La tradición del fracaso en nuestro país portátil, por Héctor Torres
13/ 01/ 2014 | Categorías: Lo más reciente, Opinión, ReseñasEl 10 de agosto de 1806, el venezolano Francisco de Miranda (aquel que nuestra iconografía patria eternizó hosco y aburrido sobre el camastro de su prisión) llevaría a cabo una acción fundamental para interpretar una de las claves de nuestra historia republicana. Acompañado de un grupo de oficiales norteamericanos, ingleses y alemanes, desembarcó en La Vela de Coro con un ejército de unos trescientos hombres, luego de haberlo intentado vanamente en las costas de Ocumare.
La operación parecía concebida para el fracaso: habiendo sido avistado con antelación por los vigías españoles, el grupo recibió una férrea resistencia por parte de sus entrenadas tropas.
Al final de la refriega, su diezmada milicia, reducida a menos de doscientos fatigados y desaliñados combatientes, entró al pueblo, siéndoles imposible despertar la simpatía de sus recelosos pobladores, quienes vieron en esos desconocidos de extranjero acento a un puñado de invasores antes que a un ejército libertador. En su larga cadena de reveses, no tendría más remedio que ordenar el repliegue de sus sueños, embarcando nuevamente en el Leander, e inaugurando una de las tradiciones más emblemáticas de nuestro lado oscuro, no ya como nación, sino como raza: el ademán de errar, estruendosa, pero pomposamente.
El, según los corrillos de entonces, protegido de Cagigal, es una de las figuras arquetípicas de lo que se conoció como vida romántica, así como de sus características más distintivas: voluntarismo, ego desmedido, desprecio por el sentido común, desmesurada confianza en la imaginación, terquedad, fe ciega en sus capacidades e ideas gobernadas por la utopía, entre otras. Su impericia para contemporizar con el mundo que les rodea, aunado a una inmensa egolatría y a una incapacidad manifiesta para razonar dentro de los límites de la sensatez, suelen llevarlos a una entrega suicida en pos de sus metas, inmolación que —alcanzado su objetivo— será orlada de heroísmo por aquellos que sabrán aprovecharla para su beneficio personal.
Este tema, este prototipo, ha sido fuente de variados tratamientos en nuestra literatura. El largo poema “Derrota” de Rafael Cadenas y la novela “País Portátil” de Adriano González León, son dos ejemplos que nadaron a contracorriente, en una época en que la apología de la lucha armada y las denuncias al poder fueron el emotivo enfoque que distrajo a muchos autores.
II
Paralelamente a la constatación de provenir de una familia de la más genuina estirpe de fanfarrones y chapuceros, una familia de pomposos derrotados —como ya se acuñó—, durante el decurso de un corto aunque accidentado viaje a bordo de un autobús por la congestionada Caracas de los años sesenta, asediado por anuncios publicitarios tan violentos y agolpados como sus recuerdos, Andrés Barazarte viaja también por el camino andado de su vida adulta, desde su llegada a la capital hasta el momento en el que se encuentra, atravesando el centro de la ciudad, con un maletín-metáfora entre las manos y una misión batallando por no ahogarse en medio de un torbellino de azuzantes y quejumbrosos espectros patriarcales.
Viaja en el recuerdo y viaja en el tiempo presente durante más de doscientas cincuenta páginas, hasta tropezarse con ese momento que lo justificará, el momento en que, por llegar tarde, arruinará la única acción subversiva importante en que iba a participar, aparente motivación vital de su existencia. Cerrando esa peste de intemperancia, soledad y confinamiento que era el apellido Barazarte, triunfaría paradójicamente en algo que no se había propuesto: poner fin a esa casta de infructuosos amantes de la destrucción.
III
Cuando González León engendra a Andrés Barazarte para que se desplace entre esos arquetípicos personajes de los sesenta, se cuida tanto de omitir cualquier tono de exaltación o justificación, que obtiene como resultado a un perfecto antihéroe que, lejos de lo que se espera de un texto de la época, no parece blandir firmes convicciones políticas.
Su historia nos insinúa que, prisionero de la retórica marxista-foquista-guevarista de aquella década violenta, cuya jerga y acentuación —valga decirlo— le generaban más bien incomodidad, fastidio, se alterna entre sucumbir sin pasión a la vehemente elocuencia de Eduardo, su amigo, y ejecutar, ahí sí apasionadamente, los intuidos deseos de Delia, su anhelo fragante a mandarinas, sin tener la resolución necesaria para efectuar sus propósitos, ni alcanzar a complacerlos.
País Portátil se asoma sin rigor en un pedazo de esa incesante violencia que atraviesa nuestra historia republicana (violencia que arranca en las luchas independentistas que dejaron su herencia de ruina y que no se detiene aún hasta nuestros días, y cuenta con pasajes como las guerras federales, la muerte de Santos Michelena, el sitio de La Victoria, el Porteñazo y, por supuesto, los años sesenta, núcleo de la trama del libro). Violencia que es la marca de fuego, la íntima naturaleza, de los Barazarte. La marca de fuego y, también, la vara de medir. Violencia inútil que no sirve ni para recuperar unos terrenos birlados por un cura socarrón. Inútil pero ineluctable. No hay una línea que nos permita constatar que la violencia le produjo felicidad o beneficios notorios al General Epifanio, ni a Víctor Rafael, ni a León Perfecto, ni a Salvador; pero les pertenecía y no podían renunciar a ella.
