En este país, de Luis Manuel Urbaneja Achelpohl

10/ 04/ 2013 | Categorías: Capítulos de novelas, Lo más reciente

Guarimba

achelpohl!Guarimba!

¿Quién denominó así la estancia?

Vaya usted a saberlo.

Guarimba fue siempre lugar sagrado. En el inseguro juego de la vida, como en el aquel otro bullanguero y candoroso de la infancia que comienza: «Gárgaro malojo, que te pica el ojo», los asediados, los menos listos, cuando nada esperan, cuando se ven vencidos, a ella se acogen presurosos. A su amparo termina toda persecución. Guarimba era inviolable. Ante ella, las hirvientes olas que amenazaban tragarse a los montes, dulcemente aplayan. Quien tal nombre dio a la estancia, quiso seguramente burlar a su destino. Ampararse en la paz de su refugio, contra ¡quién sabe qué encancerada pena! hado adverso, o bien siguiendo el amable consejo del bucólico, hacer de ella, lugar de castos y sanos regocijos, por donde lentos fueran los días transcurriendo. Pero en estos míseros tiempos, ¿quién ha de dar en la clave del misterio? ¡Por cuántas manos pasará Guarimba, hasta llegar a las de su actual poseedor, don Modesto Macapo!

Entre la espesa arboleda que cobija el cafetal, se vislumbraba la casa de la estancia. Un largo callejón de frutales rumorosos, poníala en contacto con el camino real. Tierras de labrantío, negras y jugosas, se extendían a ambos lados de los frutales, como las negras madejas de una doncella, a los lados la indecisa línea que en dos la parte.

La casa se conservaba la misma desde los tiempos coloniales. En el soportal colgaba la campana y el badajo sostenía la última cuerda con que el amo se hizo oír de sus mandingas. Macisa y resistente, sus gruesos muros, los sobrecargados techos, los salientes y tendidos aleros, redeábanla de una atmófera arcaica y secular. Cómoda y espaciosa en sus adentros, amplias ventanas se abrían en sus dormitorios, donde la luz llegaba siempre suave, sin claridades violentas. En la cocina, bajo la anchurosa campana, podía conservarse el tasajo de toda una res. Era un rústico tazón, que por las noches plateaba la silente luna y el sol doraba con el día. Ni mohos ni colgajos de telaraña afeaban sus rincones. Por sus puertas y ventanas, como que se escapaba y diluía en la serenidad del ambiente, una onda de paz e íntimo sosiego.

Como corre la brisa mañanera sobre los yerbazgos, oreándolos a su rápida y suave caricia, así se propagó por aquellos campos la ingrata nueva de haber traído los Macapos a una de sus hijas, de gravedad.

Vecinos, colindantes, medianeros no tardaron en ofrecer sus servicios. Las gentes humildes, traían rústicos medicamentos que sanaban como por encanto, oraciones y amuletos de cuya rara virtud daban testimonio ciegos y cojos, paralíticos y tullidos, todas aquellas honradas gentes contribuían con su granito de buena voluntad, por ver de sanar a la niña, como por pascua florida, gozosas desmochan sus rosales, para ornar la pesebrera, donde ha de permear el adorable chiquillo de María.

Entre los que sólo traían frases de puro consuelo, porque nada tenían o porque estuvieses convencidos de que nada hacía falta en casa de los Macapos, se encontraba el matrimonio Pichirre: don Toribio y su mujer, doña Epifanía. Él, enclenque, cargado de espaldas y cegato. Ella, ciega y cachorra.

Por la tarde, en cuanto comenzó a bajar el sol, a refrescar el aire, a canturrear más suavemente el agua en las acequias, se presentaron en Guarimba. Ella, en bata morada, de las de faja en la cintura y dos cintas para atar. Envuelta en un blanco pañolón de crespón que amarillaba de tanto dormir en el baúl y soltaba los hilos de seda y plata del frondoso pino, que en él extendía su ramazón y colgaba sus piñas. Él, en chinelas azules con flores guardadas en rojo y verde. Calzones color de pulga, oscura blusa de dril, muy planchada, donde el hierro al pasar dejó lamparones. Apoyábase en un grueso paraguas descolorido y llevaba de la mano a la Pichirre.

En llegando, exclamaron los vejetes:

—¡Alabado sea Dios!

Desde el portal, misia Carmen, saliéndoles al encuentro:

—¡Por siempre en esta casa!

Con el decir lento y solemne de los ciegos, manifestó la Pichirre:

—Hoy fue cuando lo supimos. Ignorábamos la gravedad ¿Qué mal tiene la niña?

Los médicos no atinan; muchas cosas.

Sentencioso, observó el Pichirre:

—La edad, ¿no será la edad?

