La ascensorista, de Heberto Gamero Contín

15/ 05/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

ascensoristaNo se preocupe, no es la primera vez. Puedo decirle que esto es lo más emocionante que pasa en este trabajo. De resto, me aburro como una ostra. De la planta baja al once: uno, dos, tres… hasta llegar al último. O del once hasta la planta baja: diez, nueve, ocho… hasta llegar al primero, que son tres pisos por debajo del uno, usted sabe, por los sótanos. Dicen que todo lo que sube baja. En este trabajo habrá que decir también que todo lo que baja sube. Aunque no es lo mismo subir que bajar, ¿verdad? Para subir hace falta más fuerza, me imagino, porque este bicho es muy pesado. Pero pensándolo bien, para bajar también, porque el peso es el mismo y tiene que bajar poco a poco. No sé. Lo que si sé es que para mí, después de un año metida en este ascensor, subir o bajar es lo mismo. Ni siquiera puedo decir que son dos caras de la misma moneda, más bien parecen dos monedas de la misma cara. Bueno, no me haga caso, ya no sé ni lo que digo…

Disculpe si lo fastidio, pero, ¿qué más podemos hacer en esta situación? Debemos hablar mientras tanto, ¿no? Como le decía, el interés que tengo en bajar es el mismo que tengo en subir, es decir, llevar a la gente y cuidar que no dañen o ensucien el ascensor. Porque, a pesar de que en este edificio hay sólo oficinas de lujo y todas las empresas son y que de primera línea, apenas el ascensor se queda sin ascensorista, porque un día no pude venir por estar enferma o porque tuve que hacer alguna diligencia personal, entonces, al día siguiente, amanece rayado con palabras obscenas, papeles y colillas de cigarrillos en el piso. Por eso es raro cuando falto al trabajo. Además de que el jefe de mantenimiento no piensa que los culpables son ellos: la gente cochina y sin educación que hace eso, él piensa que la culpable es uno por haber faltado. A fin de cuentas, yo tampoco tengo la culpa de que cuando uno se vea obligado a faltar, el jefe no tenga a alguien disponible para hacer la suplencia, entonces, él también es responsable. Pero como la cuerda se revienta siempre por lo más delgado, es preferible no faltar y no darle motivo para que te bote. Es increíble, alguna gente cuando está sola pierde toda dignidad, cómo no les da vergüenza escribir esas cochinadas.

Pero yo no siempre fui ascensorista. La verdad es que estoy aquí por vieja. Sí, así es. Según dijeron, ya no podía tener un cargo de tanta responsabilidad como el de secretaria del presidente de una empresa tan importante. ¡Quién ha visto semejante estupidez! Pero, ¿cómo le pueden llamar vieja a una mujer de cincuenta y cinco años? Claro, ellos son unos pavos y piensan que siempre lo serán. Por eso no consideran a los mayores. Pero si creen que toda la vida serán unos muchachos, están muy equivocados, el tiempo pasa para todos, y cuando lleguen a viejos y los jóvenes los ignoren, entonces recordarán a los que ellos igualmente ignoraron, y es allí donde se darán cuenta de su error, pero ya será demasiado tarde para remediarlo, tendrán que pasar por las mismas penurias que uno está pasando ahora.

Ya oigo unos ruidos por ahí, ¿los oye? Bueno, hay que tener paciencia. Como le decía, dio lástima esa liquidación que me dieron por veinte años de trabajo. Apenas me alcanzó para vivir un año sin trabajar. ¡Un año! Pero no crea que en ese año no hice nada, no, ese año me la pasé buscando y buscando. Era como otro trabajo, usted ve, porque me levantaba a las cinco de la mañana para arreglarme como si todavía estuviera en la otra empresa. Usted sabe, necesitaba… Ya sé que no puede ver mis dedos, pero se imagina lo que hago con ellos, eso mismo, me rozo las yemas. Quizá madrugaba también por la costumbre, y un poco por negarme a aceptar que era mi fin como trabajadora. Lo reconozco, eso me daba terror. Sí, pensar que a esta edad tenía que quedarme en casa sin hacer nada, sólo los oficios que bien podría hacer por la noche o los fines de semana como antes lo hacía, o pararme en la ventana a ver los carros pasar, o a hablar con la vecina de la novela de ayer, era como si me sentenciaran a cadena perpetua. ¡Nooo…, Dios mío, yo no sirvo para eso! Así que, como le decía, yo me levantaba al alba, me vestía, me peinaba bonito, me maquillaba y me iba para la calle. Yo siempre trataba de estar lo más elegante posible, aunque no tuviera entrevistas concertadas para ese día —usted sabe, no se puede perder el glamour— porque puede surgir una en cualquier momento y algunas empresas quieren todo para ya, y como yo, por estar desempleada, no tenía obligaciones con nadie, me gustaba estar preparada para cualquier eventualidad.

