lenguaje como proceso creativo. En la pornografía el efectismo sexual juega más a la erección que a la creación. En la escritura pornográfica el lenguaje se sitúa en segundo plano para darle paso a lo bizarro, al sexo como pirotecnia para deslumbrar los sentidos y las hormonas. Algo así pasaba con las películas pornos que iba a ver, en bandada con otros amigos y amigas, al cine Tropical, especializado en este tipo de películas. Cuando la cinta desarrollaba mucho los diálogos las pitas, los insultos y las groserías inundaban la sala. La gente, en lo que me incluía claro, sólo quería el diálogo de los sexos en plena euforia, la batalla silente/ardiente de la carne inventando su propio diálogo.

Lo erótico busca/persigue la poesía del acto sexual o ese fuego que devasta los sentidos. El erotismo sugiere, enarbola las banderas de lo concreto, de ese terreno sinuoso de los cuerpos entrampados en el deseo volátil de la carne. La fantasía es vital para el sexo y la literatura.

La pornografía es el analfabetismo de la fantasía en acción. Lo erótico trae a la superficie de la piel esos sueños más recónditos, sintaxis cristalizada en feroz metáfora. El erotismo rompe cánones, la pornografía es un cerco que impide el vuelo de los sexos.

En fin la lectura de algunos libros me hizo ver que lo literario era el condimento indispensable para darle carne y poesía al sexo, al amor, a eso que soñamos que está por encima de ese mar profundo que es la piel o, como lo dijo Gide: «lo más profundo es la piel». La literatura es la parábola mágica de la vida. La literatura erótica, más que reflexionar sobre lo importante que puede ser el sexo, me permitió descubrir que aquello que está al margen de las palabras escritas pierde su efectivo encanto. La belleza de lo carnal estriba que nuestros actos de amor (tanto en la cama como los avatares existenciales) puedan dar pie a una bella (o terrible) historia, a un cuento o a ese poema que se escribe en el papel o que nos escribe en la piel de ese gran libro del universo.

El sexo y la literatura, lo carnal de las palabras es la esencia de mi vida. Hechizado por el sexo y por las palabras trato de encontrar la metáfora exacta para convertirlo todo en lenguaje, en historia viva y erecta.

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