Se le arrebolaron las mejillas a misia Carmen.

Carraspeó la ciega.

—¡Toribio, tienes unas cosas!

Misia Carmen, tratando de eludir:

—No hay remedios en la botica que le presten.

—¿Qué mal será el suyo? Hágala ver de la isleña Consolación. A mí me curó la pena del estómago, dejándome toda la noche un pichón vivo, abierto por la mitad.

—¡Jesús! ¡Doña Epifania!

—No se alarme, Misia Carmen, es remedio de brujos. Pero, después de Dios, me desbarató el nudo que me subía de abajo para arriba.

Curioso e inquieto inquirió el Pichirre:

—¿Qué se ha hecho el amigo don Modesto?

—Anda por el establo, con don Gonzalo Ruiseñol, enseñándole el toro americano que recibió ayer.

En esto llegaban don Modesto y Gonzalo. A cada paso se detenían y hablaban, hablaban con entusiasmo de las mejores que introducirían en sus vacadas. Don Toribio les salió al encuentro, estrechó la mano que le extendía don Modesto y saludo a su sobrino.

—Ya saliste con una de las tuyas. Así le habrás puesto la cabeza a don Modesto cuando ya compró toro. Ten lista la carreta. En cuanto se asiente el verano tendrán carne los zamuros.

—¡De dónde saca usted esto eso, tío?

—¡De dónde! ¿No eres tú el loco que está botando los dineros que no trabajó, en pitos y flautas?

Se mordió los labios Gonzalo y con un sonreír irónico, replicó:

—No hago sino emplear mi dinero en los que creo buenos negocios y no dejarlo enmohecer, como dicen de otros.

Precipitado contestó el Pichirre:

—¿A quién te refieres? ¡No será a nosotros! De Dios abajo, todo el mundo lo sabe. No poseemos sino los cuatro terrones a que arrancamos el sustento.

Malignamente especificó Gonzalo, retorciendo las guías del bigote:

—No determino la persona; hablo sólo de los que esconden las morocotas bajo la cama.

Amostazado, observó el Pichirre:

—A las gentes no hay que creerle. ¿No se dicen que tenemos mucho dinero y que lo enterramos?

Con gran sorna soltó Gonzalo:

—Piedras que ruedan…

Como relámpago sobre aguas muertas, parpadeaban los ojos vacíos de la ciega y su habla se desató colérica.

—Señor entrometido, lo que hacemos es no malgastar lo nuestro. Buenas cuentas has de entregar tú. Fueras hijo mío y te pondría como unas sedas. Te enseñaría a respetar a los mayores. Anda, anda que te pongan al sol los trapos de la cama…

El mozo sintió la sangre subir violenta y turbadora. Temió un desatino y se despidió de don Modesto y misia Carmen con forzada sonrisa.

Aquello era lo de siempre: donde se topaban tíos y sobrinos, había represión de parte de éstos, a causa del carácter emprendedor de Gonzalo y puyas e invectivas de la otra, fundadas en la tacañería de los viejos, quienes veían con horror las más ínfimas y necesarias comodidades de la vida, porque con ella no crecía sordamente el montón.

En alejándose Gonzalo, rompió a hablar el Pichirre.

—Oiganlo, como de boca de oleado: lo que es éste se arruina. La culpa no es de él, sino de mi cuñado. Al bendito hombre se le ocurrió hacerlo Doctor en tierras. Qué disparate.

Era Gonzalo hijo del viejo Ruiseñol, hombre emprendedor y apasionado. Mitad caballero, mitad rústico, pues cuando no se hallaba en su haciendo entregado a las labores del campo, dicharachero y vigilante, se le encontraba en el foro, con algún embrollado litigio entre manos. Pleiteaba por el placer de pleitear, de cometer, de moverse y hurgar, de dar salida a la exuberancia de actividad que le ahogaba en la quietud de su casa de campo, cuando las tierras se vestían. Y cuando tras su otro gran placer, roturar campos y levantar cosechas, venían las dulces treguas, los largos días de espera, se largaba a la ciudad y removía apolillados asuntos, apadrina fósiles esperanzas en clientes hambreados, pleiteaba millones, por lo que tenían de quimérico y maravilloso, litigios y litigantes. Era un conquistador de vellocinos. Nacido en los primeros días de la República, fue de aquella generación robusta, apegada a la tradición castiza, que charlaba en latín y se afeitaba el bigote, más cuidadoso de su fama que doncella de su honra. Desgraciada generación que soñó hacer de la patria una Roma en los buenos tiempos y que fue consumida por la anarquía sin dejar más que vástagos enfermizos y hogares que se derrumbaban, porque el frondoso árbol de la tradición que los amparaba se va cayendo a pedazos, al ceder el beneficio de la luz y la gloria del espacio al resalvo, bajo el cual han de guarecerse las generaciones futuras. Con nuestro amor, con el polvo de nuestros muertos, el llanto de nuestros ojos, aportemos el árbol nuevo, que ha de extender su fuerte ramazón sobre el pasado, el presente y el porvenir de América.