Así fue, no hubo un día que no comprara la prensa y que no me sentara en el café de la esquina a leerla, y a hacer marquitos con un lápiz en los avisos para secretaria ejecutiva. Claro, buscaba como secretaria ejecutiva porque esa fue mi profesión toda la vida, fue lo que siempre hice, pero parece ser que para ese cargo no basta con ser honesta, responsable y hacer bien el trabajo, sí, es triste reconocerlo, pero lo que hace falta son un buen par de tetas —disculpe que sea tan clara, pero a las cosas hay que llamarlas por su nombre— y una juventud que ya no tengo. Y aunque las mías llamaban mucho la atención cuando era joven, yo nunca las utilicé para conseguir el trabajo que tuve, déjeme aclararle. No niego que el doctor Santiago —desde el principio lo llamé por su nombre, desde que me dijo que no lo llamara doctor Márquez porque lo hacía ver muy viejo. Yo lo complací, pero siempre con el título por delante—. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, le decía que no niego que el doctor Santiago, cuando me contrató en aquellos años, no metió sus ojos dentro de mi pecho. Claro que lo hizo, y no dudo que al darme el empleo pensara que alguna vez podía meter la mano ahí, entre ellas, y luego su nariz y después su boca, pero se cayó de una mata de coco, porque nunca se lo permití. Me imagino que se acostumbró a vivir con esa ilusión de retozar con ellas, de amasarlas y chupetearlas —perdone la ordinariez—. Pero después, cuando él se fue, todo se acabó. Los nuevos jefes no me quisieron. Querían sangre fresca, tetas grandes, piernas largas, nalgas sobresalientes. Ahora, que triste, he llegado a pensar que lo que me sostuvo durante tanto tiempo en ese trabajo no fue mi eficiencia, ni mi honestidad, ni mis archivos bien ordenados, ni mi boca siempre bien cerrada, sino ellas, mis tetas. Sí, parece ser que después de todo, es a ellas a quienes debo agradecer todos los años que estuve allí, qué decepción, qué ironía. Pero si así fue, no me importa. Me queda la satisfacción de que siempre hice bien mi trabajo y de que nunca le di el gusto al doctor. Además, ya no soy joven, es cierto, pero todavía tengo mis atractivos. ¿Qué será de su vida…? Me refiero a la de mi ex jefe, al doctor Santiago Márquez… ¿A usted nunca le ha pasado que conoce a alguien por mucho tiempo y que después, cuando deja de verla, la quiere ver de nuevo, y esta vez para decirle todo lo que no le dijo cuando tuvo la oportunidad? A mí me está pasando con él. Hasta he llegado a soñarlo. ¿Se imagina? Era tan apuesto, tan bromista, tan simpático, siempre con un chiste y una sonrisa. Ya debe tener como sesenta. Todavía recuerdo cuando le salieron las primeras canas y me invitó a salir para celebrarlo. Aprovechaba cualquier cosa para invitarme a salir. Yo siempre lo rechacé porque me daba miedo mezclar el trabajo con otras cosas. Usted sabe cómo son esas salidas y lo que puede pasar. Primero las atenciones, todas delicadas y llenas de elegancia como en las películas románticas: abrirte la puerta del carro cuando entras y cuando te bajas, luego llevarte a un buen restaurante de luces tenues y música clásica, halarte la silla al sentarte, recomendarte el mejor vino. Después, el primer brindis: un salud conveniente para el intercambio de miradas y sonrisas de complicidad. Luego otra copita. El mesonero reacciona a la primera mirada del anfitrión, envolviendo la botella en una almidonada servilleta blanca y sirviéndolo con gran estilo. Después, una exquisita cena con platos gigantes y comida escasa. Pero el momento crucial es en la sobremesa. Ahí se trata de definir todo. Comienzan ciertas confidencias como: «Yo soy así o asao». Siempre lo mejor, claro, un alma de Dios. Todo con cara de corderito y ojos de caperusita. Y se decora la conversación diciendo: «Yo también leo en mis ratos libres. Sí, me encanta la música clásica, mi preferido es Beethoven. Adoro a los niños, etc». Y luego la cosa se pone más intensa y se comienza con la parte de: «Nunca me había sentido así con nadie. Desde hacía mucho no la pasaba tan bien como ahora. Tienes los ojos más bellos que jamás he visto. Desde la primera vez que te vi me sentí atraído por tu dulzura». Ya en ese momento, la mano del anfitrión se desliza suavemente por el mantel y trata de posarse sobre la tuya para después decirte: «¿Y qué hacemos ahora?» Y es precisamente en ese momento donde empiezan los problemas. Si retiras la mano, entonces el personaje cambia totalmente de actitud, se pone serio, respira profundo y se echa hacia atrás. Por supuesto que empieza a pensar que eres una vividora que lo único que querías era una comida gratis. Eso es ofensivo, porque nadie le pone una pistola en el pecho a un hombre para que invite a salir a una mujer. Si lo hace, debe correr sus riesgos, pero si quien invita es un jefe a su secretaria, la cosa cambia drásticamente, porque esa negativa le puede costar el puesto, así que lo mejor en esos casos, por muy atractivo que esté el tipo, es hacerse la loca y decirle que no, que otro día.