No es increíble, de hecho, que la parábola de la rana y el escorpión hayan nacido en estos lares. Aquel que no se midiese por esa vara, por esa marca labrada con fuego ardiente, desaparecería tragado por la vorágine del incesante presente en que se desenvolvieron (Angélica, José Eladio, Georgina, Mirko y, de alguna manera, hasta Delia). Al que aprobara la medida, en cambio, le esperaba un destino más atroz: convertirse en un fantasma que torturaría a los que aún les tocaba penar sobre esta tierra. De allí el magistral final, (que en la versión fílmica se resuelve con unas imágenes inolvidables, altamente logradas, hermosas), en el cual el último de los Barazarte, al encontrar su destino, y extinguir el apellido, libera el corral en el que ya no podrán nunca más estar contenidas las lamentaciones de esa casta de secular infortunio.
Infortunio que se lleva a cuestas como el maletín del que Barazarte no se desprenderá, aunque tampoco parezca preparado para darle uso. No es improbable que él mismo no haya tenido muy claro qué tenía entre sus manos (¿los jóvenes que se adentraron en las montañas persiguiendo la gloria?). Misterio portátil que a lo largo de sus páginas nunca se revela, portátil como el hombre y el país, como el continente y las ambiciones que condujeron a un puñado de aventureros deseosos de una riqueza súbita a adentrarse en aquel nuevo mundo, allá en el siglo XV, tras un ilusorio Dorado que aún seguimos buscando, trayendo consigo la arbitrariedad, la permanente reinvención y ruptura de reglas y acuerdos, y la supersticiosa, desafortunada certeza de que una nación (a diferencia de las sólidas tradiciones dejadas allende los mares) puede ser un palimpsesto que podrá reescribirse las veces que convenga, y no un conjunto de hábitos y valores espirituales que inculcar pacientemente; suponiendo que ésta se encuentra en sus instituciones y no en el espíritu de su colectivo.
IV
Hecho de la misma pasta de sus enemigos, Miranda pretendía librar a la América toda de algo que estaba en sus propios genes, como los Mirandas de todo el continente han estado convencidos de que el dolor del pueblo, su hambre, las desigualdades y las injusticias que padece, suponen una terrible enfermedad que debe extirparse con más dolor, más sangre y más injusticia. Era previsible que ambas empresas —la del guerrero de 1806 y la de los subversivos de la década del sesenta— estuviesen condenadas al fracaso. Como la de esos venezolanos de hoy que, con las mejores intenciones, no aceptan un miligramo de duda en sus convicciones, y sin embargo dicen “combatir el totalitarismo”.
V
Y fue aquella congénita insensatez de negarse a atender las más elocuentes evidencias, la que condujo a Miranda a lanzarse a esa aventura de iniciar la independencia de todo un continente con sólo un puñado de aventureros y románticos. Tan románticos y aventureros como esa clase media burguesa que juraba entender el padecimiento de los más necesitados, y realizaba “tomas” en los barrios, ofreciendo indescifrables discursos acerca de la dominación imperialista, la plusvalía, la lucha de clases y la rebelión de las masas, a aquellas realidades de subsistencia diaria, de dolor tragado con resignación, salsa y ron.
Es esa la epopeya de Alejandro Mayta, un fracasado y casi jubilado revolucionario trostkista peruano quien, alentado por los sucesos en desarrollo de la Sierra Maestra cubana, y harto de las infinitas discusiones dialécticas de la diminuta célula en la que militaba, en Lima, decidió pasar a la acción e iniciar una sublevación campesina en Jauja, un pequeño pueblito andino, allá por el 1956, acompañado de un subteniente que cuidaba la cárcel local, de dos dirigentes campesinos armados de indecisión hasta los dientes y de un puñado de imberbes estudiantes de un liceo militar. La historia, inexplicablemente ignorada por lectores y crítica, la recrea ese excelente narrador de ficción política que es Mario Vargas Llosa (Historia de Mayta, 1983).
En una de las escenas más deliciosas de la novela, luego de “expropiar” un banco para proveerse de fondos, ciñéndose al plan rigurosamente diseñado, ofrecen un épico discurso en la plaza con el fin de justificar y explicar la operación, pero nadie alcanzó a escucharlo, porque ese poblado de campesinos indígenas desconocía los códigos de dichas acciones. La sublevación, que Mayta gustaba imaginar como una titánica ruptura histórica, como la génesis de una nueva era, duró unas pocas horas antes de ser sofocada por la policía local, que les dio alcance debido a un ridículo error de cálculo. Por tanto, siguiendo la ancestral tradición, Mayta fracasó pomposa pero estrepitosamente.
