Latinoamérica, esa falacia; por Juan Carlos Chirinos

22/ 05/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, Opinión

[1] Corneja diestra

En Izquierda y derecha en el cosmos, Martin Gardner explica que en nuestro Universo las nociones de «derecha» e «izquierda» pueden constatarse cuando nos colocamos frente a un espejo: el reflejo entrega la imagen invertida, la izquierda a la derecha y la derecha a la izquierda. Si levantamos el brazo derecho, nuestra imagen levantará de inmediato y con invertida obediencia el brazo izquierdo; y si nos da por desplazar nuestro cuerpo hacia nuestra izquierda, nuestra servil imagen acatará la orden fugándose por su derecha. Cada punto de nuestro cuerpo se imprime sobre la superficie pulida que lo refleja dando la apariencia de que ese punto, originalmente colocado a la derecha o a la izquierda de nuestra simetría, ha mudado su lugar de reposo al cuadrante opuesto. Parece que esto mismo no ocurre con las nociones de «arriba» y «abajo». Salvo que la forma de la superficie sobre la que nos reflejemos tenga depresiones y cimas colocadas a propósito para deformar el lugar de la imagen, nuestra cabeza siempre estará sobre nuestros hombros, nuestros pies bajo los tobillos y las uñas de las manos en las puntas de los dedos: todo lo que esté arriba en el cuerpo que se refleja seguirá arriba en la imagen reflejada. El espejo no se sabe aún el truco de invertir las posiciones de lo que está arriba y lo que está abajo, tan bien como lo sabe hacer con lo que está a la izquierda y lo que está a la derecha. Ésta es cuestión que suscita esas preguntas que avivan la curiosidad, y que los científicos y filósofos han pasado la vida tratando de explicar. Sin ir más lejos, Leonardo Da Vinci murió sin darle una explicación satisfactoria al asunto del espejo, a pesar de que solía escribir de derecha a izquierda, quizás con el secreto deseo de atravesar el espejo como, muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento de conejos y reinas de corazones, Alicia lo cruzaría con las surrealistas consecuencias que ya conocemos. A pesar de que ya es obvio para todos que las concepciones «arriba» y «abajo» se las debemos a la fuerza de la gravedad (todo lo que está abajo, lo está en relación con el suelo en el que nos movemos; y lo que está arriba es todo lo demás), y por lo tanto son nociones relativas al lugar donde nos encontremos, estos dos conceptos han configurado casi todo nuestro sistema de vida, casi toda nuestra epistemología, casi toda nuestra política y absolutamente toda nuestra teología.

Mi intención en esta oportunidad es la de alzar (otra palabra ligada a la gravedad) una voz y llevarla al espacio donde las coordenadas (físicas y morales) deben comenzar a determinarse con otros instrumentos, si es que queremos asimilar la avalancha de conocimientos y descubrimientos que se nos vienen encima.

El puerto hacia donde vamos, lo anuncio desde ya, es el de abominar de un gentilicio que se nos ha impuesto sin preguntarnos, y que estudiosos, intelectuales y gente de a pie hemos utilizado sin pararnos a pensar seriamente si queremos identificarnos con él. Me refiero al término Latinoamérica, y todas sus variantes (Iberoamérica, América Latina, Hispanoamérica, etc.). Para ello, y para comenzar primero por lo primario, invoco la autoridad milenaria e irrefutable del Filósofo occidental por excelencia, con el no oculto deseo de que sus palabras, más que dogmas, sean instrumentos para encontrar algún tipo de camino que, incluso, las descalifiquen a ellas mismas. Me refiero, desde luego, a Aristóteles de Estagira: Todos los hombres desean por naturaleza saber. Así lo indica el amor a los sentidos; pues, al margen de su utilidad, son amados a causa de sí mismos, y el que más de todos, el de la vista; así inicia el maestro de Alejandro Magno (en traducción excelente de Valentín García Yebra) su poderosa Metafísica, y fija para los veinte siglos siguientes la teoría del conocimiento desde la mirada. Casi parece tonto el punto de «vista» del que parte, pues para todos es obvio que el sentido que nos «muestra» en primera instancia la forma y posición de las cosas es el de la vista, pues el ojo es ojo no porque lo veo, sino porque éste me ve a mí, y por ello quizás confiamos en que la información que recibimos a través de nuestros ojos es del todo verdadera. El oído, el tacto, el gusto y el olfato completan el kit de herramientas pereceptivas con las que accedemos al mundo; y hasta nuevo aviso, a nadie parece haberle fallado el uso del kit exceptuando, desde luego, las discapacidades que cada uno pueda tener con él, pero esto no forma parte de la presente reflexión.

