No es tiempo para rosas rojas, de Antonieta Madrid
27/ 03/ 2013 | Categorías: Capítulos de novelas, Lo más reciente14
Al volver a casa después de aquella inexplicable ausencia, me sentía como Alicia después de haber bajado al fondo de la tierra. La subida había sido tan vertiginosa como la bajada y me sentía distinta y todo lo sentía también distinto, pero tal vez era yo sola la que veía las cosas de otro modo, porque para los demás, parecía que todo seguía igual. Abuela meciéndose en su mecedora de Viena retejida—repintada—reconstruida, tejía un abriguito de lana amarillo pollito, para el bebé de Adita, nacido hace ocho días en Filadelfia, con tres kilos, quinientos gramos y cincuenta y dos centímetros, había dicho mamá por teléfono: todo bien, todo perfecto, ¡ay!, qué adelanto, qué pulcritud, qué perfección, todo estaba previsto, hasta el día del parto.
Pasé bien escurrida por donde estaba abuela y le dije: Hola abuela. la voz me salía diferente como si fuera de otra persona, era una voz metálica como de televisión la que salía de mis labios y me sentía lo más rara hablando así y antes de que abuela me contestara, o reparara en mi presencia, pasé de largo para el cuarto, para el baño, a lavarme la cara, los ojos rojos, a borrar los rastros de los pucheros de anoche. Abrí el chorro y preparaba las llaves de la ducha mientras escuchaba la voz de la abuela, también como de comedio de televisión: ¿qué te habías hecho?, y yo: estudiaba, abuela, estudiaba con mis compañeras, porque estudiar sola me cuesta más, le respondía mi voz rarísima, impostada como de teatro esta vez, atravesando el baño, el cuarto, el pasillo y abuela de espaldas a mi voz contestaba: sí, es verdad, ahora todo es tan distinto…
Allí también estaba papá, sentado en el diván, viendo tejer a la abuela. Papá miraba, miraba sin ver, miraba a través de sus anteojos blancos, transparentes, con aros de plata. Miraban sus ojos, ya grandes, ya pequeños, según el movimiento de la cabeza, según la distancia entre los vidrios de los anteojos y sus propios ojos, entre los vidrios de los anteojos y abuela, entre los vidrios de los anteojos y yo, miraban los ojos de papá, miraban y cambiaban de tamaño y ya aquello del cambio de tamaño de los ojos de papá se me estaba convirtiendo en un problema de física, de alta física, cuyo único resultado era que papá siempre estaba distraído y apenas reparaba en nosotros, a menos que ocurriera algo grave,
como cuando a Luis lo pusieron preso, entonces sí, se consternó todo en la casa y papá diligente comenzó a buscar direcciones y números de teléfono de todas las personas importantes que conocía, de todas las palancas que tenía la familia y papá hablaba y hablaba con todos esos señores…
En eso se pasó papá como quince días, iba y venía y le contaba a mamá lo que había hecho al respecto, le contaba a mamá quien tampoco perdía el tiempo porque hablaba y hablaba de lo lindo por ese teléfono y a veces salía a la calle, a mover sus palancas, porque mamá también tenía palancas, todas esas señoronas con quienes jugaba canasta antes de dejar el vicio que ya iba a acabar con su matrimonio y con su vida,
porque lo que fue mami la agarró fuerte con ese juego de canasta y no había día del mundo que mamá llegara antes de la una o dos de la madrugada y toda la casa en consternación, abuela y papá levantados esperando que se abriera esa puerta y no se acostaban hasta que mamá llegaba, lo más oronda, a veces hasta medio pelada, porque hasta le dio por la bebida, eso eran litros y litros de whisky y de anís y ron, o de lo que fuera, que aparecían en los pipotes de la basura como por arte de magia; y mami ya no le paraba a nada que no fuera licor y canasta. Hasta que un día le dio un yeyo muy fuerte a la pobre mamá y la llevaron a La Coromoto y le hicieron cura de sueño y todo… De allí salió regenerada la pobre mami, resuelta a no volver más a ceder ante ese vicio tan horrible que la llevó a caer en manos de un prestamista y todo.
Mami se empató en una de visitar a esas señoronas amigas de ella y abuela quedaba temblando. ¡Ay!, que mi pobre hija no vaya a caer en el vicio otra vez, decía abuela toda preocupada, pero mami lo que iba era a hablar para que le soltaran a su pobre hijito inocente, que no se mete en nada y me lo tienen desde hace un mes preso en ese horrible retén de Catia, mi pobre hijito que ni carne come desde que se hizo vegetariano y él mismo se prepara sus comidas. Así iba y venía mami con la cantaleta hasta que un día se apareció Luis en la puerta. Luis, el mismo Luis en persona era quien tocaba el timbre y estaba allí parado en la puerta con un paquete en la mano. Aquí estoy, me soltaron, fue todo lo que dijo y mami se abalanzó llorando y lo abrazaba y lo besaba y le decía: Ya ves hijo, todo lo que nos has hecho sufrir por andar mal acompañado,
mal acompañado, decía mami, la cara hecha un nudo de puro llorar, tienes que dejar esas malas juntas, porque si te vuelven a agarrar (la cara desanudada ahora), ya no tenemos ni a quién acudir, porque una vez, bien, pero la segunda… y lo volvía a abrazar y de pronto mami dijo: Hay que agradecer, hay que agradecer a… y se quedó como en suspenso el nombre de la persona a quien había que agradecer, porque la verdad era que entre tanta gente iba a ser difícil saber a quien realmente había que agradecer la libertad del muchacho. Quién podrá haber sido, decía mami (las lágrimas secas, el maquillaje de los ojos todo chorreado), quién podrá haber sido, entre tanta gente y mami se empataba en la paranoia de que había sido el doctor tal, o el doctor cual, que no, que si no hubieran hablado con la esposa del senador y así se perdía en conjeturas la pobre mami, hasta que
pasaba a otro asunto, cosa que a mami no le cuesta mucho, pero la verdad es que mami sufrió bastante en esos días, por Luis, que ahora estaba tan cambiado, como decía abuela, tan cambiado, que ni se siente, ni se sabe que existe si no fuera porque a veces va a la cocina a sacar algo de la nevera, el resto del tiempo lo pasa encerrado, siempre encerrado, no sé qué tanto hace ese muchacho encerrado en ese cuarto…
No es tiempo para rosas rojas (Monte Ávila,2005)
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Excelente novela venezolana. La he leído tres veces y me sigue gustando.