Así me pasó a mí con el doctor Santiago Márquez, siempre le dije que no, que otro día. Ahora me arrepiento, sobre todo cuando pienso que era un hombre libre como yo. Yo lo respetaba mucho, pero él con sus chistes, siempre me hacía reír. Llegué a pensar que las invitaciones las hacía por hacerlas, como si fueran parte de una broma. Ahora, detrás de estas cuatro paredes, subiendo y bajando, bajando y subiendo, pienso que he debido decirle que sí, que saldría con él, y cuando pusiera su mano sobre la mía, yo hacer lo mismo y acariciar la de él, y que cuando me preguntara: «¿Y qué hacemos ahora?» Responderle: «Lo que tú quieras».

Una vez, en la oficina —yo llegaba siempre más temprano que él para archivar los papeles y ordenar sus cosas—, llegó antes de lo usual y me encontró en su escritorio. Me tomó por los brazos y me dijo que me casara con él. A mí me dio un ataque de risa que no pude contener. Él, al principio estaba muy serio, pero después se vino en carcajadas al igual que yo. Reímos hasta el cansancio. Ese mismo día, cuando salía, me preguntó, ¿y entonces? Yo le respondí, todavía riéndome, que si estaba loco, que si iba a seguir con la broma. Ahora pienso que quizá fue lo más serio que el doctor alguna vez haya dicho. Nunca más bromeó con lo mismo. La verdad es que yo nunca le creí. Pero el día que se fue me pareció ver sus ojos nublados. Al principio pensé que tenía gripe o alguna alergia, pero luego, cuando sacó su pañuelo para secarse, me di cuenta de que no, de que lloraba de verdad. Se disculpó por no poder controlarse, me imagino. No supe qué pensar. Me desconcertó. Usted entenderá. Cómo puede reaccionar una ante tal situación. Si le digo qué fue lo que de verdad me provocó hacer en ese momento, le diría que fue llorar también. Abrazarlo y decirle cualquier cosa, no sé, que así es la vida, algo. Pero no, me quedé paralizada. Claro, yo no pensé que el doctor lloraba por mí, ni tampoco porque jamás tuvo acceso a mis tetas. Eso lo descarté de entrada, porque con el transcurrir del tiempo, me di cuenta de que miraba menos mis tetas y más mis ojos, hasta que llegó un día que sólo miraba mis ojos, eso me gustó, me hacía sentir considerada e inteligente. Concluí que lloraba por dejar su trabajo y haber llegado a los años de la jubilación. Después de ese día no lo volví a ver. Al poco tiempo me saltó la duda sobre si verdaderamente lloraba por la jubilación como pensé en un principio o por mí. Y, ¿sabe qué? Creo que fue por mí. Pero no, pensándolo bien, si hubiera sido por mí, me hubiese buscado donde fuera y ya me hubiese encontrado, aunque a estas alturas de mi vida, tengo pocas esperanzas de que lo haga. Pero le confieso que aún sueño con él, y que si algún día me busca, tenga por seguro que no lo rechazaré como muchas veces lo hice. Me colgaré de su cuello y no lo soltaré nunca más.

Bien, poco después de él, salí yo de la empresa por lo que le dije, por vieja, y aquí estoy, ganándome la vida en lo único que conseguí. Bueno, bueno, trabajo es trabajo. A fin de cuentas soy una mujer acostumbrada a trabajar y este ascensor me da la posibilidad de ganarme la vida honradamente. Mientras tanto, hay que conformarse. La mayoría de los que trabajan aquí me consideran y son amables conmigo, eso es algo.

Parece que ya viene la gente de mantenimiento. Tenía tiempo que no se iba la luz en el edificio. Menos mal que todos los pasajeros, menos usted, se bajaron en el piso de abajo. ¿Se imagina que nos hubiésemos quedado encerrados en el ascensor con ese gentío? Podría habernos faltado el aire. Además, hay gente que se enferma, que le da pánico. Otros son, ¿cómo es que se les llama a esos que no pueden estar en lugares cerrados? Sí, ya recuerdo, claustrofóbicos. No crea, aquí ha habido de todo, hasta infartados. Yo le agradezco que se haya quedado, aunque sé que esa no fue su intención. Se imagina, si se hubiese bajado con los demás, entonces yo no habría tenido a nadie con quien hablar todo este tiempo. ¡Ah!, usted debe ser el señor canoso que entró sin decir a qué piso iba, ¿verdad? No lo vi bien, con tanta gente, apenas pude ver su pelo. No se preocupe, yo, antes de tener este trabajo, tampoco me gustaba hablar mucho. ¡Aquí, aquí, en el piso ocho! Hay que gritar, porque si no, no escuchan. Ya van a abrir, ya se ve la luz de las linternas. La última vez no tardaron tanto como hoy.

 

Finalmente, los encargados de mantenimiento abrieron la puerta del ascensor. Se encontró a la ascensorista en buen estado de salud y a un caballero muerto. En su camisa traía bordadas las iniciales S.M.

 

 Del libro: Cuéntame qué haces (Ediciones Z, 2006)

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Un Comentario a “La ascensorista, de Heberto Gamero Contín”

  1. Excelente historia, se va develando poco a poco y deja un gusto amargo su final.

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