[2] Corneja siniestra

En este orden de cosas, y en atención a la naturaleza simétrica de nuestros cuerpos (por algo compartimos la bilateralidad con animales tan aparentemente humildes como la planaria), nuestro discernimiento se adaptó perfectamente a que arriba de algo siempre hay algo y debajo, también. «Sobre la tierra, la palma / sobre la palma, los cielos / sobre mi caballo, yo / y sobre yo, mi sombrero», canta el poeta y tiene la mitad de razón.

El criollismo traidor del poema desvía nuestra atención hacia el retruécano gramatical y el sabor a mastranto de los octosílabos. El poeta hace el salto mortal cuantitativo y cae en el territorio de la subjetividad cualitativa. Que nuestra percepción nos indique, positivamente, que sobre la tierra donde nos movemos repose la palma y todos los demás objetos y seres vivos; que sobre la palma -y todo lo animado e inanimado- se coloquen los cielos azules y sus nubes caprichosas, es una verdad objetiva en la medida en que objetividad tiene validez como punto de referencia. Pero hay que señalar que, estando el caballo -aun compartiendo con la palma la tierra que lo sostiene- debajo del jinete sobre cuya cabeza reposa un sombrero seguramente de cogollo, el conjunto de la estrofa apunta hacia una noción de arriba y abajo que sólo la debemos a la gravedad, nuestra capacidad de raciocinio y a la posibilidad que tenemos con ella de aplicar sobre categorías morales criterios puramente físicos y gravitacionales [Pero el género humano dispone del arte y del razonamiento, acota con sutil melancolía Aristóteles, como si fuera la constatación de una maldición impuesta, o quizás la revelación de que por esta razón fuimos expulsados humillantemente del Edén]. ¿Volvemos al poemita?

Cuando leemos los dos primeros versos, (Sobre la tierra, la palma / sobre la palma, los cielos), apenas si detectamos el inicio de una perogrullada, en el que la tierra y las cosas existen debajo del firmamento; pero cuando el poeta introduce los dos siguientes versos (¡ay, la maldad intrínseca del arte!: sobre mi caballo, yo / y sobre yo, mi sombrero) jugando a que no domina la gramática de su idioma, modifica el sentido de todo el poema: los cielos ya no son esos azules y esos blancos de las nubes, sino el lugar utópico que tantos shamanes nos han prometido más allá de nuestras vidas, y yo ya no es solamente el pronombre personal sino la metáfora del humano libre y soberbio que domina la naturaleza, toda bajo su mando, y cuya libertad se ve limitada apenas por los favores refrigerantes de un sombrero de cogollo. El poema se convierte en la exaltación del yo, de la libertad del ser humano por encima de la naturaleza (si la naturaleza se opone, etc…) y sin tener como guía (o negando temerosamente) el gobierno de los cielos. La alianza que pintara Miguel Ángel en la Capilla Sixtina entre creador y creatura se rompe por mor de la libertad romántica y campesina. ¡Abajo los dioses!

[3] Spin Up / Spin Down

Comprobamos con este sencillo análisis literario que los sentidos que con razón y sabiduría primaba Aristóteles para conocer el mundo han servido también para configurar ese otro cosmos, quizás más importante: el simbólico en el que nos movemos. Las categorías físicas se han trasladado a categorías morales, y han ayudado a generar desde la estructura vertical de la sociedad hasta la adoración a los dioses: maravillas del contrapicado. En el antiguo Egipto, el tamaño de las esculturas no indicaba la estatura de los dioses y los reyes, sino su grandeza y su importancia, lo mismo que en el arte bizantino; y aunque el ser humano tiende a la democracia, a la horizontalidad entre todos, organigramas, plantillas, zonas VIP’s, topónimos (colinas de Valle Arriba vs. cerro Gramovén), altezas, majestades, dones, doctores, ilustrísimos, eminentísimos, serenísimos, señoras y señores insisten en construir en nuestros cerebros estructuras verticales que se correspondan a nuestra percepción gravitacional; que la palma esté sobre la tierra y sobre ella los cielos, sí; pero entonces también que lo estén los caballos bajo nosotros y bajo nuestros yos, sólo nuestros sombreros. Y punto.

