Hombre que viene de lejos, de Orlando Chirinos

09/ 04/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

camino solitarioPor allí se presentó Arquímedes anoche, Leo, como una mala cosa. Sudado y azufroso, con las huellas invisibles de las hendiduras y grietas resecas de la calle mal iluminada. Debe haberse venido liviano y suave como una hoja, a un palmo del suelo. Pasaría frente a «El Murallón» sin hacer caso del vidrio contra el cemento, ni de la conga reventando los surcos del disco, digo yo. Sin ver a Gissela gamuzeando los círculos aplanados de metal erosionado y micótico. Gissela vacilando en los tacones altos y de rayas culebreadas, sonando a gluglú la cerveza en los vasos. Sin ver a Gissela sacando el busto, pronunciando más el trasero, sacando pasitos y figuras cerca de la voz de El Benny.

Debe haber pasado indiferente, sin ver el aglutino de sillas y mesas, las manos golpeando las planchas metálicas. La prisa le comía los pies, las manos tiesas, frío y verde como una estatua abandonada, sin oír el amasijo de ruidos del sitio. Seguramente saltó sobre la casa misma de Arturo, para evitarse el cruce de la calle, tropezó las hojas sobre la cerca y desde allí gritó ¡Arturo!, y siguió para acá.

Nadie lo esperaba y ni siquiera lo habíamos mencionado en estos días. Por eso nos agarró de sorpresa, cuando se colocó en el marco de la puerta, apenas baboseado por la miga de luz que le llegaba de la sala. No sentimos cuando abrió la reja, ni cuando sacudió los zapatos contra el quicio. Desde aquí los vimos, en el hueco sin luz, medio inclinado hacia las hojas pulposas esas que están allí. Llegó en una hora hueca, en uno de esos momentos calmos, en uno de esos retazos de tiempo vaciados de todo y todo… Nosotros fuera del ruido, la ciudad como una gran larva viva, a lo lejos. Nosotros atrapados dentro de una nostalgia dulzona y consistente.

Estaba delgadísimo el Arquímedes, Leo. La cara medio barbada, las mejillas y los ojos escurriéndose del rostro. Desmejorado y lejano. Ya no era aquel de cuando nos vinimos, alegre y parlanchín. Había cambiado mucho. Claro, esto no nos preocupó mayor cosa, porque todos hemos cambiado, unos más que otros, pero hemos cambiado.

Bueno, lo cierto es que se puso allí, calladito y triste, sin hacer caso de la seña para que entrara. Pero, de verdad, se veía mal, te digo. Nos pondríamos a hablar de allá, con toda seguridad, para que el sol nos crujiera en la piel y se nos abrillantara en el agua viva sobre la carne, llenos de brozas húmedas y pegajosas. Acostados sobre las llemas y los tallitos tiernos, el oído sobre el vientre terroso, o de cara al cielo, los ojos entrecerrados, las nubes columpiándose de cerro a cerro o haciéndose tiras entre los montes más altos.

De eso hubiéramos hablado o de Justina… La casa escondida entre los naranjos, deslizándose en el lomo yerboso y ondulante. Justina oliendo a caña verde, desnudándose, tendiéndose en el catre, abriendo los muslos fofos y viejos. Hubiéramos hablado de muchas cosas si él traspone el umbral, pero ya no somos los mismos que vinimos, ni siquiera los de un tanto atrás, cruzándose ahora por la calle, inflados de una falsa prisa, postizos, con una afectación innecesaria, maquillados para los actos vitales, o para comer salchichas chorreantes de mostaza, cualquier domingo en cualquier esquina. Son otros, realmente, los de los tragos del día de pago, con otras caras y otros amigos, gente de otros lugares, con otras voces y otros gestos. Entalcados, enlavandados, Dios sabe cuán lejos de nosotros mismos, Leo.

A nosotros nos habían contado que él, Arquímedes, se había mudado ahora poco, que estaba tocando, que se había plantado, con casa y mujer. Creo que ya tenían un hijo. Todo eso nos habían contado de él. Imagínate cuánto tiempo haría que no lo veíamos, hasta anoche, cuando llegó y se fue, en segundos:

— A lo mejor lo soñamos —dijimos— o fue alguna sombra parecida a él.

Por eso teníamos que alegrarnos de su visita. Vicente no lo veía desde donde estaba, en el piso, y se quedó pasándose las manos sobre la panza abultada y peluda. Pero Mauricio y yo si podíamos verlo:

—Mira quién está ahí —me dijo Mauricio, dándome con el codo.

—Creíamos que te habías muerto hace tiempo— le dije, sin moverme de la silla, haciéndole señas para que entrara, sin fijarnos seriamente en sus huesos alargados, en sus manos amplias y nudosas sosteniendo la puerta. Sin tomar en serio su aspecto de cosa mustia, marchita, su vellosidad de enfermo, sus ropas estropeadas.

Nadie lo vio apearse de bus, ni integrarse a las sombras, ni llegar donde Arturo y llamarlo, sin detenerse. En esas condiciones le debe haber resultado fácil, de habérselo propuesto, atravesar el alambre, filtrarse como un aire por la malla y retirarse hasta abajo. Pero nadie lo vio cruzar la corona de luz de «El Murallón». Nadie. Se adueñó de la entrada cuando él quiso, suspiró con todo el cuerpo, estremecido lentamente sobre toda la piel maltratada. Suspiró y bajó un poco la cabeza, sin importarle el grueso olor a sudor viejo, alquitranado, aquel olor a natas fermentadas que parte de los zapatos en reposo y de las telas íntimas colgadas en ciertos salientes.

¿Recuerdas la otra vez cuando vino? Andaba medio ebrio, hablando sin parar, con los ojos brillantes y agrandados, con el tema del conjunto que estaba formando. Agarró la guitarra y cantó hasta la madrugada. De aquí se fue con Vicente y Robertico. Desde esa fecha no lo veía.

Arturo fue quien llegó esta mañana, temprano:

—Anoche mataron a Arquímedes, por allá donde vivía: Un tipo le rompió el pecho.

Arturo llorando contra la pared.

La cabeza recogida, como un glande fláccido. Serio entre el terciopelo negro. Muerto. Arquímedes muerto, Leo.

 Del libro: Ultima luna en la piel (Fundarte, 1979)

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