Miranda, o la vida es más larga en el exilio, por Juan Carlos Chirinos

14/ 01/ 2013 | Categorías: Opinión

A Francisco de Miranda lo echaron de Venezuela. Cuando su padre, el tinerfeño Sebastián de Miranda, que se había convertido en un hombre con fortuna ejerciendo el «decente ejercicio y comercio de una tienda de lienzos de Castilla», se vio obligado a recurrir a la autoridad del rey de España para que los mantuanos de Caracas aceptaran que él también podía detentar el uniforme de capitán y el bastón que lo distinguía como tal, se puso en movimiento un larguísimo exilio que no tendría punto de regreso sino hasta 1806 y 1810. La envidia y el egoísmo fueron los motores de la inquina de los mantuanos, que no aceptaban que uno que no era como ellos ocupara cargos de rango.

El episodio ocurrió más o menos de esta manera: La noche del 21 de abril de 1769 se celebró la acostumbrada velada en casa que el gobernador José Solano y Bote solía ofrecer para distracción y esparcimiento de los hombres más importantes de la ciudad y en la que se ventilaban de manera distendida los asuntos que concernían a todos. Seguramente era una noche fresca y de cielo despejado, como las que aún suelen darse en esa época del año en Caracas. A dicha reunión asistieron don Juan Nicolás de Ponte y don Martín Tovar Blanco, quienes quizá de mutuo acuerdo aprovecharon la ocasión para encender la mecha. Por toda la ciudad corrió la noticia de que ambos calificaron al Capitán de Milicias Sebastián de Miranda de «mulato, encausado, mercader, aventurero e indigno», por todo lo cual debería ser destituido del cargo que oprobiosamente ostentaba. Torpe en intrigas políticas o enemigo de pleitos innecesarios, don Sebastián terminó por solicitar su retiro, que le fue concedido al día siguiente, el 22 de abril de 1769, con todas las gracias, honras y preeminencias que merecía. En menos de 24 horas —que en una ciudad tan pequeña como Caracas podía significar mucho—, los intrigantes de la casa del Gobernador lograron deshacerse del molesto estorbo. Todo parecía regresar a la normalidad; los mantuanos de Caracas iban a seguir ostentando los cargos más importantes, siempre detrás de los españoles peninsulares, pero nunca por debajo de las otras clases, que sólo existían para su servicio.

El incidente no habría pasado a mayores si el capitán Miranda hubiera entendido el mensaje: no lo querían en su clase social.

Por eso, como nadie se lo había impedido, continuó haciendo uso de las prerrogativas que un Capitán de Milicias tenía, esto es, apareció en público vistiendo el uniforme y usando el bastón de Capitán. Fue la gota que colmó el vaso. El 22 de mayo de ese mismo año los miembros del Cabildo, enojados, se reunieron para requerirle a don Sebastián los títulos que le acreditaban para vestir de tal manera. El Gobernador, sin embargo, ratificó el derecho de Sebastián de Miranda a usar su bastón y su uniforme y ordenó no molestarlo más por esa razón. Miranda, esta vez, no se quedó quieto y quiso asegurarse: recurrió al Rey. Éste, mediante Reales Cédulas del 12 de septiembre de 1770, ratificó el derecho de Miranda a usar su atuendo de Capitán y su bastón, ordenó «perpetuo silencio» en cuanto a la limpieza de sangre de su linaje y censuró el derecho del Cabildo a intervenir en asuntos militares tales como la creación de Milicias, derecho que sólo concernía a la Corona.

Muy pocos meses después, el tres de enero de 1771, Francisco de Miranda se embarcaría, aún sin cumplir 21 años, en la fragata Príncipe Federico que lo alejaría de la mezquindad y la envidia de sus compatriotas en las siguientes tres décadas. Y en ese viaje por el mundo conociendo lugares y gente quizá se produjo un proceso de «desvenezolanización», quizá un proceso de «idealización» de una patria llena de gente a la que, cuando volviera, no le temblaría el pulso para entregarlo a sus perseguidores a cambio de su propia seguridad. El fracaso estrepitoso de la Primera República —entre otras cosas, a causa de la torpeza de Bolívar en Puerto Cabello, por la cual hubieran podido fusilarlo si no interviene el mismo Miranda— también significó el triunfo de la Inquisición y la Corona españolas: por fin le habían echado el guante al peligroso subversivo que era Miranda, ese nómada sentimental, cuya vida hubiera sido más larga si se hubiera quedado en el exilio.

El mundo que él concibió, ese Incanato que formaría toda América, sólo era una construcción de su inquieta cabeza, una entelequia que tal vez nunca tenga lugar; el verdadero mundo con el que tuvo que enfrentarse fue el que lo condenó a terminar sus días viejo y enfermo en la prisión de La Carraca , para desgracia de su familia y suerte de Arturo Michelena.

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