Sin embargo, estas nociones tienden a cambiar, la insaciable curiosidad que nos caracteriza está desentrañando poco a poco misterios que, a la larga, transformarán la manera de organizar el mundo simbólico. Para agregar desasosiego a la cuestión, me permitiré sacar a colación el siguiente ejemplo, harto curioso: en su dos célebres y didácticos libros de divulgación1, Stephen Hawking explica al público no especializado la teoría del espín:

Usando la dualidad onda-partículas (…) todo en el universo, incluyendo la luz y la gravedad, puede ser descrito en términos de partículas. Estas partículas tienen una propiedad llamada espín. Un modo de imaginarse el espín es representando a las partículas como pequeñas peonzas girando sobre su eje. Sin embargo, esto puede inducir a error, porque la mecánica cuántica nos dice que las partículas no tienen ningún eje bien definido. Lo que nos dice realmente el espín de una partícula es cómo se muestra la partícula desde distintas direcciones. Una partícula de espín 0 es como un punto: parece la misma desde todas las direcciones. Por el contrario, una partícula de espín 1 es como una flecha: parece diferente desde direcciones distintas. Sólo si uno la gira una vuelta completa (360 grados) la partícula parece la misma. Una partícula de espín 2 es como una flecha con dos cabezas: parece la misma si se gira media vuelta (180 grados). De forma similar, partículas de espines más altos parecen las mismas si son giradas una fracción más pequeña de una vuelta completa. Todo esto parece bastante simple, pero el hecho notable es que existen partículas que no parecen las mismas si uno las gira justo una vuelta: ¡hay que girarlas dos vueltas completas! Se dice que tales partículas poseen espín ½.
Todas las partículas conocidas del universo se pueden dividir en dos grupos: partículas de espín ½, las cuales forman la materia del universo, y partículas de espín 0, 1 y 2, las cuales, como veremos, dan lugar a las fuerzas entre las partículas materiales.

Y , para suerte de los que no entendemos nada sin dibujitos, el editor nos hace el favor de colocarnos una instructiva estampa:

ilusgato

Aparte de preguntas matemáticas que somos incapaces de formularnos sin caer en Babia, una interrogante que viene a cuento de lo que venimos exponiendo brilla en el desierto de la razón: ¿cómo puede transformar nuestra concepción del mundo este descubrimiento de la mecánica cuántica? Si estas teorías deben hacer malabarismos para explicar lo que ocurre en el meollo de lo que somos, en las partículas que nos constituyen, ¿cuántos y cuáles malabarismos deberá hacer nuestra teoría epistemológica para darle un nuevo orden al mundo que percibimos con nuestros cinco aristotélicos sentidos? ¿Hasta cuándo será sólo arriba y abajo una manera de referirse al mundo que no está dispuesto así?

En este punto me detengo y enfilo hacia la palabra que nos ocupa, producto de la concepción arribobajista de nuestra civilización fáustica: Latinoamérica.

4. [o no somos bárbaros]

Cuando estudiaba en la Universidad Católica «Andrés Bello» tuve un profesor que en muchos sentidos me cambió la manera de ver el mundo. Quizás lo recuerdo con afecto y admiración porque se trata, más que de un excelente profesor, de un sabio, y creo no exagerar, pues sólo un sabio es capaz de compartir conocimientos de botánica práctica con un campesino con la misma fluidez como se adentra en la tesis doctoral de Ferdinand de Saussure con una lingüista. Me estoy refiriendo a Jesús Olza, s. j., cuyas clases de Morfosintaxis, Historia de la Lingüística y Filosofía de la Naturaleza añoro como momentos de gozoso aprendizaje. Y quizás no por los objetivos marcados en el pénsum de estudios, sino por los comentarios que, de cuando en cuando, el padre Olza insertaba. Uno de esos comentarios produjo en mí honda impresión: una tarde él nos hizo caer en la cuenta de que los calendarios lunares que se vendían en Venezuela colocaban las fases del satélite en posición vertical, cuando en realidad en nuestro país la luna está más bien acostada, como si fuera la cuna de un bebé o la sonrisa drogadicta del gato de Cheshire que alucinó a Alicia. Una fría madrugada de enero, años después, caminando de regreso a mi casa en Salamanca, contemplé por primera vez en mi vida una Luna vertical en cuarto creciente, y comprendí el significado de lo que el padre Olza nos advertía con esa leve eutrapelia que lo caracteriza al hablar: nosotros dibujábamos la Luna de los europeos, no la nuestra. Desde ese momento, agucé la vista y me di cuenta de que los mapas mundi son un cofre de errores premeditados: ¿cómo es que Europa es más grande que Madagascar, que la península india? ¿Por qué Bolivia se ve más pequeña que Venezuela si prácticamente son del mismo tamaño? ¿Qué curiosa simetría coloca a Europa en el centro de los mapas mundi, dejándonos a los demás a un lado y, lo más curioso, debajo de todo? ¿En virtud de qué referencia el norte está «arriba» y el sur «abajo», incluso en las fotos de los astronautas desde el espacio? ¿Por qué carrizo el meridiano cero tiene que estar en Greenwich y no, por ejemplo, en la isla de El Hierro? Mención aparte: tal parece que la zona en reclamación que estaba en todos los mapas de nuestras escuelas no existe para los demás, y Venezuela, en absolutamente todos los mapas del mundo, se presenta mocha de su brazo izquierdo, la famosa (y quizás ya perdida por nuestra propia negligencia) Guayana Esequiba…