“La historia de Mayta es incomprensible separada de su tiempo y lugar, aquellos años en que, en América Latina, se hizo religión la idea, entre impacientes, aventureros e idealistas (yo fui uno de ellos), de que la libertad y la justicia se alcanzarían a tiros de fusil” señaló el autor durante una entrevista concedida a propósito de dicha obra. “Asombra comprobar que en estos lares aún subsisten furiosos reductos de dicha religión”, leo entre mis apuntes.
VI
País Portátil acude a una fórmula de un enorme poder de sugestión: el viaje. El uso de ese recurso garantiza la compañía de un lector que se aprestará complacido ante la sola promesa de la aventura. El protagonista viaja para conocerse, se aleja de sí un poco para, en esa misma medida, encontrarse cada vez más. A esa primera paradoja asiste el acompañante (el lector) para descubrir que en el decurso de sus correrías él dejó de ser espectador para tornarse un poco protagonista. Acotar ese paralelismo entre tiempo y distancia, entre camino interior y su metáfora externa, no supone ninguna novedad. Lo advierte el autor cuando señala a La Odisea y a Ulyses como dos notables antecedentes (me gustaría agregar también a Don Quijote, por cierto, una apología al derrotado). En esas aventuras el protagonista navega, cabalga o viaja en un autobús, sin que el vehículo utilizado, según la época, modifique en lo absoluto la metamorfosis experimentada. Y aunque no ofrece novedad, los lectores son seducidos ante la milenaria travesía que propone, convencidos de que algo descubrirán una vez culminado el periplo, aún a riesgo de culminarlo con la certeza de haber equivocado el camino.
País Portátil es, también, un hallazgo literario de rango universal. En lo personal no la juzgo perfecta, y tampoco creo que haya aspirado jamás a esa condición; como no lo aspiró, de seguro, “El tambor de hojalata”, “Cien años de soledad”, “La Peste” o “Santuario”. No es ese, a diferencia del cuento, el principal mérito que se espera de esas obras. Sus pasajes menos intensos, su ritmo irregular, su impreciso tanteo tras una atmósfera, al contrario, suelen ser evidencias precisamente del fuego divino. Explicar, a partir de unos cuantos rasgos que podrían parecer arbitrarios, la vida y los mecanismos del alma humana (que a fin de cuentas es la que percibe y concibe la vida) sí suelen ser méritos esperados en el género. Y si esa empresa se lleva a cabo usando como fondo elementos locales, paisajes y rasgos puntuales que confirmen la universalidad de los conflictos del alma humana, uno de los fundamentos más explotados por la novelística del boom, ese mérito convierte dicha obra en una joya digna de llevarse a lectores de otros idiomas, es decir, en un hallazgo literario de rango universal.
VII
Esa misma novela que en el año 1968 obtuviera el reconocido premio Biblioteca Breve, de Seix Barral, es un viaje y es una diáfana línea que contribuye a explicar el mundo, sí, pero es ante todo una obra capital de la literatura venezolana, y lo es básicamente porque en ese viaje, y en esa interpretación del mundo, González León supo dibujar inequívocamente cómo el venezolano, en su lado oscuro, puede convertir su apego por la improvisación, su precipitado voluntarismo, su torpe narcisismo, en una ópera del heroísmo sensiblero, en la épica de la chapucería, en la balada del gesto inútil, en un bolero, en el desparpajo con el que culpamos a la humanidad entera y a los dioses de nuestros fracasos. Nos recuerda nuestro ridículo patrioterismo, nuestro aferramiento al pasado, nuestro supersticioso fervor por la palabrería altisonante y las más baratas manipulaciones emocionales.
País Portátil alude, además, a esa pesada maleta que es el país, advirtiéndonos que con todo ese universo emocional que lleva adentro (el Caracas-Magallanes, las hallacas, los mensajes de amor en los avisos clasificados, la visión idílica e hiperbolizada sobre la belleza de nuestras mujeres, las uvas del tiempo, las rancheras en el cumpleaños de la mamá, los panas del alma, hablar mal del gobierno, defender el “proceso”, la ingenua creencia de vivir en el país más rico del mundo, la perniciosa puerilidad de creernos más vivos que los demás, las inacabables corruptelas políticas, nuestra inmadura debilidad por los caudillos) siempre nos ha tenido tan ocupados que nos ha impedido dedicarnos a algo en serio, a culminar modestamente algo ya iniciado, atareados como solemos estar con ideas magnas, con inútiles, sentidas y profundas necedades.
Por eso las normas nos pesan. Nuestros propósitos siempre serán tan “gloriosos” que requerimos ejecutarlos al margen de las reglas, al borde de la vida, con la sola compañía de nuestro coraje y nuestra disposición, “con bolas”.
Desde conducir con precaución hasta gobernar con decoro, cuando debemos escoger entre culminar satisfactoriamente una tarea propuesta y convertir cualquier modesta acción en una gesta heroica, solemos elegir (como la estirpe de los Barazarte) por lo segundo, es decir, por la derrota solemne, por darle consecución a esa tradición de fracasar llevando a cuestas la abultada carga de nuestra historia, de nuestro país portátil.
Sobre el libro País Portátil, de Adriano González León
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