Su opinar vehemente, en aquellos días anárquicos, llevó al viejo Ruiseñol lejos de la Patria. Mas en el exilio, su actividad encontró asidero, y toda entera la aplicó a formarse una idea exacta de la agricultura moderna, tan lejos de nuestro empirismo y charlatanería. Porque la condición primordial para ser un buen agricultor, entre nosotros, es la de abrutarse lo antes posible hasta convertirse en experto cogedor de cabañuelas y en sagaz y astuto guerrillero en los días de recrudencias bárbaras. Hacerse a la vida recia y primitiva, humilde y cruel de nuestros labriegos. Tener siempre ante los ojos el espantajo de la miseria, como justa e inevitable consecuencia de todo esfuerzo mal dirigido. Levantar inculta, con las asperezas de la tierra, la familia, aunque no sea escasa la hacienda y ella asidua al trabajo. Porque, de una parte, el agiotismo, el comercio con sus inconsiderados recargos, la carestía del dinero, la falta de respeto de la propiedad, la deficiente aplicación y distribución de los impuestos, la carencia absoluta de economía rural, la inseguridad de la vida en los campos y los gravámenes y demás tretas que en el silencio de las jefaturas y sacristías astutamente se mantiene en acecho con múltiples pretextos, y de otra parte, la mala sombra, la guerra con su servidumbre, amenazas, atropellos, apenas si dan tiempo y medios al agobiado agricultor para cumplir sus estranguladores compromisos y ahogos. En sus trojes, oh! ironía, siempre queda el grano averiado para el consumo de los suyos!

En conocimiento de estas y otras tristes realidades, de vuelta de un largo viaje, de esperanzas y de ensueños (de lo que siempre han vivido todos los venezolanos), el viejo Ruiseñol, convencido de que, ante todo vano ensueño industrial, estamos llamados a hartar por luengos siglos, con nuestro pan y nuestra carne, las hambres viejos de remotos pueblos, se empeñó en hacer de su hijo un agricultor como los que acababa de admirar por aquellas tierras. Y lo empaquetó a los Estados Unidos del Norte en busca de la ciencia de aquellos hombres que iban derramando la abundancia, en eriales y desiertos en donde sólo se oía, en el agreste silencio, el grito desapacible de las fieras.

Muerto años después el viejo Ruiseñol, vino Gonzalo a ponerse al frente de una de las más ricas haciendas que embellecen los mayales del Guaire.

Era Gonzalo algo facistol, mas, ¿cuál es aquel que sale en plena juventud tierras extrañas, a perfeccionarse en algún arte o ciencia, que al volver a esta rinconada donde sólo quedaron lo que no pudieron hacer otro tanto a los que como los crustáceos viven pegados a las peñas, cuál, digo, es aquel que no trae sus migajas de vanidad en el repleto saco de sus sueños? Pero como nuestra rústica gente no comprende nada de estas cosas, hasta cierto punto necesarias, hizo de Gonzalo el blanco de sus burlas. Hasta su misma persona la veían con malos ojos, y de su ciencia y afanes, reían. ¡Qué especie de agricultor, que no andaba sino de polainas y gruesos zapatos, para no humedecerse los pies! ¡Qué no apearse la corbata ni el prendedor de perlas! ¡Tener la cabeza metida en una campana! ¡Las manos de una niña blancas y suaves! ¡Mírelo cómo traza acequias con anteojos! ¡Y qué cabalgar de aquí para allá en un machazo que necesita una escalera! Eso no podía ser nunca un agricultor ni nada, pues malgastaba el tiempo criando pollos y pavos en jaulas, como si fueran pájaros. ¡Usted habrá de ver! Si no era sino un puro patiquín…

Tal era el retrato que de cuerpo entero hacían de Gonzalo Ruiseñol sus vecinos y sus tíos los Pichirres, en su sordo recelo campesino contra toda innovación.

Sobre los campos morían las luces de la tarde. La masa colosal del Ávila levantábase a los ojos, suave en la diafanidad del aire. Los Pichirre se despedían calurosamente de los Macapos, a poco, por un caminejo que bordeaba unas cementeras de yuca, se les vio aparecer y alejarse como dos guiñapos, farfullando, en busca de su triste y lóbrego albergue.

 Del libro: En este país (Ministerio de Educación, 1950)

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