De estas disquisiciones topográficas a las consecuencias lingüísticas de esta cosmovisión no hay sino un paso: ¿Cómo es eso de América y Latino-América, como si fuera un apéndice mal cicatrizado? ¿Quién decidió que sólo los Estados Unidos es América, y los demás territorios, de Groenlandia a la Patagonia deben llevar una partícula especial? ¿Acaso los ingleses son Oeste-Europa, o los alemanes Nor-Europa, o los franceses Med-Europa? Esta excesiva adjetivación me recuerda esa ultra sectaria clasificación que separa la Literatura de la Literatura femenina (o negra, o gay, etc.); es como construir el gueto para los otros. Y esta reflexión no pasaría de ser el comentario paranoico de la minoría si no fuera porque las denominaciones geopolíticas muchas veces sirven para excluir antes que para integrar. Porque, ¿qué es y quiénes componen Latinoamérica? ¿Aruba está allí? ¿O Saint Thomas? ¿O Haití? ¿Y Belice?

Es en este contexto en el que yo he abjurado y abjuraré siempre de Latinoamérica, esta palabreja tramposa e impuesta: a lo sumo, aparte de ser ciudadano del mundo compuesto básicamente de espín ½, mi identidad se afianza en ser venezolano, en primer lugar, y por extensión, del continente americano: un americano venezolano. Que es como decir un europeo español, o un asiático chino, o un oceánida australiano, o un africano ugandés o egipcio. Que los nombres de los continentes sirvan sólo para eso, para identificar un lugar a la derecha o izquierda del globo terrestre, no arriba o abajo de éste, porque estas coordenadas sólo existen en nuestras cabezas. Sobre todo, cuando sabemos que Cristóbal Colón ni se imaginó que pudieran existir unas ciudades llamadas Boston o New York. Quizás cuando en nuestro universo simbólico el globo terráqueo pueda ser colocado «de cabeza» como alguna vez lo puso Mafalda, sin tener que pensar que está «de cabeza», hayamos conquistado para nuestra vida cotidiana y profundamente simbólica lo que ya los científicos como Hawking, Penrose y Schröndinger han conquistado para el saber científico. Desterrar a los «bárbaros» de nuestras pesadillas es el triunfo de la fusión de lo Mismo con lo Otro, que conviven desde que el mundo es mundo por una sencilla razón: son la misma cosa. Son uno y el mismo, que diría Heráclito.

[5] Yo no fui

Hay que aclarar que esta noción marginadora que se perfila en la adjetivación de lo Otro para acotar su substancia, no nace solamente en un lugar y somete a los demás territorios; no se trata de la reina Victoria cerrando su puño de seda y acero sobre sus colonias ni de los reales decretos de Carlos V o Felipe II para someter a las Indias; es peor. Somos nosotros mismos los que le damos legitimidad, aceptando sin reflexión, y hasta con orgullo, nombres que sólo constituyen una penosa carga. ¡Ay, cuando entendamos la importancia de llamarse Ernesto!

Quiero traer, para finalizar, la siguiente reflexión extraída de un artículo de Enrique Krauze, escritor mexicano y director de la revista Letras Libres: hace unos días apuntó en América Latina: los paradigmas de su atraso (El País, 15 de noviembre de 2003) que

Un poderoso factor externo incide en los procesos de apertura económica regional: el proteccionismo de Estados Unidos (y el de los países europeos), dispuesto a defender puertas adentro «la mano invisible» de Adam Smith, pero aún más proclive a meter la mano en favor de sus agricultores ineficientes con subsidios que afectan severamente al productor latinoamericano, los cuales no sólo contradicen, sino que desprestigian el proyecto de la globalización. En éste y muchos otros sentidos, Estados Unidos sigue descuidando gravemente a nuestros países. Al hacerlo, no sólo comete una injusticia, sino un error de proporciones históricas. La adopción continental de la democracia liberal y el libre mercado es, en el fondo, un intento de convergencia con Estados Unidos que puede revertirse a corto plazo. Si el ensayo no da frutos tangibles, América Latina puede desembocar en el desencanto por su modernización frustrada. Y las consecuencias pueden ser en verdad terribles: quiebra de la democracia, rechazo de la vida política institucional, vuelta a la violencia. No el espejo de Chile (que, siguiendo la pauta de España, está en el umbral del Primer Mundo), sino el de Venezuela y Colombia. Un continente ingobernable, de insurrecciones milenaristas, bandas callejeras y traficantes de drogas. E1 Vietnam latinoamericano que sueña el líder boliviano Evo Morales. Si llegara a cesar por entero el milagro democrático, Estados Unidos miraría de nueva cuenta la región preguntándose -con la irresponsable candidez, ignorancia y desprecio que lo caracteriza- por las razones del desastre.

América Latina -hay que recordarlo en medio de la confusión, los peligros e incertidumbres de la actualidad- no es una zona desahuciada para la modernidad por sus querellas tribales y sus maldiciones bíblicas, un desierto o una selva donde se entronizan el hambre, la peste y la guerra. No es África. América Latina no es una vasta civilización fanática y guerrera, opresora de la mitad femenina de su población, rumiando por siglos o milenios sus odios teológicos. No es el mundo islámico. América Latina es un polo excéntrico de Occidente, pero es Occidente. Para seguir siéndolo necesita mirar hacia la España moderna, no hacia el pasado indígena o virreinal. Y necesita mandar al «basurero de la historia» los cuatro paradigmas de su retraso ancestral.

Es curioso constatar cómo, al mismo tiempo que critica la irresponsable candidez, ignorancia y desprecio que caracteriza la mirada de los Estados Unidos (supongo que se refiere a los gobiernos de ese país) sobre nosotros, incurre él mismo en una «mirada» sesgada, verticalizante y de cándido desprecio al subrayar que eso que él llama América Latina no es ni el África hambrienta y desahuciada por querellas tribales (quizás en México no haya niños drogadictos y desnutridos viviendo en la calle, ni los políticos recurran a la venganza violenta para zanjar las diferencias con sus adversarios, pero en este momento, en Venezuela, sí), ni es el mundo islámico, opresor de la mitad femenina de su población (no conozco los índices de violencia doméstica de los países de América, pero no tengo dificultad en aceptar que están por encima de la media: basten los ejemplos de las cientos de adolescentes violadas y asesinadas en Ciudad Juárez y del «pequeño e intrascendente» escándalo mediático en México cuando una concursante española del universal Gran Hermano insinuó ante las cámaras que una de las concursantes de la versión mexicana era lesbiana, para hacerse una idea de cómo se trata a la «mitad femenina» en los países «latinoamericanos»). El vade retro cultural de África y del mundo islámico tiene como finalidad subrayar algo que José Manuel Briceño Guerrero apuntó hace años: que también nosotros somos parte de Occidente que, aunque en la frontera, también formamos parte del mundo occidental, que nos salvamos por los pelos, reclamo parecido al que hacía Filipo de Macedonia cuando exigía su cuota de griego. Quizás Krauze no tome en cuenta que la esencia de Occidente es su condición de perenne frontera, avatares de tener un alma fáustica. En todo caso, su artículo, queriendo dejar en evidencia el comportamiento oportunista, irresponsable y despreciativo de los gobiernos de Estados Unidos, arroja luz sobre un incomprensible desprecio suyo por el continente africano y el mundo islámico. «A veces lo que el etnólogo dice habla más de él mismo que de su objeto de estudio», suelen decir los especialistas. Y en este caso, orgulloso de su América Latina occidental, Krauze se cuida de colocar «abajo» a los africanos y al mundo islámico, poniendo en evidencia una vez más que la viga de nuestro ojo tiene una capacidad para ocultarse que ya querría para ella la paja del ojo de nuestro vecino.

Que la viga llamada Latinoamérica no nos ciegue más el camino que va y viene de izquierda a la derecha y nunca de arriba hacia abajo. Arriba y abajo deberían servir, solamente, para las acciones físicas propias de nuestra condición de seres gravitacionales: «los dientes de arriba se cepillan hacia abajo / los dientes de abajo se cepillan hacia arriba», y canciones infantiles por el estilo. Pero no para definir una identidad.

1.- Historia del tiempo, Caracas, Grijalbo, 1989 y El universo en una cáscara de nuez, Barcelona, Crítica / Planeta, 2002.

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